https://doi.org/10.19137/anclajes-2024-2836  


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ARTÍCULOS

Prácticas literarias y nacionalismo: una relectura de la polémica de 1932 en México

Literary Practices and Nationalism: Revisiting Mexican Nationalist 1932 Debate

Práticas literárias e nacionalismo: Uma releitura da polêmica de 1932 no México

Iván Pérez Daniel

Centro de Documentación Patrimonial

Universidad de Talca

Chile

iperez@utalca.cl

ORCID: 0000–0002–8430–7653

Fecha de recepción: 15/03/2023 | Fecha de aceptación: 20/05/2024

Resumen: La polémica nacionalista de 1932 es un episodio clave en la historia de la profesionalización del escritor en México. Hasta ahora, los estudios que centran en los debates de ese año han hecho énfasis en la existencia de dos bandos separados por sus ideas acerca del contenido de la literatura que el nuevo estado posrevolucionario debía promover. Al abrir el espectro y contextualizar la disputa como un reflejo del complejo proceso de formación del estado, puede entenderse el nacionalismo cultural que promueven entre otros Ermilo Abreu Gómez, Héctor Pérez Martínez como producto de las condiciones materiales en las que se produce, circula y se recibe la palabra escrita. Se releen los documentos de la polémica, las cartas, los artículos, y reportajes periodísticos para apreciar cómo las ideas sobre la literatura en México dependen de las limitaciones de la autonomía de los intelectuales que afectan las posibilidades de ver la escritura como una profesión.

Palabras claves: Polémica nacionalista; México 1932; intelectuales; publicaciones periódicas; profesionalización de la literatura.

 

Abstract: The nationalist controversy of 1932 is a key episode in the history of the professionalization of the writer in Mexico. Until now, studies on that year’s debates have emphasized the existence of two sides, separated by their own ideas about the content of the literature that the new post-revolutionary state should promote. By opening the scope and contextualizing the dispute as a result of the complex process of state formation, the cultural nationalism promoted, among others, by Ermilo Abreu Gómez and Héctor Pérez Martínez, can be understood as a product of the material conditions in which the written word is produced, circulated and received. This article rereads and analyzes the documents of the controversy, including letters, articles and journalistic reports, in order to determine how ideas about literature in Mexico depend on the limitations of the autonomy of the intellectual, which hinder thinking of writing as a profession.

Keywords: Nationalist Debate; Mexico 1932; Intellectuals; Newspapers and Magazines; Literature as a Profession

Resumo: A polêmica nacionalista de 1932 é um episódio chave na história da profissionalização do escritor no México. Até agora, os estudos que se centram nos debates desse ano têm enfatizado a existência de dois lados separados pelas suas ideias sobre o conteúdo da literatura que o novo estado pós-revolucionário deveria promover. Ao abrir o espectro e contextualizar a disputa como reflexo do complexo processo de formação do Estado, o nacionalismo cultural promovido entre outros por Ermilo Abreu Gómez, Héctor Pérez Martínez pode ser entendido como um produto das condições materiais em que é produzida, circulada e recebida a palavra escrita. Os documentos da polêmica, as cartas, os artigos e as reportagens jornalísticas são relidos para apreciar como as ideias sobre a literatura no México dependem das limitações da autonomia dos intelectuais que afetam as possibilidades de ver a escrita como uma profissão.

Palavras-chave: Controvérsia nacionalista; México 1932; intelectuais; publicação em jornal; profissionalização da literatura

 “Men do not in general become nationalists from sentiment or sentimentality, atavistic or not, well–based or myth–founded: they become nationalists through genuine, objective, practical necessity, however obscurely recognized”

Ernest Gellner, Thought and change

Introducción

La llamada “polémica nacionalista de 1932” constituye uno de los episodios centrales de la historiografía de la literatura mexicana moderna. La discusión que mantuvieron públicamente, durante varios meses de 1932 y 1933, en diarios y magazines de la capital, algunos de los más conocidos hombres de letras de aquel momento sobre el programa de la literatura nacional y de los deberes del escritor en el México posrevolucionario ha adquirido desde los años sesenta una creciente relevancia en los estudios históricos de la literatura mexicana contemporánea. La querella consistió grosso modo en el enjuiciamiento que ejercieron diversos articulistas, periodistas y escritores (entre otros, Héctor Pérez Martínez, Ermilo Abreu Gómez o Alejandro Núñez Alonso) contra algunos de los poetas y críticos asociados a la revista Contemporáneos –como Salvador Novo, Xavier Villaurrutia, Jaime Torres Bodet, Bernardo Ortiz de Montellano, Jorge Cuesta o José Gorostiza– junto con Alfonso Reyes, por su supuesto desapego a los valores culturales del proyecto nacionalista del régimen surgido luego de la Revolución.

Hasta ahora, la mayoría de los estudios sobre el episodio ha insistido en la existencia de dos bandos bien diferenciados. Fundamentalmente, la crítica ha dedicado una atención limitada a la polémica de 1932, y se ha centrado en una de sus consecuencias más visibles: el requisamiento y el cierre de la revista Examen que dirigía en ese entonces Jorge Cuesta. Por ello, para la mayor parte de los críticos, la polémica explica la disolución del grupo que animó la revista Contemporáneos, cuyos esfuerzos habían significado desde la segunda mitad de la década de 1920 la puesta al día de las letras nacionales. Según este relato, el episodio ejemplifica de manera paradigmática lo que el autoritarismo de un régimen –en vías de construcción– hizo en contra de un grupo de intelectuales que incomodaban por su posición crítica.

Esta narrativa que subraya la persecución de los Contemporáneos a manos de un régimen obcecadamente nacionalista fue configurada desde los años sesenta, sobre todo, por los estudios de Luis Mario Schneider y Miguel Capistrán en 1964[1] –el mismo Capistrán que publicó los primeros documentos privados del episodio en 1967[2]–, los recuerdos de Octavio Paz sobre Villaurrutia y el resto de los Contemporáneos en 1978[3], así como (entre otros textos) las apostillas al episodio añadidas por José Emilio Pacheco en 1981 (48–9). Pero, sin duda, quien más y mejor ha fijado este relato ha sido Guillermo Sheridan, en su extenso estudio sobre el grupo, Los Contemporáneos, ayer de 1985 y dos monografías dedicadas a los sucesos de 1932, una (México en 1932) extensión de la otra (“Entre la casa y la calle…”). Otros autores han seguido mayormente la interpretación de Sheridan[4]. Además, en 2011 Sheridan edita, analiza y comenta los documentos de archivos judiciales, prensa y personales de la consignación de Examen, y sigue particularmente la actuación de su director, Jorge Cuesta. Como se verá, en ese volumen, Sheridan considera un clivaje similar al planteado por él mismo: el Estado revolucionario ejerce la censura sobre la libertad de creación literaria[5].

En este artículo, propongo una interpretación de los documentos de la llamada “polémica nacionalista de 1932” para mostrar que, más que una discusión en torno a un programa ideológico de contenido nacionalista, el episodio refleja un momento crítico de la actividad profesional de los escritores en México, momento marcado por la escasez de público y las transformaciones del mercado de la palabra escrita. Sostengo que el motivo real de la discusión es la posibilidad de una autonomía material de los intelectuales respecto del poder político. La recopilación de cartas y otros documentos de Guillermo Sheridan (México en 1932…) sirve de base para el análisis propuesto aquí porque se trata de la colección más completa sobre el episodio, amén de la que el propio autor publicó después sobre Examen (Malas palabras…). Sheridan “recopila y anota los documentos públicos y privados escritos por los polemistas y sus observadores” (México en 1932…10). Organiza el material por estricto orden cronológico. Además de reunir el material conocido y publicado por otros hasta 1999, Sheridan utilizó cartas y otros inéditos provenientes de archivos privados.

Mi interpretación toma en cuenta las consideraciones recientes en la historiografía del período que analizan la etapa del proceso de formación del Estado en México a comienzos de los años treinta, posterior a la fase de la lucha armada de la Revolución mexicana (Joseph y Nugent, Joseph et al.). Estos planteamientos insisten en que el Estado se encuentra en los albores de la institucionalización y, por lo tanto, cuestionan la imagen común en la historiografía previa de un Estado monolítico con aparatos consolidados de represión, imagen en la que se han apoyado las interpretaciones de la polémica hasta ahora. Aunado a los procesos de institucionalización y de modernización del Estado, mi enfoque privilegia una idea del nacionalismo como el resultado de determinadas condiciones materiales, asociadas a la propagación de la lectura y el alfabetismo, siguiendo a Ernest Gellner (149–77), y al desarrollo de lo que Benedict Anderson ha llamado “el capitalismo impreso” (60–2). Para ambos teóricos, el nacionalismo es una consecuencia de los cambios en la producción y recepción de la palabra escrita. Más aún, Roderic Ai Camp afirma, en su estudio sociológico sobre los intelectuales en México que los escritores se ven impelidos a buscar un puesto en la burocracia estatal para sostenerse económicamente, debido a que sus posibilidades de ejercer su actividad específica se ven reducidas por la elevada tasa de analfabetismo, los costos prohibitivos del papel, la distribución poco eficaz de los libros y otros factores que contribuyen a su “inseguridad financiera” (76–7).

Otro elemento fundamental en la interpretación que ofrezco es la importancia que tuvo el proceso de modernización de la esfera pública, tal como la explica Julio Ramos para hablar del cambio de siglo en América Latina. Según Ramos, cuyo marco teórico surge de los planteamientos de Max Weber y Peter Bürger, dicho proceso implica tanto una separación de los saberes (una “división del trabajo intelectual”) como la autonomización de la institución literaria de la esfera política (62–71), lo que incide directamente en los discursos y en la especialización de los profesionales de la palabra[6]. Trabajo con la hipótesis de que ese proceso vive una nueva etapa en el México de comienzos de los años treinta. La coincidencia de ambos procesos (tanto la modernización de la esfera pública como la incipiente formación del Estado y su institucionalización a finales de la década de 1920 y comienzos de la de 1930) explican, desde mi óptica, el surgimiento y las dimensiones de la polémica.

Desde luego que el cierre de Examen puede ser visto como uno de los primeros actos de censura del nuevo aparato burocrático del Estado posrevolucionario. Sin embargo, mi análisis intenta traer al primer plano diversos matices que añaden complejidad al estudio de la querella de 1932 en su conjunto. Más que enfatizar la existencia de dos bandos, como se ha hecho hasta ahora, lo que pretendo es mostrar que la división entre “nacionalistas” y “universalistas” resulta, en muchos sentidos, menos ideológica y más bien retórica. Entiendo que la división no consiste tanto en sus ideas sobre la labor literaria en sí, o sus ideas sobre la relación del intelectual con el Estado, sino más bien que sus diferencias aparentan ser muy profundas únicamente en el plano del discurso. Ambos bandos, en cambio, comparten características en común, en la medida en que ambos bandos están compuestos por intelectuales, cuyas prácticas escriturales están determinadas por las exigencias impuestas por los procesos arriba mencionados. Las limitaciones materiales de los escritores mexicanos a comienzos de la década de 1930 afectan directamente la tarea de los escritores, y les impide vivir de su profesión dada la escasez de público lector. Tales estrecheces determinan el lugar social de la literatura.

En lo que sigue, me centro en tres factores clave que hasta ahora no han sido lo suficientemente sopesados por quienes se han ocupado de la polémica: 1) la separación de los discursos producida por la división del trabajo de los hombres de letras entre los publicistas/periodistas y literatos[7]; 2) la escasez de público, la debilidad de un mercado para la circulación tanto del libro como de la palabra escrita, lo que determina las respuestas de los hombres de letras ante el problema de su autonomía; y 3) la diferenciación evidente que hay entre lo que los intelectuales discuten en público (en la prensa) y lo que se comunica en privado (sobre todo en cartas). Si, como afirma Sánchez–Prado, de la discusión de 1932 se adopta un modelo determinado de intelectual, centrado en la ética y en una autonomía tanto del poder político como de los medios económicos de producción, es necesario mirar más de cerca para percibir los obstáculos materiales con que se topó ese ideal (“Claiming liberalism… 50–1).

La diferenciación en el análisis entre lo que se dijo en público y lo que no resulta fundamental para observar el grado de conformidad de los debatientes con el discurso oficial. Además, permite apreciar en la práctica la manera en que los intelectuales ejercen la “crítica racional” e inscriben sus discursos en el marco de la “cultura del discurso crítico” descrita por Alvin Gouldner (1–8)[8]. Es necesaria la relectura de los textos para restituir su carácter público o privado dado que, desde las primeras recopilaciones de Capistrán y Schneider hasta la última de Sheridan, se ha obviado el carácter heterogéneo de los textos de la polémica: notas periodísticas, artículos de opinión publicados en la prensa, ensayos, cartas, dedicatorias, entradas de diario, etc. De hecho, en la lectura que ofrece Sheridan de los documentos coleccionados por él mismo en el volumen publicado en 1999 se produce un efecto de aplanamiento que lleva a olvidar lo que fue dicho en principio en público, en el periódico, para alimentar, en su momento, la discusión y lo que fue dicho en privado, en una carta o en un diario como desahogo o como confesión. Como se verá, las diferencias entre uno y otro espacio resultan reveladoras.

Entre periodismo y literatura: profesiones en disputa

La distancia entre la práctica literaria y el periodismo queda marcada desde un comienzo. Es sintomático que la polémica haya surgido precisamente del ingenio de un escritor en funciones periodísticas. Al mirar el habitual despliegue editorial del Ilustrado durante ese año, propongo que cuando Alejandro Núñez Alonso[9] lanza en el número del 17 de marzo de 1932 la pregunta “¿Está en crisis la generación de vanguardia?” lo hace con la intención abierta de llamar la atención del público lector del número 775 del Ilustrado, suplemento cultural de El Universal, el magazine[10] donde aparecen los primeros textos de la discusión. Es decir, lo mueve un puro afán comercial como ya se evidencia en el título con que encabeza la nota: “Una encuesta sensacional” (Sheridan, México en 1932… 111)[11]. El objetivo no consiste en plantear una pregunta que de forma genuina busque la verdad, sino causar en efecto “sensación” en el lector o simplemente entretenerlo. El dispositivo del magazine[12] y la lógica comercial del diario obligan a privilegiar el matiz escandaloso: “Por primera vez en México, el Ilustrado aborda en esta encuesta un tema de tan alto interés literario”[13]. Algo análogo ocurre con la denuncia contra Examen; Sheridan analiza la posición política del periodista y el lugar dentro del periódico como aspectos determinantes del afán de llamar la atención y dirigir la recepción del público (Malas palabras… 109–11).

La apelación al “público” explica la vehemencia del tono y sirve para suplir la falta de contenido estrictamente “literario” en el tema sometido a la encuesta. De igual forma, el encuestador se asume como el portavoz de una colectividad:

Y la gente, el público literario, los adultos, los viejos o los inconformes con los jóvenes, murmuran de los vanguardistas, ponen en duda su autenticidad, su mérito, su valer: ‘No han hecho nada’, se dice insistentemente. ‘De Ulises y Contemporáneos sólo queda el recuerdo, pero nada más’. (111–2)

La continuación de la encuesta en su segunda entrega confirma los objetivos de Núñez Alonso: el de generar escándalo y el comercial: “Como era de esperarse, la encuesta que iniciamos hace dos semanas con este mismo título causó en los círculos literarios una gran sensación. […] Este éxito periodístico del Ilustrado […]” (131).

Lo más importante, sin embargo, es que la intervención de Núñez Alonso marca los límites en los que se desarrollará la discusión. En sus palabras se nota una clara diferencia entre su condición de periodista y aquellos que son el objeto de su escrutinio, a quienes se refiere como “los jóvenes escritores de vanguardia” o incluso –y no por casualidad– como “los jóvenes intelectuales” dándoles el estatus social de que gozaba quien se dedicaba, ya por esos años, a la profesión literaria. Queda clara, desde el principio, la división del trabajo que se había empezado a gestar entre los profesionales de la palabra desde finales del siglo anterior (Ramos 58–81). Además, en el despliegue de la página se colocaba a los escritores en el mismo nivel de las celebridades del cine, reproduciendo incluso sus retratos fotográficos.

La otra dimensión que el planteamiento de Núñez Alonso pone de relieve es la existencia de dos ámbitos en los que se desarrolla la discusión: uno necesariamente público, del que la encuesta del diario es el testimonio; y otro, a medio camino entre la apertura de la luz pública y el totalmente privado, constituido por el territorio de la murmuración. La encuesta habría servido, según él, para verbalizar y traer a la luz pública las rencillas y diferencias que sólo tenían expresión en ese terreno ambivalente del rumor. Escribe Núñez Alonso: “La encuesta, por cierto, además de suscitar un vivo interés, ha irritado susceptibilidades. Y los comentarios verbales que se han hecho al margen de las opiniones emitidas han sido todavía más precisos y a veces más agrios que aquéllas” (131).

La diferencia entre ambos espacios es fundamental porque permite observar que, debajo de las discrepancias mantenidas en público, hay una comunidad de intereses que comparten los debatientes, basada en las aspiraciones compartidas por ejercer de manera autónoma su actividad literaria. La coincidencia que subyace a la discusión revela una especie de cohesión entre ellos como “intelectuales” –como clase social, o “nueva clase” según Gouldner– y los aglutina además frente a la interpelación del Estado, que precisa de ellos para incorporarlos a su proyecto de nacionalismo cultural. La coincidencia de intereses de clase entre los escritores sólo es visible a través del análisis de ese “discurso oculto” (o “hidden transcripts”) –según el término acuñado por James C. Scott–, que se percibe en las cartas o las anotaciones de un diario personal[14].

Vale la pena detenerse en la reacción de uno de los escritores, José Gorostiza, frente a las hábiles maniobras de uno de los periodistas, Febronio Ortega[15], para ganar la noticia. El breve intercambio muestra las consecuencias de la separación de los saberes asociados a la producción de la palabra escrita mientras muestra que la polémica no gira solamente en torno al nacionalismo cultural en la literatura sino que, explícitamente, se discute sobre la especialización pertinente de la profesión literaria en sí misma. Ortega publica un texto (como respuesta a la encuesta de Núñez Alonso, en un magazine distinto, Revista de Revistas del Excélsior) en el que rememora una conversación que había sostenido meses atrás con José Gorostiza. La entrevista abunda en críticas a sus compañeros de generación. Aparentemente, estas críticas no fueron bien recibidas, lo que obligó a Gorostiza a enviar una carta abierta, publicada en el Ilustrado, no a Ortega sino al promotor inicial de la encuesta, Núñez Alonso:

[3 de abril de 1932] Querido Núñez Alonso: Hacia fines del año pasado, Febronio Ortega me hizo una entrevista que acaba de publicar por entregas (sábado 26 de marzo y 2 del actual) y que según convenimos entre nosotros debió mostrarme con anterioridad a su publicación, con el objeto de que yo mismo corrigiera aquellos puntos donde, por no ser él especialista, hubiera error o confusión (143).

La molestia de Gorostiza ejemplifica muy bien la separación entre las dos profesiones: la literatura y el periodismo son ya, desde hacía varias décadas, dos ramas del trabajo intelectual lo suficientemente especializadas para que sus practicantes las defiendan de las intromisiones de los otros.

Febronio Ortega, bajo el seudónimo de Pablo Leredo, contesta en Revista de Revistas, en un artículo fechado por Sheridan el 17 de abril. Para Ortega, Gorostiza es, ante todo, poeta, y él se asume orgulloso defensor y conocedor de su oficio:

Antes de haberse batido en una lucha que durante mucho tiempo deseó secretamente, el poeta José Gorostiza se retira. Cobardía de las ideas, la más reprobable de todas. […] José Gorostiza ha desautorizado la entrevista que aquí le publiqué por entregas […]. Esta desautorización podía servir para abrir un debate sobre los derechos y obligaciones del entrevistador pero ¿podríamos conservar un tono sereno en las discusiones? (167 subrayado mío)

El periodista defiende las reglas de su oficio. El episodio entre Gorostiza y Ortega también es una muestra de la existencia de ese espacio ambiguo, a medio camino entre la privacidad y la tribuna del periódico. Gorostiza decide no continuar con la serie de desmentidos en la prensa y prefiere la carta privada, fechada el mismo domingo 17 de abril de 1932, para aclarar el asunto únicamente con Ortega. El tono de la carta, un reproche del poeta por sentir que su amistad ha sido traicionada, señala la facilidad con que se traspasa el límite entre lo público y lo privado. El poeta acusa al periodista de haberlo engañado y de faltar a su palabra de enviarle la entrevista para revisarla antes de la publicación, y lo acusa de haberlo hecho con el único propósito de generar más “escándalo”, es decir, de preferir el lucro que ofrece la versión falseada a la de la verdad:

Usted fue quien descubrió con su peculiar olfato periodístico que, falseando el asunto, podía asumir aspectos sensacionales… y lo falseó usted. Eso es todo. […] Sencillamente no le convenía a usted verme porque, suprimido el escándalo, la entrevista no hubiera podido multiplicarse en los bolsillos de su chaleco parisién. (171)

Como parte de su estrategia periodística, Ortega juega en sus notas con la idea de que tiene acceso a la intimidad de los escritores, echando mano del límite ambiguo entre lo público y lo privado, como se ve en estas palabras de Ortega con las que introduce una entrevista con Villaurrutia, palabras que también señalan la conciencia de la especialización del oficio de periodista y de la distancia que tiene éste respecto del de literato:

En ese impersonal ambiente de oficina nos reunimos a conversar, sin premeditación. Es decir, esta charla pudo no haberse convertido en entrevista, como sucede, sino simplemente enriquecer mis conocimientos, ampliar mis puntos de vista. Bien dice Bernard Grasset que el escritor, el periodista, toman su bien en donde lo encuentran. Como ya esta conversación pasa al público, debo declarar que la mejor parte, la más valiosa, corresponde íntegramente a Villaurrutia. A penas si a mí me tocó sugerir los temas. (152–53)

Cuando equipara las dos profesiones, Ortega deja clara su separación, la que, por otro lado, no sucedía sin tensión ni recelo mutuo.

Es claro que el interés comercial es lo que está detrás de la insistencia con que los periodistas fomentan la intriga para prolongar, con ello, la polémica. Uno de sus objetivos parece, desde el comienzo, el de ganar lectores, lo que introduce así un tema que también interesaba a los escritores: el público, o mejor dicho, su ausencia. Si Núñez Alonso, como vimos, celebraba el “éxito periodístico de la polémica”, Ortega, que escribe para el magazine de la competencia reconoce indirectamente ese éxito al introducir así su ya citada entrevista con Gorostiza (aparecida el 27 de marzo en el n.º 1141 de Revista de Revistas): “Unas declaraciones recientes, que por azar leí en una revista de escasa circulación, me incitaron a recoger, en el fondo de uno de mis cartapacios, los apuntes de una entrevista [con] José Gorostiza […]” (126 subrayado mío) .

El alto grado de conciencia del propio oficio de los redactores y periodistas hace que los diarios y los magazines (el Ilustrado y El Gráfico que pertenecían a El Universal, y Revista de Revistas que pertenecía a Excélsior, y luego el oficialista El Nacional) alienten la discusión, amplificando las respuestas, y sobre todo propiciando réplicas y contrarréplicas. La respuesta de Núñez Alonso a Ortega evidencia que el fondo de la discusión –el nacionalismo o la tarea de los intelectuales– pasa a segundo plano en comparación con el artificial interés noticioso de la cuestión:

Este éxito periodístico del Ilustrado [la encuesta], un amable colega de mínima circulación ha querido adjudicárselo en provecho suyo. Y el redactor ignora que desde el jueves día 17 al sábado día 26 han pasado nueve días, por la ley fatal de Cronos. Así, llegando tarde, quiere anticiparse ingenuamente al Ilustrado y pretende ‘suscitar una controversia’ nueve días después de suscitada por nosotros. Y es curioso. Para ello el redactor ha echado mano de una entrevista que el señor Gorostiza le había concedido hace cosa de tres meses. (131–32)

La competencia por tener mayor o menor circulación llevará a prolongar la discusión y a pedir artículos especiales a los contendientes. Incluso, se produce el caso de que uno de los articulistas más constantes, como Jorge Cuesta, publique sus textos en los dos periódicos que compiten: primero en El Universal y luego en Revista de Revistas de Excélsior. Puede suponerse que el traslado de uno al otro se hace a cambio de un beneficio económico. El primer texto del veracruzano es antecedido por este sugerente encabezado, en el que el periódico explota comercialmente el prestigio del escritor y lo convierte en un reclamo publicitario: “Jorge Cuesta ha escrito este artículo especial para la encuesta del Ilustrado. Inteligentemente estudia el porqué de la crisis de la generación de vanguardia” (162). Cuando Cuesta publica en Revista de Revistas (n.º 1152, 12 de junio de 1932) un encendido artículo (titulado “El vanguardismo y el antivanguardismo”) en el que discute la posibilidad de un americanismo, y por tanto de un nacionalismo que traspase las fronteras mentales románticas impuestas desde Europa, se refiere a un texto de Abreu publicado en el Ilustrado (“¿Existe una crisis en nuestra literatura de vanguardia?”, n.º 781, 28 de abril de 1932). Según Sheridan, los editores añaden esta frase en mitad de la argumentación de Cuesta: “en una revista de escasa circulación” (251). La provocación confirma la competencia entre ambos periódicos.

La disputa entre periodistas y escritores tiene que ver con la disputa por la capacidad de cada grupo por conectar con el público[16]. Por ello, el periódico como medio de circulación de la palabra opuesto a los libros es central para el concepto de nacionalismo como “comunidad imaginada” de Anderson. El “capitalismo impreso” es lo que permite a los lectores imaginarse como parte de una comunidad más grande (Anderson 62). La distinción entre las profesiones está en el trasfondo de la discusión sobre la “utilidad” de la literatura. La disputa por el mercado de los lectores no sólo se refleja en las estrategias comerciales de los magazines[17], sino que es una preocupación central para la labor de los escritores. La discusión sobre el programa de la literatura nacional se deriva en gran parte de la situación de dependencia de los escritores, en diferentes medidas y escalas, de la financiación del Estado, bien sea con empleos en la burocracia, en la diplomacia, o con el financiamiento de publicaciones a cuenta del presupuesto de alguna secretaría.

Autores en busca de público: el mercado y la autonomía del intelectual

La cuestión del público es un punto sensible para los literatos puesto que se trata de la fuente del único prestigio que consideran válido. Empleos en la diplomacia y el periodismo son las variantes que los modernistas encontraron, en su momento, ante lo raquítico del mercado editorial en América Latina al cambiar el siglo (Altamirano 10–1). En México, durante los primeros años de gobiernos revolucionarios la situación no había cambiado tanto. En la pelea por la autonomía, las experiencias de Alfonso Reyes no difieren mucho de las de Contemporáneos, y tampoco de las de los “nacionalistas”. Es el trabajo en la oficina, en la estructura burocrática del Estado en formación donde los escritores se ganan el sueldo. La diferencia radica quizá en que algunos trabajan en un sector de la burocracia más cercano a la actividad creativa. Se trata, al fin y al cabo, de burocracia rutinaria, como relata el poeta y editor de Contemporáneos, Bernardo Ortiz de Montellano, en una carta del 20 de abril de 1932 al también poeta Jaime Torres Bodet:

Otro regreso, al trabajo sin amigos, sin cordialidad. [La Secretaría de] Relaciones [Exteriores], como comprenderás, ha cambiado mucho. Tengo en el departamento de publicidad un modesto puesto de jefe de publicaciones –menos que jefe de sección–, ninguna clase, ni la menor ayuda de nuestra Secretaria de Educación, ahora en manos de colaboradores de Contemporáneos –Samuel Ramos, José Gorostiza, Xavier Villaurrutia, Novo, etc.– . (172)

Incluso Guillermo Jiménez, director de la revista El Libro y el Pueblo –financiada por la Secretaría de Educación Pública–, ve su propio trabajo con amargura, tal como le cuenta a Reyes en carta del 12 de mayo de 1932: “Con toda intención no había querido escribirle porque mis cartas serían como un alarido roto, un sos desde este océano de mediocridad en que vivo […]. ¡Qué le vamos a hacer! Esta franciscana pobreza mía y este grillete que me tiene atado a las abominables oficinas públicas me veda toda facilidad” (218–19).

La oficina es el lugar a donde transcurren las horas más productivas del día. La imagen del escritor profesional en funciones burocráticas es ya una especie de cliché para 1932, como lo muestra esta descripción que hace el periodista Ortega de algunos de los Contemporáneos:

Villaurrutia posee, en el rincón de una oficina, un escritorio. Otros también, Carlos Pellicer, José Gorostiza, Salvador Novo, Jorge Cuesta. Es un principio gubernativo el dotar a cada empleado de mesa o máquina de escribir, de algo que dé cierta apariencia de actividad. Así que Xavier Villaurrutia dispone de un escritorio amarillo, colocado de tal manera que todo lo que penetra a la oficina tiene que pasar ante su mirada. (151)

El escritorio en la oficina de gobierno no es el lugar donde el poeta crea, sino donde gana dinero para vivir, a falta de público. Gracias al mecenazgo de algunos funcionarios aficionados a las artes –o intelectuales ellos mismos–, como Gerardo Estrada o Eduardo Villaseñor, el escritor puede seguir publicando sus propias obras y revistas[18]. Aun así, no hay todavía un programa del Estado para sostener la actividad literaria. Mucho menos existe un mercado para las obras literarias que permita al autor independizarse de tales ayudas.

Pero sería un error pensar que la ausencia del público como limitante de la autonomía la padecen exclusivamente los escritores “universalistas”. Un ejemplo paradigmático de un escritor que ve frustrada su carrera por no poder vivir de lo que escribe es, no por azar, el mismo Héctor Pérez Martínez, uno de los instigadores de la polémica, quien encarna al hombre de letras que debe buscar alternativas en la política y el periodismo. Como apunta Sheridan, Pérez Martínez representa “como nadie en la historia de la inteligencia orgánica mexicana, la perfecta simbiosis entre la disponibilidad nacionalista y el usufructo del poder político” (México en 1932… 73)[19]. Se hace necesario contextualizar las razones que llevan a Pérez Martínez a esa “disponibilidad” para entregarse profesionalmente a la política.

En una carta a Alfonso Reyes, él mismo se encarga de exponer su situación cuando quiere justificar su beligerancia contra los Contemporáneos y contra Reyes. Lo que le molesta en el fondo es que “ellos se han dedicado exclusivamente al arte no sintiendo ni la fuerza ni la necesidad ni las consecuencias de la Revolución” (354). Es llamativo que Pérez Martínez perciba a los Contemporáneos como escritores totalmente dedicados a la tarea literaria, sin vínculo con la tarea política, a pesar de trabajar en las estructuras burocráticas del Estado. Sin duda, como en el caso de los modernistas, existe un vínculo entre la posibilidad de asumirse como escritores, poetas y su –así llamado– “artepurismo”[20]. Ese profesionalismo es también lo que Pérez Martínez, personalmente, les reclama y les envidia dada su propia imposibilidad de alcanzar tal “bienestar”. Echa en cara al grupo de la revista Contemporáneos, en concreto, que ellos sí tengan acceso a un medio de difusión específicamente literario, pagado –así sea indirectamente– por el Estado, para difundir sus ideas, “adueñados, por una sostenida protección oficial, del juicio en materia de arte y poseídos de una posición burocrática que les permite mantener siempre un órgano de publicidad” (354)[21]. Este reclamo sorprende, sobre todo, porque proviene de un articulista a sueldo del periódico del oficialismo, como muestra Reyes en su respuesta, “A vuelta de correo”[22]. En el fondo, Pérez Martínez manifiesta la urgencia de vivir de su vocación y dejar de vender su pluma al periódico del Partido Nacional Revolucionario (PNR).

Las confesiones de Pérez Martínez, no por azar, se vierten en una comunicación privada y puede sincerarse frente al viejo maestro de una forma que no podía ser pública, lo que revela un nivel de autocensura por estar atado al órgano de difusión estatal: “Forzado a una tarea periodística [en El Nacional] y forzado a escribir sobre temas que me repugnan, yo mismo no quedo nunca conforme ni de aquello en que he puesto mi cariño, ¡y hay tanta cosa vacía y sin sentido sobre la que he tenido la necesidad de decir cuatro barbaridades!” (353). El abierto rechazo a su condición de publicista asalariado solamente es posible e imaginable en el ámbito de la comunicación privada con Reyes, en otra muestra de cómo funciona el discurso oculto que busca resistir los apremios del discurso ideológico del naciente Estado. Se diría que Pérez Martínez, más allá de sus convicciones políticas, se ve obligado por las circunstancias a abrazar el “nacionalismo” o, si se quiere, a abrazar una especialización en el campo intelectual como publicista, como articulista a sueldo del oficialismo y, más tarde, la política profesional[23], tal como confiesa en la carta a Reyes:

¿Qué hacer? ¿Acaso no es trágica nuestra situación? Para mí ha sido todo lo crítica que usted puede imaginar. He oscilado afiliándome a corrientes abstraccionistas y frecuentando medios sociales –políticos–, estudiando todo a la vez y leyendo como un desesperado; rindiendo jornadas que pasan, casi siempre, de más de catorce horas. Un remedio hubiera sido salir de México. Pude pedirle a Genaro [Estrada] que me enviara fuera, adjunto a una de esas fantásticas comisiones en que es holgado el presupuesto. Me acobardé. No sé pedir. Y temí mi salida como una fuga desvergonzada.  (354)

Se ve aquí repetida la imagen del hombre de letras superado por las horas de oficina, por los trabajos extraliterarios. Y tampoco la diplomacia, si bien estaba a su alcance, era para él un camino válido por razones políticas. Pérez Martínez habla aquí en nombre de su generación, pero la angustia de sus palabras –aunque retórica– puede expresar la estrechez de quienes deseaban dedicarse “exclusivamente al arte”. Esa sensación de desaliento se percibe en las palabras que Ermilo Abreu Gómez, también prominente defensor del nacionalismo, escribe a Reyes en una carta fechada el 24 de agosto de 1932:

No puedo escribirle con el orden que quisiera. Trunco así, un poco, mis manías encaminadas a reducir todo a sistema. Estoy fatigado. Por una parte el continuo ejercicio a que me obliga el cosmos de Sor Juana (el libro en sí, los apéndices, la edición crítica); por otra parte la violencia de la polémica sostenida con ocasión de la vanguardia; la gaceta de letras que redacto y otros menesteres de índole parecida, amén del diario empeño gastado en los trabajos de oficina. Todo contribuye a quebrar un tanto mi aliento. (362)

Es el carácter privado de la comunicación lo que permite tanto a Pérez Martínez como a Abreu Gómez sincerarse sobre la dificultad de mantener su vocación literaria ante las condiciones de precariedad en que vive el escritor sin lectores, sometido por “los trabajos de oficina”. La vehemencia que los “nacionalistas” muestran en la discusión pública parece originarse en parte en la frustración producida por no poder dedicarse de tiempo completo a la labor intelectual. Se puede decir que la polémica se produce también, en buena medida, por la precariedad del mercado literario y por la excesiva dependencia del intelectual del mecenazgo del Estado. En el caso de Pérez Martínez, se observa la disyuntiva clara entre la carrera literaria (inalcanzable, entre otras cosas por la falta de público, y desde luego –imposible descartarlo– por la falta de talento) y la especialización como periodista primero y luego como político.

El debate sobre la literatura útil

A comienzos de los años treinta en México la división del trabajo intelectual, que tiende a aislar la profesión literaria, hará más vulnerables a los escritores a la hora de querer defender la “utilidad” de su trabajo a los ojos del Estado como “empleador” (Sheridan, México en 1932… 61). La necesidad de autonomía de los intelectuales –que en el caso de la literatura latinoamericana Julio Ramos percibe como “ineluctable”[24]– hace pensar que lo verdaderamente importante, más allá de discutir sobre el cariz nacionalista que debe tener la producción literaria, es resolver la cuestión de la utilidad de la literatura en una sociedad que se moderniza y cuya vida política se institucionaliza aceleradamente. La polémica nacionalista deriva, en ese sentido, del afán por situar a la literatura dentro del proyecto modernizador del incipiente Estado posrevolucionario.

Si hay algo que caracteriza las agresivas intervenciones públicas de Héctor Pérez Martínez es la exigencia de una “literatura útil”. Para alguien que ha elegido el periodismo como profesión, se vuelve más evidente juzgar qué de lo que se escribe es más útil en función de la coyuntura política. Pronto la reivindicación de la utilidad como atributo de la literatura da paso a los argumentos más antiintelectualistas de la discusión. Pérez Martínez había calificado a Monterrey (antes de mantener correspondencia privada con don Alfonso), la revista unipersonal que Reyes produce por esos años desde sus misiones diplomáticas, de “gaceta inútil” por sus “notas sobre Góngora, charadas bibliográficas, la eterna discusión de las aclaraciones al Cementerio marino de Valéry” que “ no agregan a lo nuestro ni siquiera una intención guiadora”; Reyes es por ello un intelectual disperso y erudito, “editor de todos –absolutamente todos– sus pensamientos, que no constituyen, en su mayoría, una invitación a seguirlo por su laberíntica multiplicidad” (213–14). Los ataques de Pérez Martínez no son, en efecto, sino puyas retóricas para llamar la atención del “maestro” y obligarlo a pronunciarse sobre la cuestión. Pero dado que su intervención revela que existe una urgencia por encontrar una utilidad a la literatura, señala también otro de los límites a los que se enfrentaron los escritores de esos años.

El apremio con que se le busca una función a lo estético dentro del contexto de una sociedad en proceso de modernización explicaría, en parte, la irrupción del nacionalismo como argumento, en la medida en que se percibía que lo específicamente literario carecía de una función para el proyecto social y político en marcha, función que resultaba evidente para otras artes, como la pintura, la música o incluso, el cine[25]. Unir lo literario al proyecto nacionalista del Estado aseguraría al escritor un lugar de privilegio en el espectro de lo público a partir de la división del trabajo de los hombres de letras. En este sentido dice Hernán Rosales,[26] uno de los publicistas de El Universal, en un artículo publicado el 7 de mayo de 1932:

La cultura humana, en lo que corresponde a la obra literaria, se hace con ideas medulares, el estudio profundo de las cosas y una interpretación sincera del ambiente. Toda época tiene su literatura, como cada literatura tiene su enseñanza, y los intelectuales jóvenes que entre nosotros se llaman vanguardistas, no han sabido darse cuenta ni mucho menos meditado, de las grandes necesidades culturales del México de hoy. Todo mundo sabe que México ha entrado a una nueva era de vida, de acuerdo con las poderosas inquietudes que agitan el mundo; y en materia de arte, sólo se han sumado a estas inquietudes la pintura y la música (211).

A esta idea adhiere Ermilo Abreu Gómez, también en El Universal en un artículo del 29 de mayo de aquel año, y dice a propósito de la función pedagógica del discurso literario: “De la literatura de un país parte la conciencia orgánica de un pueblo. Y viceversa, sin pulsar el sueño y la inquietud y el dolor y la alegría de un pueblo, no puede intentarse la definición de ninguna literatura. El pueblo aporta la materia: la literatura le imprime su dibujo” (232–33). Los escritores, continúa Abreu “no queremos sino facilitar la vía de la expresión de los hombres de buena voluntad” (233). La literatura debe dar forma a lo que naturalmente emana del pueblo. Es claro que al limitar lo literario a una misión pedagógica, de concientización de las masas, se diluye lo específicamente estético de la literatura. Apelar a una “utilidad de lo literario” anula las diferencias entre el discurso literario y las otras formas de comunicación presentes en la sociedad. El mismo Abreu se dirige a esta conclusión, al calor de su discusión personal con Cuesta; sugiere que incluso se puede prescindir de la “calidad” en lo que se escribe y publica como literatura: “La medida de la categoría de una literatura, no debemos medirla –usted no debe medirla [le dice a Cuesta]– por sólo su calidad. Es necesario que atendamos su espíritu, su concurrencia con el ideal de la nación en que se desarrolla” (339). La respuesta de Cuesta (aparecida en Examen, el 20 de noviembre de 1932) es significativa porque se dirige a hacer patente el deslinde entre el discurso propiamente literario de las urgencias del periodismo. Para Cuesta, la literatura no tiene que ser “popular”, es decir comprendida por “el vulgo”, puesto que no es urgente que sea “útil”: “El vulgo solamente comprende lo que le está inmediato y que le es favorable, no lo distante y que lo lastima. Su arte, su ciencia, su historia, son política; se deben a su visión y a su satisfacción de ‘aquí y ahora’. Su enciclopedia es el periódico, resumen de la vulgaridad, cuya función no es otra que poner al alcance de todos, de la mediocre conciencia de cualquiera, cuanto se piensa y cuanto ocurre que pueda impresionar esta conciencia” (431). El gran público no es el receptor al que debe dirigirse el escritor; el público masivo pertenece, pues, al periodismo. Sheridan, al citar este mismo fragmento, añade que Cuesta rechaza también la función pedagógica de la literatura, y con mayor razón el interés por el proyecto educativo del gobierno posrevolucionario (Malas palabras… 20–3)[27].

Parece claro que “la polémica de 1932” tiene mucho más que ver con el deseo que tienen los “letrados” (con la carga que da al término Ángel Rama) por encontrar un lugar para su propio oficio en el mapa de la esfera pública emergente en esos primeros años de la posrevolución. Como ha señalado Ramos, esta inquietud se perfila ya desde que el escritor, el cronista decimonónico, pelea su lugar en el espacio del periódico.[28] Las limitaciones impuestas por la propia falta de autonomía son las que disparan la obsesiva búsqueda por insertarse en el contexto del nuevo régimen político. El mismo Abreu intuye que se halla en un callejón sin salida, puesto que sabe que ninguna variante de programa estético será verdaderamente legítimo sin público. De ahí que la cuestión de la falta de lectores aparezca de nuevo, en el artículo en el que interpela a Jorge Cuesta, aparecido en el Ilustrado el 4 de agosto:

La literatura de índole preciosista no tiene sino la indiferencia, no tiene sino el menosprecio de la sociedad. Bien sabe usted cuántos ejemplares –tres o cuatro y no hablo con exageración– son los que en total se venden de cada revista de esta especie. Y no entienda usted que las obras de calidad no tienen público. No se engañe. Las obras buenas –de validez técnica y entereza moral, de concurrencia espiritual– sí tienen público. Sobre todo deben tenerlo. Debemos procurar que lo tengan. (340)

Si Abreu parece al principio convencido de que lo que aleja al público es el “preciosismo” de lo escrito, y que la literatura “buena” –la útil, se entiende– sí tiene audiencia, las dos frases finales revelan más bien su inseguridad al respecto. Es evidente que Abreu intuye que su propia labor literaria, aunque él mismo la considere más útil que la “de índole preciosista”, difícilmente encontrará público, lo que explica que lance la exhortación a sus adversarios de “procurar” lectores.

De otra forma, alguien como Héctor Pérez Martínez, podría haberse dedicado a su vocación literaria, y alejarse del periodismo o la burocracia, empleos que parecían no satisfacerle. En lo privado al menos, parece comulgar intelectualmente con la estética enarbolada por los Contemporáneos, con lo que devela que esa era la tradición literaria de mayor prestigio y de la que le hubiera gustado participar. Le cuenta a Alfonso Reyes, en carta fechada el 16 de agosto de 1932: “Por este correo va un ejemplar de mi libro Imagen de nadie, acabado de imprimir y condenado, de antemano, al silencio. Creo en sus muchos defectos: tono lírico, documento estrictamente personal y quizás alejado, en sensibilidad, de aquel nacionalismo que fuera mi ideal” (353; subrayado mío). En lo íntimo, Pérez Martínez –el escritor– expone sintomáticamente en pasado acerca de su adscripción al nacionalismo, como si su conversación privada con Reyes lo hubiera alejado de su convicción política. Además, se aleja del paradigma de la literatura útil y se acerca a la de los Contemporáneos como se lo demuestra Reyes cuando le agradece el envío del libro, en una carta fechada el 25 de septiembre de 1932:

Como quien sorbe bocanadas de aire fresco, leo su Imagen de nadie […]. Y vea lo que me ocurre: comienzo por encontrar un epígrafe de Apollinaire. Leo, y hallo un estilo de realidades transformadas, arrebatadas a la tierra sobre el pegaso de las palabras, una constante creación poética verbal (¡y a usted le llama matador de los culteranos un editorial de El Nacional, y a mí que soy viejo detective de estas cosas usted no me engaña: su libro cae dentro de esa zona estética en que también caen lo culterano, lo gongorino, lo mallarmeano, lo… “contemporáneo”!). (414)

Como bien intuye Reyes, dada la aspiración de Pérez Martínez a cultivar una literatura de corte “esteticista”, una escritura del “estilo” de los Contemporáneos, las diferencias no son, en el fondo, estéticas. Y aunque Reyes supone que se trata de una cuestión de antipatías personales, el problema parece ser la falta de mercado, y las dificultades para encontrar una audiencia. Pérez Martínez cuenta a Reyes las penurias editoriales de su libro, las que subrayan la fragilidad del sistema editorial en México:

Condenado al silencio, he dicho, y así rogado se le reciba. Genaro Estrada se llevó a España los originales y después me escribió diciéndome que probablemente los editaría Olarra con un prólogo del mismo Pero Galín; esto cuando ya mi edición –estas ediciones que apostólicamente hacemos en México– estaba terminándose. Genaro había hecho determinados compromisos en España que dejaban imposibilitada mi edición. Me constituí entonces en jurado del libro y dicté sentencia: a la guillotina. Asistí al suplicio salvando a lo último –esa paternidad sentimental– cincuenta ejemplares. (353)

        

A pesar de la grandilocuencia del relato, Pérez Martínez se ve a sí mismo como un autor empujado a autopublicarse, esto es a la elaboración artesanal de su libro. En eso coincide con Alfonso Reyes quien publica y hace circular tanto su revista unipersonal Monterrey como su ensayo “A vuelta de correo” entre sus amigos, que constituyen una audiencia selecta y que le asegura el total control y la absoluta libertad para su escritura[29]. Pérez Martínez se encuentra luego con la imposibilidad de publicar en España, por lo que recurre a la autocensura.

En México en 1932 lo que está en disputa no son tanto programas ideológicos sino “órganos de difusión”. No sería descabellado plantear que, a partir de este episodio, el Estado mexicano se haya esforzado, más tarde, por instaurar una industria editorial propia y fomentar un mercado nacional interno del libro para así facilitar la incorporación de una mayor cantidad de intelectuales a su proyecto de nacionalismo cultural[30].

Conclusión

A la luz de lo analizado aquí, es posible mirar la polémica de 1932 con otros ojos. Lo que hasta ahora se han considerado como “bandos” parecen no estar agrupados y enfrentados a partir únicamente de ideologías –o por “pasiones atávicas” como cree Sheridan (México en 1932… 22–3); tampoco su especulativo convencimiento de que en México el nacionalismo posrevolucionario encarna un programa “zhdanovista” (Malas palabras… 62–70)–, sino que sus diferencias expresan la división del trabajo intelectual. La discusión se produce en el contexto de la estrechez del mercado de la palabra escrita. La ausencia de lectores, la pelea por un público que legitime y valore la actividad literaria explica que la disputa se centre sobre la utilidad de la literatura en el marco del incipiente proceso de institucionalización del nuevo Estado. Los profesionales de la palabra escrita perciben como prioritario volver útil su actividad en medio de la expansión del aparato burocrático del Estado emergente. Según se ha visto, al analizar lo dicho en público o en privado, los grupos que hasta ahora han sido catalogados como “universalistas” y “nacionalistas” comparten –por encima de sus diferencias ideológicas– la misma idea del intelectual y se reconocen, en ese sentido, como miembros de esa “nueva clase” –en términos de Gouldner–. Lo que revela el “discurso oculto” de los intelectuales mexicanos en 1932 –prolongando el uso que le da Scott al término– es la coincidencia en una misma práctica literaria abierta al cosmopolitismo y a la literatura universal, aunque por necesidad o conveniencia algunos defendieran en público y se vieran obligados a adherirse al proyecto cultural nacionalista del nuevo régimen posrevolucionario.

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Notas

[1] “México desde la Revolución hecha poder y por una serie de acontecimientos históricos, vivía por 1930 una exaltación nacionalista. Cierto grupo de intelectuales políticos se manifestaba por su menosprecio a corrientes y pensamientos que no coincidieran con la ideología social marxista […] El debate se reducía a términos violentos y se afincaba, en definitiva, en el eterno drama de la utilidad cívica del escritor, antes que en el enjuiciamiento de la creación estética” (Schneider 28–9).

[2] Entre ellos, una carta de Xavier Villaurrutia a Alfonso Reyes, y las columnas de Héctor Pérez Martínez publicadas en El Nacional (Capistrán, “México, Alfonso Reyes…”).

[3] “Examen fue una revista fundada y dirigida por Jorge Cuesta. Duró apenas tres números: la publicación de dos capítulos de una novela de Ruben Salazar Mallén en la que figuraban ‘expresiones obscenas’ desató la gritería de varios periodistas ultramontanos, parapetados en el diario Excélsior” (Paz 24–5).

[4] Véanse Silvia Molina (7–10), Miguel Capistrán (Contemporáneos por sí mismos… 12–13), Pedro Palou (131–3), Christopher Domínguez Michael (465) y Armando Pereira. Para Ignacio Sánchez Prado es igualmente conveniente mantener el foco en la división de bandos, dado que analiza la polémica desde la óptica de Pierre Bourdieu y su concepto de “campo”, además de que se apoya en Sheridan y Palou para su propia lectura (Naciones intelectuales… 96–121).

[5] “Este trabajo aspira a comentar la forma en que la ‘moral pública’, su definición y su vigilancia a manos del Estado, se comporta ante la creación literaria y discute su libertad para expresar modos de ser, actuar y pensar (y ‘hablar’) en el México posterior al triunfo de la Revolución” (Malas palabras... 11–2).

[6] “El concepto de la ‘división del trabajo’ ha explicado la emergencia de la literatura moderna latinoamericana como efecto de la modernización social de la época, de la urbanización, de la incorporación de los mercados latinoamericanos a la economía mundial, y sobre todo, como consecuencia de la implementación de un nuevo régimen de especialidades, que le retiraba a los letrados la tradicional tarea de administrar los Estados y obligaba a los escritores a profesionalizarse” (Ramos 11).

[7] Como señala Elías José Palti la figura de “publicista” consiste en ese “hombre de letras” a medio camino entre el periodista y el escritor, que interpela al poder desde el periódico y pretende expresar la voz de la “opinión pública” (227–41). 

[8] No deseo sugerir que los intelectuales mexicanos de 1932 fueran los primeros en ser críticos con el poder, o que la modernización del periodismo ocurre los años veinte y treinta. Solamente subrayo el modelo que traza Gouldner como un referente de lo que puede entenderse como intelectual crítico y moderno.

[9] Novelista y dramaturgo nacido en España en 1905. Llega a México en 1929 a trabajar como periodista en El Universal y Excélsior; véase Germán Bleiberg y Julián Marías (s.v. “Núñez Alonso”). Su reconversión en periodista puede verse como una salida al poco éxito de sus obras de juventud.

[10] Semanario publicado por El Universal, dirigido por Carlos Noriega Hope entre 1920 y 1934. “Este suplemento tenía mucho de magazine, con el acento puesto en las modas, los nuevos ingenios tecnológicos, la radio, que era en esos años la sensación, las actividades de la aristocracia europea o del gran mundo neoyorkino y, junto a este contenido frecuentemente frívolo, un seguimiento tímido pero constante de la vida intelectual y muestras de la literatura en plena producción” (Musacchio 78). Para una historia del magazine, véase John Francis Marshall (xiii–xviii).

[11] Cito a partir de ahora y siempre de la edición que hace Sheridan de los documentos (México en 1932…), anotando únicamente entre paréntesis el número de página de que se trata. Aun cuando Sheridan no haya reproducido algunos documentos al completo, y aun cuando sea lógico suponer que no se trata de la totalidad de lo escrito sobre el asunto en público y, sobre todo, en privado, la colección de textos sirve suficientemente para los propósitos de mi propia lectura.

[12] En una revista de treintaiséis páginas, de formato “bedsheet” de 9x12 pulgadas (según Marshall, “An Index to…”, xiii) la encuesta ocupa ambas planas de las páginas 20 y 21. Está ilustrada con los nueve retratos recortados para que aparezca sólo el rostro de los nueve encuestados en esa primera entrega: Ermilo Abreu Gómez, Felipe Teixidor, Francisco Monterde, Guillermo Jiménez, Xavier Villaurrutia, Bernardo Ortiz de Montellano, Salvador Novo, José Gorostiza y Samuel Ramos.

[13] Como enfatiza González Marín, la prensa en México en esos momentos se caracteriza más por la opinión que por la información. Ello explica que la encuesta sea un género muy socorrido durante esta época del magazine (19–20).

[14] El intersticio entre lo dicho en público y lo dicho en privado es análogo (aunque no equivalente) al concepto de “hidden transcripts” acuñado por James C. Scott para analizar los modos de resistencia de las clases subalternas frente a las formas de dominación ejercidas por las clases superiores en contextos sociales de alta polaridad (19–28). El concepto de Scott solamente es útil para la situación que aquí se analiza si, como sugiere William Roseberry, se subraya que las formas de dominación del Estado son principalmente discursivas (355–66).

[15] Gregorio o Febronio Ortega Hernández, (o simplemente Ortega) fue un notable periodista (1902–1981). Trabajó para El Universal Ilustrado, en El Universal Gráfico, Ovaciones, Rotofoto, Hoy, Mañana, México Cinema, “y fundó y dirigió las revistas Así y América” (Ocampo 160–1). Por otra parte, María del Carmen Ruiz Castañeda y Sergio Márquez advierten que “siendo su nombre propio Febronio, Gregorio Ortega debe considerarse como seudónimo” (584).

[16] Esto se desprende del recelo con que, por ejemplo, Xavier Villaurrutia mira a sus adversarios en la polémica; cuenta en una carta a Alfonso Reyes: “Aquí, en México, entre los escritores anónimos, los periodistas y ¿quién lo creería?, entre uno de nosotros, se ha despertado una vez más la trillada discusión del nacionalismo en nuestra obra” (237; subrayado mío).

[17] Estrategias que, por otro lado, benefician a los escritores, tal como señala Ramos, que de este modo llegan a un público que de otra manera no hubieran alcanzado, además de que los obliga al desarrollo de estrategias de escritura que privilegian lo específicamente literario (95–111).

[18] El mismo Alfonso Reyes pedirá a Eduardo Villaseñor, entonces “secretario del Consejo Nacional de Economía” (Sheridan, México en 1932…, 253, n.° 22), que ayude a publicar de nuevo una revista para los jóvenes: “¿No podría usted, desde ese nuevo departamento en que está, ayudar al resurgimiento de Contemporáneos u otra publicación que equivalga? Me da pena que no tengamos una buena revista literaria” (253).

[19] Aunque de raigambre gramsciana, el concepto de intelectual “orgánico” es usado aquí por Sheridan en un sentido menos estricto y más bien con una connotación peyorativa contra Pérez Martínez por su activa participación en la polémica como defensor del nacionalismo cultural promovido por el oficialismo. Es decir que, si se siguieran con rigor las ideas de Gramsci, Pérez Martínez sería un intelectual surgido de la formación social emergente (en este caso, el callismo) que se opone a los intelectuales “tradicionales”, es decir los que habían surgido del statu quo precedente. Como se ha visto arriba, tal división resulta impráctica y es, más aún, inviable, puesto que los Contemporáneos, Abreu Gómez incluido y Pérez Martínez también son producto de los cambios sociales que introduce el nuevo régimen luego de 1917; y además, como ha quedado claro, todos ellos colaboran y forman parte de las instituciones oficiales del Estado en formación. Para un deslinde de las nociones de intelectual “orgánico” y “tradicional” tal como las concibió Gramsci en el contexto italiano, véase Peter Thomas (68–85).

[20] Ya Ángel Rama (116) y más a fondo y más críticamente Ramos (68–9) se ocupan de desligar la noción de “artepurismo” de una desvinculación de lo político.

[21] Pérez Martínez da expresión en esta queja al verdadero objeto de las diferencias entre unos y otros. Ante la misma inexistencia de un mercado independiente del libro, y con una producción editorial en manos del Estado, se comenzará a hablar un par de décadas más tarde del “monopolio” que ejercen los representantes de la literatura “cosmopolita”, como lo muestra Deborah Cohn en su largo (aunque poco profundo) panorama (165–77).

[22] Sabedor de las dificultades materiales que implica llegar al público, Reyes subraya en su respuesta la importancia de escribir en un periódico, dada “su mayor difusión y eficacia popular”; además le recuerda a su interlocutor que “la libertad del periodista y un diario a [su] disposición” son ventajas de las que él (Reyes) no dispone, limitado como está por la actividad diplomática (288).

[23] Pérez Martínez fue luego diputado federal bajo la presidencia de Lázaro Cárdenas (1938–1940), gobernador de Campeche (1941–1945) y funcionario de la secretaría de Gobernación, hasta convertirse en el titular de esa dependencia entre 1946 y 1948, año de su muerte.

[24] “¿Hubo, en este sentido, algún grado de ‘pureza’ en la literatura latinoamericana? Digamos, de entrada, que la voluntad de autonomía es ineluctable. Más que una ideología literaria, esa voluntad está ligada a la tendencia a la especificación del campo literario en general” (Ramos 66).

[25] Véase Masha Salaskina (26–30).

[26] Periodista y escritor nicaragüense, nacido en 1893. Desde 1922, fue colaborador del Ilustrado. Más tarde, en 1951, se convirtió en articulista de Novedades (Ruiz Castañeda y Márquez 743).

[27] El propio Sheridan es el que, años después, en su estudio sobre la revista Examen, debe reconocer que Cuesta y su postura elitista de la práctica de la literatura se sostiene gracias a “ganarse la vida en puestos que ciertamente, no eran de primer nivel” (Malas palabras… 70). Más aún, aunque Sheridan narra la confrontación entre Cuesta y su benefactor en la SEP, Narciso Bassols, en el que el primero llega a acusar al segundo de tener ideas fascistas a la manera de Mussolini, el propio crítico reconoce que parece extraño que esta denuncia vea la luz pública una vez que se ha desatado el escándalo sobre Examen, y no en el momento en que Cuesta trabajaba a sus órdenes: “Lamentablemente, Cuesta no refiere su propia reacción ante ese discurso y, por lo tanto, demerita su posterior narrativa: la empleomanía hispánica […] ¿le habrá aconsejado el silencio y el proverbial ‘sí, señor’?” (Malas palabras… 90).

[28] “Informar/hacer literatura: la oposición es clave y su significado histórico, más allá del fin del siglo, no reduce su campo al lugar de la prensa: es índice, más bien, de la pugna por el poder sobre la comunicación social que ha caracterizado el campo intelectual moderno desde la emergencia de la ‘industria cultural’, de la cual el periódico (antes que el cine, la radio y la televisión) era el medio básico en el fin de siglo” (Ramos 110).

[29] Reyes es bastante consciente de que esa libertad o autonomía se alcanza con la circulación restringida fuera del mercado. En su respuesta a Pérez Martínez (el propio “A vuelta de correo”, recogido por Sheridan, 278–99), dice: “Juzga mi Monterrey como se juzga una revista pública, de las que se venden y compran y tienen compromisos con suscriptores y lectores […] Me he echado encima una labor realmente difícil. Todo lo hago yo con mis manos […]” (283).

[30] El Fondo de Cultura Económica, que se creó en 1934, terminaría con los años por desempeñar la función de dar salida a la producción literaria nacional. Con el tiempo, como bien apunta Deborah Cohn, “it promoted new and traditional Mexican writers in order to diseminate knowledge of the nation’s literature” (148).