https://doi.org/10.19137/anclajes-2023-27310
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Sanchis Amat, Víctor Manuel. “La escritura de la Unión Soviética en las crónicas de El viaje de Luis Spota”. Anclajes, vol. XXVII, n.° 3, septiembre-diciembre 2023, pp. 147-160.
DOSSIER
La escritura de la Unión Soviética en las crónicas de El viaje de Luis Spota
The writings of the Soviet Union in the chronicles El viaje by Luis Spota
Os escritos da União Soviética nas crônicas El viaje de Luis Spota
Víctor Manuel Sanchis Amat
Universidad Internacional de La Rioja
España
ORCID: /0000-0003-0003-7965
Resumen: Las crónicas del escritor mexicano Luis Spota publicadas en la editorial Joaquín Mortiz en 1973 bajo el título de El viaje relatan la experiencia soviética durante el recorrido presidencial de Luis Echeverría, durante ese año. El texto se vertebra a partir de las vivencias del periodista por la Unión Soviética. Las claves de lectura se centran en el análisis de los testimonios que ofrece la obra en contraste con la valoración crítica de algunos referentes de la geografía y la historia del país del Este europeo con la propia identidad del escritor mexicano.
Palabras clave: Luis Spota; crónica; Unión Soviética; Luis Echeverría
Abstract: The chronicles of the Mexican writer Luis Spota published in the Joaquín Mortiz editorial in 1973 under the title of El viaje recount the Soviet experience during the presidential tour of Luis Echeverría. The text is structured from the journalist's experiences in the Soviet Union. The reading keys focus on the analysis of the testimonies offered by the work in contrast to the critical assessment of some references to the geography and history of the Eastern European country with the identity of the Mexican writer.
Keywords: Luis Spota, chronicle, Soviet Union, Luis Echeverría
Resumo: As crônicas do escritor mexicano Luis Spota publicadas na editora Joaquín Mortiz em 1973 sob o título de El viaje contam a experiência soviética durante a viagem presidencial de Luis Echeverría, naquele ano. O texto é estruturado a partir das experiências do jornalista na União Soviética. As chaves de leitura se concentram na análise dos testemunhos oferecidos pela obra em contraste com a avaliação crítica de algumas referências à geografia e à história do país do Leste Europeu com a identidade do escritor mexicano.
Palavras-chave: Luis Spota, crônica; União Soviética; Luis Echeverría
Fecha de recepción: 17/04/23 | Fecha de aceptación: 15/06/23
El estudio de las crónicas que Luis Spota escribió durante el tiempo que acompañó a la comitiva del presidente mexicano Luis Echeverría en su periplo internacional en 1973 se inserta en la línea de trabajo que revisa en los últimos años el impacto de las relaciones culturales en los estudios de la Guerra Fría en América Latina como espacio donde las potencias jugaron también un papel importante en el conflicto a través de las relaciones culturales (Westad; Pedemonte; Opatrný; Pettinà, Iber, Jannello, Ruiz Durán). En este sentido, el artículo parte del camino metodológico recorrido por estudios que analizan la recepción de la literatura latinoamericana en los países del bloque socialista durante este periodo (Alburquerque, Locane, Hammond, Franco, Sánchez Prado, De Ferrari, Rupprecht, Gallardo-Saborido e Ilian, “Cruzando el Puente Plateado”; Gallardo-Saborido e Ilian, “F(r)icciones culturales”; Zourek; Sanchis Amat “Los pájaros y los río”).
El objetivo de este artículo es analizar la escritura de las crónicas de Spota atendiendo a la caracterización de los referentes geográficos principales del espacio soviético. La larga tradición de intelectuales latinoamericanos que emprendieron el viaje político, como lo define Moraes Medina (32) por la Unión Soviética, nos permitirá ofrecer claves de lectura que enfrentan la valoración crítica de algunos referentes del paisaje urbano y la historia soviética con la propia identidad del escritor mexicano. Los textos de Spota siguen la estela del corpus de crónicas de viajeros políticos latinoamericanos que, en este caso, parten del viaje presidencial que Luis Echeverría llevó a cabo por Canadá, Inglaterra, Bélgica, Francia, Unión Soviética y China en el mismo 1973 y que en palabras del propio Spota pretendía “sincronizar con la hora del mundo la hora de México” (Spota 7).
La figura de Luis Echeverría, recientemente fallecido a los cien años, es sin duda una de las más ominosas de la historia del México contemporáneo. Su sexenio es recordado por el intento de afianzar el papel internacional de México mientras muchas de las políticas internas se mostraban fallidas (Jiménez de Sandi Valle) y los conatos de protesta fueron reprimidos con violencia. Fue secretario de Gobernación, responsable de Interior del Gobierno de Díaz Ordaz en los meses del verano 1968 que acabaron con la matanza de Tlatelolco el 2 de octubre, días antes del inicio de los primeros Juegos Olímpicos latinoamericanos, cuestión que no impidió que en 1970 sus ambiciones llegaran hasta el sillón presidencial. Más allá de los cables diplomáticos que apuntan a sus intentos de maniobrar para ser el primero en repetir mandato, de conspirar para asesinar a su sucesor López Portillo, de su participación en la represión estudiantil de 1971 tras las protestas en Nuevo León y la marcha del día del Corpus en Ciudad de México[1], su sexenio estuvo marcado por los problemas económicos. Durante su campaña electoral había manifestado públicamente en Washington su anticomunismo (Beauregard), pero los aranceles impuestos por el vecino del norte propiciaron un discurso ambivalente y la necesidad de mirar hacia otros lugares del mundo para conectar el desarrollo económico de México. Su sexenio se caracterizó por la necesidad de una intensa política exterior, poniendo el aparato del estado al servicio de la empresa (Torres). El actual presidente mexicano anunció la noticia de su muerte en Twitter y resumió perfectamente las contradicciones de un personaje que supo aprovechar su poder de seducción en las giras internacionales, pero que siempre tuvo la sombra de la sospecha:
El polémico exmandatario del Partido Revolucionario Institucional (PRI) será recordado como un funcionario que concentró en su figura la dualidad absoluta. Por un lado, y de cara al mundo, fue un fervoroso creyente en las políticas progresistas y el socialismo como una forma de contrarrestar el imperialismo de Estados Unidos. Por el otro, y en su visión de política interna, fue un autócrata de mano dura que no dudó en reprimir movimientos sociales para mantener la estabilidad del sistema político del partido único. (López Obrador en Beauregard)
Las crónicas de Spota publicadas en 1973 responden precisamente al intento por parte de la presidencia de salir de esta encrucijada mediática. Un personaje con una enorme repercusión entre el gran público mexicano era el elegido para dar testimonio de las buenas relaciones de México en el exterior para tratar así de mejorar su popularidad interna. La potente campaña internacional iniciada por Echeverría, como muestra el archivo fotográfico recogido en los diferentes periódicos de la época, vino acompañada de una importante maquinaria publicitaria a través de los medios de comunicación que trataron de conformar una imagen de seducción que llegó incluso a la definición de su figura como el nuevo Cárdenas (Sheridan). Algunos intelectuales, tras el cisma del 68, creyeron en la palabra pomposa del presidente Echeverría y los incluyó en su comitiva política para demostrar al mundo que sus batallas para declarar América Latina zona libre de armas nucleares con el tratado de Tlatelolco II y reclamar el respeto económico y legal a los países en vías de desarrollo ante la amenaza de las empresas transnacionales en los organismos internacionales era cierta. De esta forma, nombres como Carlos Fuentes, Fernando Benítez, el mismo Luis Spota o los directores de los periódicos más influyentes, decidieron participar directa o indirectamente en el discurso de progresismo y en la campaña internacional que Echeverría llevó a cabo durante su mandato, sobre todo después del ataque de los halcones en San Cosme en junio de 1971 y la teoría que apuntaba a una existencia de un ala derechista del PRI que quiso humillar al presidente que asumieron entre otros Fernando Benítez (“Echeverría o fascismo”) y Carlos Fuentes, que escribió que sería “un crimen histórico” no apoyar en este momento al presidente (Sheridan).
De esta forma, Echeverría se sintió muy cómodo recorriendo el mundo y concertando encuentros bilaterales con los principales mandatarios extranjeros. Acogió con buenas intenciones públicas (existen algunos cables diplomáticos que apuntan hacia lo contrario en privado, como recoge la noticia de Sonia Corona en El País) al Gobierno de Allende y abrió México a los exiliados chilenos tras el golpe de Estado de Pinochet. En 1973 emprendió un viaje que le llevó a ser recibido por espectaculares parafernalias de los jefes de Estado de Canadá, Francia, Bélgica, Inglaterra, la Unión Soviética y China. La comitiva presidencial llevaba consigo a los directores de periódicos, a los principales cargos políticos del país, representantes sindicales y dueños de la patronal mexicana para unas semanas de encuentros en los que México buscaba la colaboración de las potencias para su desarrollo económico.
Entre los participantes viajó con el encargo de escribir una crónica sobre el viaje el periodista mexicano Luis Spota, que tuvo el privilegio de ser observador principal invitado por el presidente y escribir sus notas para estas crónicas que tituló El viaje. Le acompañó en el trayecto el dibujante Abel Quezada, que compuso durante el periplo los dibujos y los textos de otra estimable obra titulada 48000 kilómetros a línea (1973), encargada también por la editorial Joaquín Mortiz.
Spota fue un personaje singular, autodidacta, que sin llegar a terminar la primaria se convirtió en uno de los intelectuales más leídos del país (Langtond, Bollinger, Trejo Fuentes, Sefchovich, Ideología y ficción; Sefchovich “El novelista”; Powels; Seck; Manzo Robledo). A los 14 años fue a pedir trabajo a un periódico y a los 20 ya era parte importante del rotativo Excelsior. Publicó novelas políticas principalmente, llamando la atención en 1956 con la publicación de Casi el paraíso. Trabajó en televisión, escribió más de treinta guiones cinematográficos y su fama llevó a Sefchovich a denominarle en un estudio publicado en la Revista de la Universidad de México “El novelista de las masas”. Fue el autor de uno de los textos más controvertidos sobre el 2 de octubre de 1968, la novela titulada La Plaza, texto polémico cuya recepción, como indica Sefchovich, es sintomática para entender mejor la posición ideológica del autor durante el viaje de 1973 y descifrar brevemente la complejidad del personaje:
En 1972, publica La plaza, una novela sobre el movimiento estudiantil de 1968, en la que acusaba a los estudiantes de ser “encubiertos, solapados enemigos del país” y exculpaba al gobierno por la represión, medida que le parecía “drástica, impopular, pero necesaria”.
Para construirla, hizo un collage con fragmentos de textos de otros escritores —Monsiváis, Poniatowska, González de Alba, Mendoza— con la intención de elaborar lo que llamaba una “novela coral”. Estaba tan orgulloso del resultado, que la consideró “un hallazgo luego del ancho paréntesis que corre desde que apareció la saga de Bernal Díaz del Castillo”. Pero los autores incluidos se molestaron con él por la posición que asumió y lo obligaron a retirarla de circulación y reescribirla. (Sefchovich “El novelista” 35)
La relación de Spota con los intelectuales de su tiempo fue compleja y contradictoria, y su carácter, su éxito y sus posiciones ideológicas propiciaron diferentes y sonados encontronazos con personajes como el reputado crítico literario Emmanuel Carballo. Sara Sefchovich resume la polarización sobre su literatura y su figura, que quizá nos ayude a entender mejor quién fue el autor de El viaje:
La crítica fue siempre apasionada y extremosa. Hubo quien lo llamó “el Balzac mexicano” y quien consideró que tiene una “aguda destreza narrativa”, mientras que otros criticaron su “realismo de rompe y rasga”, su interés en “lo más superficial y sensacionalista, escandaloso, espectacular” y no lo consideraron digno siquiera de tomarse en cuenta ni aceptaron que su obra pudiera considerarse literatura. A la animadversión contribuyó sin duda su abierta cercanía con el poder, su justificación de los actos de éste (que se repitió desde Miguel Alemán hasta Díaz Ordaz y Echeverría), las propuestas que hizo para el futuro —que coincidían con las de la derecha— y su enorme éxito de ventas, algo difícil de conseguir en un país en el que muy pocos leen. Las cosas llegaron tan lejos, que el crítico Emmanuel Carballo ya no sólo lo acusó de “chapucería artística” sino también de “chapucería moral”. (Sefchovich “El novelista” 39)
El viaje es principalmente un libro de crónicas de viajes. Spota no tiene como objetivo principal dar cuenta notarial del periplo presidencial, sino reflexionar con cierta libertad sobre el espacio recorrido al que se enfrenta, asumiendo narrativamente la posición de un yo viajero que relata y opina sobre historia, costumbres, cultura y política de los paisajes visitados. El libro de Luis Spota se organiza en capítulos a manera de diario en el que el autor va desgranando las diferentes escalas del viaje. Pese al intento de distanciamiento crítico y de posicionamiento como observador neutral, las crónicas están llenas de finas alabanzas a la familia Echeverría, que, sin caer en ningún momento en un tono panfletario, dan respuesta inequívoca al encargo del libro: “Me invitaron a participar en el viaje que el Presidente utilizaría para sincronizar con la hora del mundo la hora de México. Se me pidió escribir la crónica de esa larga gira de trabajo por seis países. Fue, lo admito, una experiencia valiosa. El resultado de ella queda en estas páginas que me fueron comisionadas”. (Spota 7)
No obstante, y pese a numerosos pasajes donde utiliza un tono de crónica insulsa de sociedad, fijándose excesivamente en las mujeres que le rodean, el collage de Spota tiene cotas interesantes que muestran inevitablemente la perspectiva del viajero curioso que constata la sorpresa de lo narrado y que en el caso que nos interesa aborda con delicadeza su encuentro con los espacios históricos de la Unión Soviética, Moscú y Leningrado principalmente, y también con el espectacular desarrollo industrial de Siberia.
Así, en trabajos recientes he utilizado algunas nociones de la poética de la geografía propuestas por Michel Onfray en Teoría del viaje (2016) para analizar las claves de interpretación de estos textos. Siguiendo la propuesta de García Bonillas (26-27), que parte de la conceptualización de Jaques Derrida, podemos insertar la obra de Spota dentro de ese amplio corpus de textos que denomina «crónicas del regreso de la URSS».
Semanas antes del viaje presidencial de 1973, viajó María Luisa Mendoza como periodista del diario El Universal para dar cuenta de la Unión Soviética, vivencias que publicó en un libro similar en su composición al de Spota titulado Raaa, Reee, Riii, Rooo, Rusia! La URSS. Décadas atrás habían viajado a la Europa socialista escritores mexicanos como Víctor Manuel Villaseñor, Efraín Huerta o José Revueltas, entre otros. Luis Spota se enfrenta a un viaje cargado de tópicos, de imágenes reconocidas y aprendidas que envuelven su mirada y que han recorrido ya otros pensadores que han dejado huella en un corpus reconocible en la tradición de las crónicas de viajes sobre la Unión Soviética. El análisis de estas crónicas focaliza la experiencia de Spota sobre los referentes geográficos y culturales de la Unión Soviética que recorre la larga lista de autores que escribieron sobre el regreso de la URSS desde diferentes perspectivas políticas. Bertrand Russell, John Reed, Walter Benjamin, André Gide, John Steinbeck, Robert Capa, Arthur Miller, Fernando de los Ríos, Ramón J. Sender, Max Aub, Chaves Nogales, Miguel Hernández o María Teresa León (sobre los que se han ocupado Caute; Sánchez Zapatero, Navarro Ordoño y Fox) y en el caso latinoamericano nombres como César Vallejo, Miguel Ángel Asturias, Pablo Neruda, Nicolás Guillén o Gabriel García Márquez, quienes participaron también de la crónica política sobre la Unión Soviética.
Michel Onfray reflexiona sobre las diferentes fases por las que transita el viajero, prestando especial atención a las motivaciones previas de la partida. ¿Por qué decidimos emprender un periplo por un determinado lugar?: “El viaje empieza en una biblioteca” (15), argumenta, apuntando hacia la elección motivada de la geografía del viaje como un acto alimentado “de fantasmas literarios” (13) y en el que “de una manera al fin y al cabo platónica invocamos la idea de un lugar, el concepto de un viaje” (20). En este sentido, la tradición de los viajes políticos está marcada por una fuerte idealización previa de la geografía emocional del espacio al que arriba el escritor, mediatizada por su formación letrada: “el papel instruye las emociones, activa las sensaciones y ensancha la cercana posibilidad de percepciones ya preparadas” (15). El escritor, por tanto, narra a partir de una experiencia letrada que influye notablemente en la imagen de la geografía recorrida. En cierta manera, como argumenta Onfray, “ir a algún sitio es la mayoría de las veces dirigirse al encuentro de lugares comunes asociados desde siempre al destino elegido” (35). Lo mismo que los cronistas transatlánticos. De esta forma, si “todos los mapas sitúan como epicentro el corazón de su representación intelectual. En la mayoría de los casos, uno mismo, la imagen y reflejo de uno mismo” (18) y si “viajar conduce inexorablemente hacia la propia subjetividad” (55), la experiencia del viaje de Spota por la Unión Soviética puso contra el espejo un encuentro que provocó más admiración de la esperada.
Frente a la mayoría de los viajeros latinoamericanos, curiosos partícipes del movimiento comunista, Spota parte desde una posición más conservadora. No obstante, no encontramos en la redacción de la crónica ningún juicio de valor negativo antes del viaje, simplemente una llamada de atención ante “ese misterio que es, para muchos, la Unión Soviética” (Spota 120), lo que parece apuntar hacia una verdad indiscutible tras la lectura de los diferentes intelectuales que dejaron testimonio de su viaje al otro lado del telón de acero: la atracción absoluta por conocer de primera mano los lugares venerados u odiados de la Unión Soviética.
En este sentido, llama la atención como estas páginas de El viaje no parten de dogmas ideológicos previos, sino que construyen progresivamente la mirada del visitante que se deja sorprender por lo que ven sus ojos, admirado por el recibimiento masivo al cortejo presidencial, por la belleza austera de Moscú, su peculiar diseño arquitectónico, su aparente aperturismo comercial, que ya no es el mismo que en los primeros años de la Guerra Fría:
Visitar el Kremlin, disfrutar de esa emoción que es la Plaza Roja con su multicolor Catedral de San Basilio, su muralla purpúrea, su tinto Museo de Historia, su Mausoleo a Vladimir Ilich; abrumarse con lo que se muestra en los museos, apenas una anticipación de lo que veremos en otros días; pasear por el Río Moscú, recién licuado y saber que a la capital de Todas las Rusias llegan por las cinco venas de agua que la circundan (las veamos o no) olas de por lo menos cinco mares; admirar a las jóvenes rusas que son lindas y esbeltas. Moscú es una ciudad solemne y, lo creo así, hermosa por austera: una ciudad formal que no se concede ningún género de frivolidades: jamás un anuncio luminoso, nunca un pregón comercial. (Spota 139)
De hecho, la experiencia provoca que Spota exprese que muchas de las ideas preconcebidas son producto de la propaganda anticomunista y que poco tienen que ver con la actual Unión Soviética. Muestra admiración por las tres regiones visitadas, Moscú, Leningrado y las ciudades de Siberia donde se desarrollaba una potente industria energética. Aparece el interés por el intercambio universitario, censurando la poca disensión crítica ante los discursos oficiales, existe sorpresa por el conocimiento de la literatura mexicana de las universidades moscovitas, que incluso recomiendan algunas de sus obras, se destaca la importancia del Instituto de Marxismo Leninismo para la reflexión sobre el desarrollo del comunismo y cómo la institución guarda documentación importante sobre la Revolución mexicana. Un momento de la historia de México que aparece reflejado en varios espacios del libro, con los recuerdos a John Reed, y que es uno de los puntos axiales de unión del intercambio cultural entre México y las repúblicas socialistas. Es interesante comprobar cómo los escritores mexicanos que viajaron a la Unión Soviética inevitablemente reconocen la Revolución rusa en la historia de la Revolución mexicana, como también en los países del bloque socialista interesó notablemente el proceso revolucionario mexicano, como muestra por ejemplo la recepción de las novelas de la Revolución en Checoslovaquia durante la Guerra Fría (Sanchis Amat, “La difusión”). Este aspecto apunta necesariamente hacia un espacio de análisis para entender mejor los intercambios culturales entre ambas geografías. Spota bromea ante la ignorancia de buena parte del periodismo mexicano sobre la figura de John Reed, autor del célebre despacho al New York Times, “He visto el futuro y funciona” (Spota 173) y recuerda que el periodista norteamericano, enterrado en el panteón de comunistas extranjeros, próximo a Lenin, había publicado México insurgente, La Hija de la Revolución y Los diez días que conmovieron al mundo.
En este sentido, tanto la formación letrada previa como la necesidad de narrar el encuentro con lugares que se han convertido en tópicos recurrentes de las geografías recorridas a las que aludía el ensayo de Onfray aparecen destacados en la mirada de Spota sobre algunos de los lugares principales del itinerario de la expedición mexicana por la Unión Soviética. Así, me detendré en las descripciones de tres lugares singulares del recorrido habitual por el espacio soviético (el mausoleo de Lenin, la Plaza Roja y la ciudad de Leningrado) para contrastar cómo la propia subjetividad del viajero emerge en la narración de su experiencia y certificar cómo la mirada de Spota sobre la geografía soviética revierte los argumentos sobre la propia identidad del yo.
Michal Zourek ha definido estos viajes, que si bien en estos momentos ya no radican en los dogmas iniciales, por lo narrado por Spota mantienen el espíritu de décadas anteriores:
Los viajes emprendidos en esta época tenían un carácter oficial. Esto significaba que, entre otras cosas, la llegada de visitantes procedentes del extranjero era controlada con atención y el itinerario se planeaba cuidadosamente con respecto a su perfil. Los itinerarios incluían visitas a escuelas, universidades, librerías, teatros, museos o entrevistas con los personajes de la vida cultural, pero no según el estilo de Pueblo Potemkin[2]. Se trataba de verdaderos logros de la cultura, por los que los países de Europa del Este sin duda cautivaron la atención de los visitantes. Los latinoamericanos se veían realmente asombrados tanto por la infraestructura cultural como por la sabiduría de los ciudadanos medios, tomando en cuenta que muchos de sus compatriotas eran iletrados. A menudo se organizaban cenas festivas, cuya parte esencial era el alcohol. La regla más importante era que el visitante siempre estuviera en el centro de atención y que tuviera asistencia completa. (Zourek, “Los viajes” 337)
La descripción de Moscú es sin duda uno de los leit motivs centrales en los textos de los cronistas latinoamericanos en la Unión Soviética. La llegada a la mitificada Moscú, ideal de la ciudad perfecta en su funcionamiento comunista en el imaginario global, provoca una necesidad narrativa irremediablemente mediatizada por el conocimiento previo. Spota se olvida progresivamente de los actos políticos del presidente, que había viajado a Moscú para intentar recabar el apoyo de la URSS al Tratado Tlatelolco II y fortalecer las relaciones bilaterales firmadas en 1968, y centra su mirada en la ciudad destacando la sorpresa que le supone la libertad de sus ciudadanos, el papel de la mujer en la sociedad rusa, independiente y culta, el dogmatismo de las reflexiones universitarias y en los problemas derivados del aperturismo turístico para una ciudad acostumbrada a la austeridad y al ritmo pausado de sus trabajadores. No obstante, la subjetividad de la prosa de Spota filtra una emoción contenida, quizá inesperada, frente al espacio recorrido, ahora admirado ante su abrumadora presencia.
Con respeto y distancia recuerda Spota su encuentro con el cuerpo incorrupto de Lenin que suele ser uno de los puntos centrales de los relatos de los viajeros que llegaron a Moscú. En su descenso a la cripta, el periodista mexicano piensa en la Marcha Fúnebre de Chopin antes de llegar a la urna acristalada, donde vierte unas primeras palabras en las que deja entrever claramente las ideas preconcebidas del autor cuando escribe: “Allí está, impresionante, atemorizante, el cadáver del hombre cuyo talento fundó la Unión de Repúblicas Soviéticas Socialistas – Vladimir Ilich Lenin, muerto el 21 de enero de 1924; sin embargo, para todos los de este país y para los centenares de millones de personas que lo tienen como guía espiritual, siempre vivo, siempre actual y presente” (Spota 172). La subjetividad de la escritura del yo que desconfía del imaginario revolucionario pero que no puede contener su admiración ante la grandeza del espectáculo. En su descripción Spota valora la belleza del momento y proyecta sobre el rostro de Lenin rasgos de carácter, voluntad y valor que definen al líder revolucionario:
De Lenin trasciende una especie de luz sobrenatural –que quizá sea sólo reflejo de la que lo alumbra y le confiere un aura de misterio y de belleza. Lentamente, fascinados por este espectáculo irreal y algo macabro, completamos el recorrido en torno a la placenta de cristales perfectos. Lenin parece dominarlo todo. No era (no es) un hombre de gran talla física. El pelo que aún le resta en la parte posterior de la cabeza y el de la barbita en punta, es rojizo. Las huellas del carácter, los signos de voluntad y del valor personales, están marcados en su rostro. De labios delgados, la boca del caudillo da la impresión de estar todavía llena de palabras. (Spota 173)
El punto culminante en todos los relatos de los viajeros que descubrieron la Unión Soviética es sin duda el encuentro con la Plaza Roja. En 1973 el mundo había reorganizado su tablero político, distinto a 1931 o 1949. No obstante, todavía el cronista siente el impacto histórico de pisar uno de los espacios más emblemáticos del siglo XX y su discurso choca contra la propia subjetividad como proponía el ensayo de Onfray. Frente a la frivolidad de los banquetes, el agasajo lleno de alcohol, bailes y comida, las visitas rutinarias y preparadas, como argumentaba Zourek, Spota reserva lo mejor de su prosa para las descripciones de la ciudad. Así, expresa la imposibilidad de narrar un momento deseado desde hacía mucho tiempo. Petrarca expresó en una conocida carta a Giovanni Colonna los temores que tenía al enfrentarse por primera vez a las ruinas de Roma y cómo, sin embargo, el encuentro ante una ciudad que no era ya la imaginada en las lecturas impresionó todavía más si cabe al poeta aretino. También Luis Spota muestra una emoción inusitada y quizá inesperada ante su encuentro a solas con la Plaza Roja, ese lugar que se convirtió en un espejo identitario de los narradores latinoamericanos que llegaron a su encuentro y sobre el cual inevitablemente se reflejaron años de lecturas, luchas, supervivencias e ideologías políticas y literarias:
Ha ocurrido hoy, en las condiciones ideales (ideales, porque siempre deseé que así fuera) mi encuentro con la Plaza Roja de Moscú. Por encima de la lluvia se presentían los resplandores color acero del último sol, del sol al que la niebla anula. Faltaban unos cinco minutos para las ocho de la noche y la Gran Avenida Gorki, que vacía en la Plaza su considerable anchura y lo indeciso de sus brillos, soportaba el agua, muy tierna y constante, que estaba desmoronándose sobre ella. La Plaza, que parecía estar deshabitada, se animó mágicamente. Iba a producirse, y miles de personas se materializaban saliendo de entre las sombras acumuladas al pie de los muros, un espectáculo que fascina así se repita veinticuatro veces (una cada hora) todos los días de todos los años –el relevo de los dos centinelas que cumplen guardia, ellos mismos de basalto, a la puerta del cúbico mausoleo dentro del cual la Rusia de hoy guarda, y venera, la reliquia del más amado de sus popes: el cuerpo incorrupto del fundador de su grandeza: Lenin. La Plaza Roja de Moscú, vista como la vi hoy, es incompartible, incomunicable. Ir a ella, encontrarla a solas, sin nadie acompañándome, equivalió a ir al encuentro de algo que no existe pero que ha sido soñado, que está ahí sin embargo; y uno también está dentro, forma parte de él, es él, y lo toca, y lo vivo, y lo siento –húmeda la cara, húmedos los ojos, incrédulo, y agradecido. He pasado una hora en la Plaza Roja. No ha sido una visita: sólo un acto de amor. (Spota 129-130)
Tras los primeros días en Moscú, Spota y la comitiva mexicana llegan a Leningrado y la descripción se centra en la comparación con los espacios recorridos en la capital: “Dicen los de aquí que Leningrado no es sólo más bella sino también más inteligente que Moscú. De todos modos, ésta que se alza desde hace más de dos siglos en las orillas del legendario Río Neva es una metrópoli muy linda” (Spota 151-152). Spota asume verdades heredadas convertidas ya en tópico sobre las dos ciudades, soleada y festiva una, gris y austera la otra, justificadas en fuentes difusas (“Dicen los de aquí que..” (Spota 151) y constatada por su experiencia sensorial: “Hoy ha venido Echeverría a visitar Leningrado, soleada, armónica y hermosa, bien distinta de esa austera Moscú, lluviosa y color ceniza, que dejamos por la mañana” (Spota 147-148). La descripción de la ciudad alterna las referencias a la férrea organización política, sobre todo vinculada a los solemnes actos del aparato del estado con que ofrendan a los mexicanos y a la arquitectura departamental, con edificios semejantes a fichas de dominó, pero que evitan las villas miseria, con el tono admirado sobre su constitución artística, y sobre todo con el aperturismo turístico y comercial, espacio en el que la ciudad se convierte en un lugar feliz para la comitiva mexicana, como narra Spota pormenorizadamente en la fiesta realizada en el Hotel Leningrado.
En Leningrado, se produce uno de los acontecimientos más solemnes del viaje del presidente mexicano, cuando suenan “las patéticas notas, lentas y aterradoras, de la Marcha Fúnebre de Chopin” (Spota 150) en el homenaje en el cementerio de Piskarévskoe, fundado en homenaje a los caídos en la Segunda Guerra Mundial. A lo largo del viaje, la prosa de Spota vacila entre frívolas crónicas de sociedad sobre la expedición mexicana y revisiones históricas que muestran el interés letrado del autor y la influencia del conocimiento previo de la historia de los lugares centrales del viaje. Spota reconoce su interés por la historia soviética cuando apunta su mirada al “legendario” Río Neva, donde sigue imponente el crucero Aurora, cuyos cañones habían triunfado en tres revoluciones (la de enero de 1905, la de septiembre de 1917 y la recordada Revolución de Octubre). La prosa del viajero superpone el valor del acontecimiento histórico y santifica el símbolo de la ciudad, que permanece todavía en 1973 como depositario de su valor identitario.
De esta forma, las crónicas de Spota se convierten en un testimonio valioso para comprobar el impacto de la geografía soviética en la identidad de un escritor mexicano que, pese a estar alejado de posturas ideologizadas, valora críticamente los espacios antes pensados y ahora recorridos mostrando al lector la sorpresa de las emociones experimentadas frente al mausoleo de Lenin, en la Plaza Roja, o en los lugares simbólicos de la ciudad de Leningrado. Así, en estos textos, el autor proyecta lecturas previas y se enfrenta a su propia subjetividad ante la geografía narrada, que todavía en 1973 sigue despertando la atracción y la curiosidad del intelectual viajero. Por un lado, las crónicas de Spota revisitan los espacios míticos de los relatos sobre la Unión Soviética, poniendo a prueba las expectativas previas del periodista mexicano. Además, el autor reflexiona sobre temas nucleares en estas crónicas como las condiciones laborales soviéticas, sobre su singular arquitectura, sobre el pensamiento dogmático universitario o sobre el papel de la mujer. Por otro, los textos actualizan el tópico del pueblo Potemkin, que ya en 1973 había modulado su definición con respecto al papel que ejercieron en los años centrales de la Guerra Fría, y recorren también nuevos espacios de narración en torno al turismo, el aperturismo comercial y las relaciones diplomáticas.
El viaje de Luis Spota como texto del corpus del regreso de la URSS, siguiendo la noción de oikos que propone Georges Van Den Abbeele en Travel as metaphor como centro subjetivo y referencial de cualquier viajero, nos señala a un narrador que ha sido atravesado por la experiencia del viaje por la geografía soviética y que ya inevitablemente no es el mismo que había partido de Ciudad de México: “el punto de retorno como repetición del punto de partida es imposible sin que haya una diferencia en esa repetición: el desvío constitutivo del viaje mismo”. (van den Abbeele en Molloy 26)
Referencias bibliográficas
[1] Jorge Mendoza García ha publicado un trabajo reciente sobre los acontecimientos en la revista Polis. En 1971, de nuevo el movimiento estudiantil en Nuevo León salió a la calle a protestar ante la falta de concreción de las promesas de democratización realizadas por el nuevo presidente. Fueron reprimidas con violencia el 10 de junio, jueves de Corpus.
[2] La expresión recuerda la leyenda del episodio del mariscal Grigori Potiomkin, quien, como adelantado de Catalina la Grande, disimuló la edificación de los pueblos de Crimea recién conquistados para la visita de la zarina en 1787. Desde entonces se utiliza la expresión como metáfora del intento de disimular con maquillaje cuestiones que no funcionan del todo bien.