https://doi.org/10.19137/anclajes-2024-2835
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ARTÍCULOS
La huida de la cotidianidad: errancia y afectividad en La habitación alemana, de Carla Maliandi[1]
The Escape from Everyday Life: Wandering and Affectivity in La habitación alemana, by Carla Maliandi
A fuga do cotidiano: errância e afetividade em La habitación alemana, de Carla Maliandi
María Paz Oliver
Universidad Adolfo Ibáñez
Chile
ORCID: 0000-0003-4946-2073
Fecha de recepción: 3/01/2023 | Fecha de aceptación: 08/08/2023
Resumen: Centrada en los vagabundeos de una argentina por Heidelberg luego de un impulsivo viaje, La habitación alemana (2017), de la escritora argentina Carla Maliandi, aborda la movilidad sin rumbo tanto como viaje de desterritorialización de lo conocido, como desplazamiento indagatorio y tentativo hacia las vivencias de una infancia marcada por el exilio. Por un lado, se estudia la errancia como una movilidad que se sitúa entre los conceptos de espacio liso y espacio estriado, propuestos por Deleuze y Guattari; y, por otro, el modo en que este tipo de movilidad puede ser entendida como una fuerza que conecta con el carácter vibrante del entorno, para crear, así, un paisaje afectivo caracterizado por la nostalgia. En sintonía con la falta de dirección de los recorridos, la nostalgia no solo supone una vuelta al pasado, sino sobre todo un impulso hacia un futuro de lo posible que cuestiona las categorías espaciotemporales.
Palabras clave: Carla Maliandi; Movilidad; Cotidianidad; Siglo XXI; Literatura latinoamericana.
Abstract: Centered on an Argentine woman’s wanderings through Heidelberg after an impulsive trip, La habitación alemana (2017), by Argentine writer Carla Maliandi, depicts aimless movement both as a journey of deterritorialization from the familiar, and as an investigative and tentative shift toward the experiences of a childhood marked by exile. On the one hand, wandering can be read as a movement that lies between the concepts of smooth space and striated space, as proposed by Deleuze and Guattari. On the other hand, wandering is a type of movement that can be understood as a force that connects with the vibrant nature of the environment, thus creating an affective landscape characterized by nostalgia. In line with the lack of direction in these journeys, nostalgia implies not only a return to the past but, primarily, an impulse toward a future of possibilities that questions spatiotemporal categories.
Keywords: Carla Maliandi; Mobility; Everyday Life; XXI century; Latin American Literature.
Resumo: Focada nas divagações de uma argentina por Heidelberg após uma viagem impulsiva, La habitación alemana (2017), da escritora argentina Carla Maliandi, aborda a mobilidade sem rumo tanto como uma viagem de desterritorialização do conhecido, quanto como um deslocamento indagativo e provisório em direção às experiências de uma infância marcada pelo exílio. Por um lado, estuda-se a errância como uma mobilidade que se situa entre os conceitos de espaço liso e espaço estriado, propostos por Deleuze e Guattari; e, por outro lado, a maneira como esse tipo de mobilidade pode ser entendida como uma força que se conecta com o caráter vibrante do ambiente, criando assim uma paisagem afetiva caracterizada pela nostalgia. Em sintonia com a falta de direção dos percursos, a nostalgia não implica apenas um retorno ao passado, mas principalmente um impulso em direção a um futuro do possível que questiona as categorias espaço-temporais.
Palavras-chave: Carla Maliandi; Mobilidade; Vida cotidiana; Século XXI; Literatura latino-americana.
Introducción
Como parte de la narrativa en torno al viaje, el motivo de la fuga en la escritura femenina ha sido interpretado desde la tensión entre el lugar secundario que ha tenido la mujer en el espacio público —y su limitado acceso a la experiencia de la movilidad urbana, más bien propia del flâneur— y el deseo emancipador de hacer de ese trayecto errático una forma de rebelarse contra el dominio y el poder masculinos[2]. A partir de esa condición de extranjería, escritoras latinoamericanas como Margo Glantz, Clarice Lispector o Elena Garro, entre otras, han explorado el viaje como una forma de liberación y así también, en la literatura argentina reciente, novelas como Cada despedida (2010), de Mariana Dimópulos, o Mal de época (2017), de María Sonia Cristoff, abordan la movilidad femenina y, en particular, la fuga como un quiebre con lo cotidiano. En diálogo con esa tradición, La habitación alemana (2017), primera novela de Carla Maliandi, dramaturga y directora teatral argentina —autora también de la novela La estirpe (2022)—, representa el espacio como un foco de atracción en el que se cruza la idea de huir de la vida cotidiana con el deseo de adentrarse en lo desconocido. Heidelberg, la ciudad alemana que motiva el repentino viaje de la anónima protagonista, es una zona que desajusta la mirada frente al territorio de la infancia —el recuerdo de los cinco años en que vivió junto a sus padres exiliados en esa ciudad—, desde la adultez de quien regresa luego de una crisis sentimental y constata lo extraño en lo familiar. Heidelberg supone, así, el acceso al pasado idealizado de la niñez y la reconfiguración espaciotemporal de ese paisaje a través de un viaje donde el sentido del regreso remite más bien a la fuga y el desarraigo de la errancia: después de la ruptura con su pareja, sin ningún plan, la protagonista toma un avión que la deja suspendida en una ciudad sin saber qué hacer, en un paréntesis sumido en el presente, desde donde la tensión entre la inmovilidad para tomar decisiones y las deambulaciones urbanas es un motivo para cuestionar sus vínculos afectivos y su identidad. Esta falta de destino en el movimiento es un viaje de desterritorialización de lo conocido pero, a la vez, un desplazamiento indagatorio y tentativo hacia un futuro incierto que deconstruye su identidad.
De acuerdo con su etimología latina —del verbo errare (equivocarse)—, en la errancia confluyen tanto el aspecto equívoco del viaje como la idea de un movimiento donde prima el presente por sobre la finalidad y el origen. En este sentido, el objetivo es explorar, por un lado, la errancia como forma de movilidad que opera entre los conceptos de espacio liso y espacio estriado, propuestos por Deleuze y Guattari (Mil mesetas), es decir, entre la apertura total en fuga de lo liso y los puntos de anclaje propios de lo estriado, dando forma a un movimiento cuya falta de destino traza el devenir rizomático del viaje. El vínculo con la teoría de Deleuze y Guattari permite, así, pensar la noción de errancia desde un tipo de movilidad que reivindica la apertura radical del espacio en los trayectos de la fuga de la protagonista, pero que a la vez se tensa con ciertos límites. En La habitación alemana ese intento de desaparición se ha interpretado como incompleto: la fuga sería un quiebre con la realidad cotidiana que busca en último término una reconstitución de la subjetividad (Seifert 68-76). Sin embargo, una lectura que recalca la primacía de la destrucción de la identidad se detiene, en cambio, en el poder desestabilizador de la errancia como proceso de desterritorialización encaminado a un sentido espectral de la existencia. Por otro lado, en la medida en que la errancia refiere a la cualidad instintiva de los trayectos del viaje, se analizará la movilidad en cuanto fuerza e intensidad sin rumbo que pone en diálogo a la protagonista con una materialidad que potencia el carácter vibrante del entorno humano y no humano, y crea un paisaje afectivo motivado por la nostalgia. En las vueltas azarosas hacia un pasado que mira al futuro, la nostalgia impregna los desplazamientos de cierta añoranza, pero espectralmente también invoca la apertura hacia un ámbito de lo posible, en el que la errancia toma la forma de una búsqueda hipnótica y descentrada.
La potencialidad de la errancia
Contra un modelo de pensamiento esencialista y binario, para Deleuze y Guattari (Mil mesetas) el rizoma sinteriza un fenómeno que, basado en la heterogeneidad y lo múltiple, se apoya en una noción de movilidad compleja, donde las potenciales conexiones entre distintos puntos escapan a las estructuras fijas y jerárquicas del diseño ramificado de una raíz. Las líneas abiertas y en variadas direcciones que, al modo de una fuga, proyectan las formas del rizoma como proceso de desterritorialización análogo al nomadismo, suponen un modo en particular de movimiento e interacción con el espacio:
En el espacio liso, la línea es, pues, un vector, una dirección y no una dimensión o una determinación métrica. Es un espacio construido gracias a operaciones locales con cambios de dirección. Estos cambios de dirección pueden ser debidos a la propia naturaleza del trayecto […]. El espacio liso está ocupado por acontecimientos o haecceidades, mucho más que por cosas formadas o percibidas. Es un espacio de afectos antes que de propiedades. Es una percepción háptica antes que óptica. Mientras que en el estriado las formas organizan una materia, en el liso los materiales señalan fuerzas o le sirven de síntomas. Es un espacio intensivo antes que extensivo, de distancias y no de medidas. (Deleuze y Guattari 621-2)
En el proceso de espacialización, como modo de configurar un espacio, de relacionarse con él y proyectar un tipo de movilidad, estaría la clave para comprender la errancia como término medio entre la indeterminación y potencial infinitud de las conexiones de lo liso y la dimensionalidad extensiva de lo estriado. En la errancia predomina el puro movimiento por sobre el origen o finalidad, se sitúa en un “entre” y crea un espacio que se renueva en la medida en que el sujeto se mueve. La apertura a lo desconocido transforma el espacio en una zona para construir un territorio que continuamente se reconfigura y desorienta a quien lo transita. De este modo, las combinaciones y transformaciones entre lo liso y lo estriado hacen que la errancia sea un vector para la desterritorialización que entra en tensión con el espíritu de reterritorialización del mapa urbano, que actúa como punto de anclaje para fijar y ordenar los desplazamientos. En cuanto distinciones abstractas que admiten comunicación entre sí, lo liso y lo estriado refieren al espacio nómada y sedentario, respectivamente; así, el aspecto nomádico de la errancia tiende a reforzar el movimiento como intensidad y fuerza, desarmando la direccionalidad de los intervalos cerrados o la idea de la línea entre dos puntos, para situar en el carácter afectivo de los cruces el impulso hacia las sucesivas variaciones.
En La habitación alemana el azar y la atracción preconsciente del entorno guían los movimientos de la protagonista: desde el momento en que toma el avión con destino a Heidelberg ya se instaura el motivo de la falta de propósito tanto espacial como existencial respecto a la decisión de emprender ese viaje. Sin dinero ni plan, desde un comienzo el viaje es una forma de huida tras el término de su relación de pareja en Buenos Aires, un regreso al lugar del exilio familiar, pero con el desajuste de la adultez y la precariedad de la crisis personal. En ese trayecto a la inversa del tradicional exilio, el espacio extranjero se dispone como una zona de contingencia para perderse y transformar la identidad. Heidelberg, el destino de la fuga y espacio de las errancias, se abre como un mapa que se debate entre la apertura de lo liso —es decir, es una instancia para diluir y rearticular la propia biografía—, y lo delimitado de lo estriado, al ser una ciudad conocida y que determina desde la infancia idealizada el presente de la protagonista. Con la excusa de ser una estudiante universitaria, consigue una habitación en la residencia de Frau Wittmann, se presenta ante Miguel Javier, un tucumano con el que entabla amistad, como estudiante de posgrado en dramaturgia alemana y, prácticamente a lo largo de toda la novela, improvisa una serie de caminatas para perder el tiempo y diluirse en el presente del viaje como un paréntesis de su vida cotidiana. Desde esa pasividad y entrega para dejarse llevar por los acontecimientos, repentinos encuentros o simples intuiciones que mueven a inesperados cambios en la trama, las caminatas por Heidelberg dejan al descubierto la falta de rumbo y el deseo de tantear un nuevo paisaje para la disolución:
Algunas cosas me son familiares: las panaderías, las orillas del Neckar, el olor de la calle. Es un día caluroso y brillante. Yo camino dentro del cuento, respiro profundo, juego a perderme entre sus calles y volver a ubicarme. […] ¿Qué verán de mí los que me ven aquí sentada? […] Todo lo siento ridículo ahora. Ridículos los adornos con que intento cubrir las ruinas. Todo está roto, vaya donde vaya. Y ahora estoy a miles de kilómetros de mi país, sin saber hablar bien, sin saber qué hacer. (Maliandi 12-3)
Las caminatas por la ciudad extranjera hacen de la movilidad un proceso tanto para desarticular y poner a distancia la identidad de la protagonista como para producir nuevos significados de los espacios que recorre. La errancia, en este sentido, es un movimiento para transformar la ciudad y jugar con otra identidad. Como deriva exploratoria que prescinde de un destino definido, ella describe ese proceso de disolución y silenciamiento del yo —vinculado a su biografía en Buenos Aires y construido desde la infancia en Heidelberg—, cuestionando el carácter estriado de la ciudad como factor determinante de las experiencias que la definen. En el deseo de destruir esa identidad, la errancia es un movimiento que se aleja de lo conocido: desplazarse por Heidelberg es un medio para desaprender la imagen que tenía de esa ciudad y hacer de lo conocido una zona extraña y lejana. Desde luego, ese aspecto estriado de Heidelberg no se desvanece del todo; sin embargo, los paseos de la protagonista se detienen en especial en explorar el mapa urbano como si fuera un territorio nuevo. La libertad que entrega la errancia altera, así, lo conocido, como si fuera otra cartografía transitoria que se dibuja espontáneamente en cada paseo y encuentro. El carácter improvisado de esas trayectorias acentúa la idea de una Heidelberg que, al modo de un espacio liso, tiende a generar sucesivas variaciones a través de los encuentros y cambios de dirección de los paseos. En lo liso, sus movimientos son una apertura no solo para ser otra persona, sino sobre todo para huir de una idea estable de subjetividad y apostar por el constante tránsito hacia lo desconocido. Así, por ejemplo, apenas le es asignada una habitación en la residencia decide cortarse el pelo y fantasear con otras formas de vida derivadas de su condición de falsa estudiante: “Huelo las sábanas limpias, imagino que soy otra persona, alguien a quien solo le importa qué hará mañana, qué desayunará, por qué calles caminará” (Maliandi 16). La protagonista articula, así, un deseo de fuga que al mismo tiempo expresa ciertas limitaciones en el ejercicio para deshacer completamente el yo. Durante el viaje, el sentimiento de alienación expresa ese deseo radical de huir de toda estructura estable: “De verdad no sé qué hago en este lugar, en esta residencia que no me corresponde, en esta ciudad conservadora, de fantasía […]. Voy a mi habitación a ponerme una campera y salgo a la calle. Camino bajo la lluvia ensayando palabras, frases, tonos” (Maliandi 27).
Ese ritmo abierto y variable de lo liso promueve una movilidad que rebalsa el sentido de la caminata cotidiana propuesto por Michel de Certeau (1980), esto es, como un acto dinámico de apropiación y enunciación entre sujeto y espacio destinado a construir un lugar (110); pues en la novela ese proceso en el que se reconfigura el espacio mediante el movimiento errante se proyecta como zona de tránsito indefinida, sin estar circunscrito a una realización concreta. La clave está en que aquel acto de apropiación se prolonga como un deseo latente y no se cierra en la imagen de una cartografía fija que se imponga al espacio regulado. De manera similar a las tácticas descritas por de Certeau en relación con las acciones improvisadas que carecen de un punto de anclaje estable y se resisten al sistema regulado de la “ciudad-concepto”[3] (107), la errancia orienta los desplazamientos a partir de un presente como posibilidad ilimitada de conexiones y de flujos para ese proceso de espacialización que describe de Certeau:
Andar es no tener un lugar. Se trata del proceso indefinido de estar ausente y en pos de algo propio. El vagabundeo que multiplica y reúne la ciudad hace de ella una inmensa experiencia social de la privación de lugar; una experiencia, es cierto, pulverizada en desviaciones innumerables e ínfimas (desplazamientos y andares), compensada por las relaciones y cruzamientos de estos éxodos que forman entrelazamientos, al crear el tejido urbano, y colocada bajo el signo de lo que debería ser, en fin, un lugar, pero que apenas es un nombre, la Ciudad. (de Certeau 116)
La figuración onírica atribuida por de Certeau a este tipo de movilidad, en cuanto sucesión que no logra delimitar una idea de lugar, contiene también el sentido de una búsqueda o indagación cuyo valor reside en el solo acto de desear o activar inconscientemente la experiencia y no en el resultado de ella. En la errancia prima, por lo tanto, la concatenación de acontecimientos, una serie de momentos signados por las cualidades sensoriales del movimiento, y que para la protagonista suponen una huida de la cotidianidad y la apertura hacia un tiempo que se dilata en la espera de la falta de dirección. Este aspecto inconsciente de sus movimientos, como un paso transitorio por el espacio y negación del hábito de las prácticas cotidianas que demarcan un tipo de espacialización cercana a lo estriado, va trazando un territorio para la disolución de la identidad: caminar es una forma de silenciar el yo y el aspecto determinante de las experiencias para, así, convertir el desplazamiento en una forma de evasión suspendida en el paréntesis de un tiempo presente. Las continuas menciones a estos paseos improvisados por las calles de Heidelberg contrastan con el ritmo acelerado de la vida cotidiana en la ciudad, e inevitablemente configuran una nueva identidad en devenir que se distancia de su pasado en Buenos Aires, como cuando en uno de sus paseos se encuentra con Joseph, un fotógrafo con el que tiene un fugaz romance —aunque intuye que es pareja de Mario, un amigo de la familia de los años en Heidelberg:
No sé qué es lo que tiene que hacer, pero siento algo así como envidia de verlo moverse con un propósito. Yo no hago nada, aunque recuerdo lo apurada que vivía siempre en Buenos Aires y quisiera contarle a Joseph que mi vida no fue siempre este deambular contemplativo, que yo también recibía y contestaba mensajes a cada rato y se me hacía tarde, y salía siempre apurada, y que en Buenos Aires estar apurado es una cosa mucho más complicada que en esta aldea de juguete. […] Desde que estoy aquí camino de un punto a otro sin motivo ni necesidad. Por ejemplo me digo: vamos hasta la Markplatz, y cuando llego me digo: ahora vamos hasta la catedral. En este momento camino hacia el puente viejo, como le dije a Joseph, y no sé qué haré una vez que llegue allí. Si alguien me preguntara podría decir que vine a Heidelberg a caminar, a dormir y a caminar. Dormir y caminar no parecen gran cosa, pero son dos cosas buenas. (Maliandi 162)
La libertad que entrega la errancia urbana por el extranjero, como manera de hacer frente a las exigencias de la identidad, es una instancia para la desaparición que, en ese quiebre radical con lo cotidiano, desarticula los vínculos con la biografía de la protagonista. En ese proceso de desposesión, donde ella no solo huye del quiebre amoroso y de toda obligación laboral que tenía en su ciudad de origen, sino que además se niega a responder los mensajes del correo o a dar noticias de su paradero, el paisaje alemán también es reformulado por el movimiento errante. De la etapa del exilio de sus padres, el imaginario de la infancia en Heidelberg es brevemente rememorado al modo de una fantasía que, así como asombra por la artificialidad de sus formas, provoca un rechazo desde la adultez desencantada —Alemania en su primera impresión es descrita como “país perfecto y repulsivo” (Maliandi 27). Si bien las caminatas por esa ciudad implican el regreso a una zona que en sus primeros años de vida estuvo definida por la incertidumbre y la condición temporal de la estadía, el presente del movimiento transforma el deseo de estabilidad o de un hogar perdido, heredado de la experiencia del exilio de sus padres, en un escape íntimo ya alejado de las resonancias políticas del pasado. El viaje intenta quebrar ese imaginario, al modo de una geografía organizada y dimensional similar al espacio estriado, a través de una errancia que expande la percepción del paisaje hacia diversos puntos de conexión que crean una armonía cambiante opuesta a la velocidad del entorno.
A partir de un contexto posmoderno marcado por la aceleración, la eficiencia y la productividad, David Le Breton interpreta en las caminatas sin rumbo el deseo de perderse como un escape de las exigencias cotidianas que, gracias a la desconexión de las obligaciones de la identidad, hace del anonimato un refugio que encuentra en el “ejercicio lúdico y controlado de desaparición, una reapropiación feliz de la existencia” (15). Tanto el quiebre con la vida anterior como el aspecto ocioso y lento de la errancia delinean el camino hacia una ausencia que, sin embargo, no se traduce estrictamente en una identidad extranjera estable o en un disfrute de la soledad en el encuentro consigo misma desde un ámbito fuera de lo cotidiano —una actitud típica del turista—: el acto de perderse, en este caso, es un flujo que proyecta indefinidamente una identidad en disolución hacia lo fantasmal.
En ese trance, donde el ritmo errante guía los pasos hacia la progresiva invisibilidad de la protagonista, siguiendo las pautas de lo liso como horizonte de cambio de direcciones, aparecen algunos personajes y hechos que tensan ese devenir y que, al modo del espacio estriado, lo atraen a un plano que funciona como punto de referencia para delimitar momentáneamente su identidad. Mario, por ejemplo, es un personaje que actúa como puente entre el presente y la infancia en Alemania de la protagonista —en sus años también de exilio—, de cuando era alumno de filosofía en la Universidad de Heidelberg —donde el padre de ella daba clases—, y vivió un tiempo con su familia (“con él íbamos a tomar helados a la Markplatz y yo le enseñaba a pedir los gustos en alemán”, Maliandi 63-4, recuerda). Mario, con quien se reencuentra en uno de sus paseos por la universidad, cuando se asoma a una sala de clases, ahora es profesor de pensamiento latinoamericano y decide alojarla durante unos días en su departamento. Esta figura, que sintetiza la imagen de las experiencias de infancia, lo familiar y, en general, la estabilidad laboral y amorosa de la vida adulta (en un momento, ella se pregunta: “En qué momento dejó de ser un muchacho refugiado argentino para convertirse en un viejo Herr Professor”, 87), desarma el anonimato de la protagonista y le recuerda desde la comodidad de ese hogar transitorio aquella otra vida de la que ahora escapa: “Dice que es importante que hablemos, que estuvo pensando en mí, que le parece una locura mi deambular por Heidelberg sin ningún plan, ni trabajo, sin comunicarme con Buenos Aires, sin enfrentar la situación de mi ex pareja, etcétera, etcétera, etcétera” (Maliandi 72). Ya desde el comienzo de la novela, una llamada telefónica a Santiago, su expareja, trasluce la incertidumbre e indecisión frente a este nuevo futuro: “comprendo que es un error estar llamando con tantas dudas pero tampoco puedo cortar” (Maliandi 27). Esta breve conexión con su antigua vida, presumiblemente motivada por la noticia de su embarazo —aunque no sabe si él es el padre—, interrumpe la trayectoria de la fuga y la dirige a un paisaje de lo conocido que con rapidez logra revertir: no le cuenta sobre el embarazo al ex e inventa que está en Mar del Plata. En sus deambulaciones, de este modo, se manifiesta una crisis frente a la maternidad que la impulsa a escapar de todo apego. Sin embargo, esto no se elabora en el texto —al igual que el motivo del quiebre amoroso—: esa negatividad y desidia para afrontar el problema sugiere un bloqueo emocional que le impide tomar decisiones y asumir la inminente maternidad. Con desapego, el embarazo es visto como otro elemento fortuito que se suma a la serie de cambios que experimenta a lo largo del viaje, tal como le comenta a Marta Paula —hermana de Miguel Javier—: “a veces todo me parece un chiste, un chiste cruel, pero chiste al fin y me da risa” (Maliandi 77). Una huida similar sucede cuando recibe un correo de su madre quien, a propósito de los festejos de fin de año, la invita a hacer un viaje juntas. Pese a que le tienta la idea del regreso y busca pasajes en internet, abandona el plan: “Escribo mi nombre, apellido y número de documento en el formulario de compra, pero la sesión caduca antes de acceder al siguiente paso” (Maliandi 179). Todos estos puntos, que tienden hacia un imaginario espacial e identitario de lo estriado, son disputados por el impulso de una errancia que guía la fuga de la protagonista hacia el territorio de lo incierto.
En fuga: movilidad y afectos
A partir de los estudios en Burdeos sobre el caso emblemático de Albert Dadas, la psiquiatría de fines del siglo XIX catalogó a la fuga como una enfermedad mental cercana a la histeria y la epilepsia. Así, se caracteriza desde el punto de vista médico por el deseo incontenible de viajar para cortar los lazos con la vida cotidiana. Como patología, la fuga es expresión de una crisis del sujeto, por momentos sumido en estados de amnesia, que cuestiona en ese escape temporal la necesidad de adoptar una identidad y los roles propios del ámbito cotidiano[4]. En la postura marginal frente a las políticas de lo moderno, Ian Hacking interpreta en los fugados el intento por subvertir la hegemonía del contexto, un aspecto que en la novela de Maliandi se observa en la actitud de resistencia y cambio de dirección en la vida de la protagonista, como un deseo que depende de una fuerza que, lejos de lo consciente, delega el actuar de la voluntad en el ejercicio azaroso de las circunstancias:
armar una casa es una ficción que se puede sustituir por otra en cualquier momento. Algo se me revela: yo ya no quiero nunca más comprar un juego de tazas, enderezar los cuadritos de la pared […]. Prefiero vivir para siempre refugiada, meterme en la cama de otros, desayunar con tazas ajenas, tazas que no elegí y que me son indiferentes y no recordar ni siquiera el nombre de la calle de la casa en la que despierto. Prefiero sorprenderme al abrir la ventana, preguntarme cómo será el barrio, cómo será vivir ahí con alfombras sin historia, o con la historia de otros porque igual todo es siempre muy parecido. (Maliandi 33-4)
La búsqueda de una suspensión temporal de las responsabilidades y vínculos ligados a su vida en Buenos Aires motiva la fuga que da inicio al viaje. El intento por trazar una nueva biografía solamente guiada por el cambio de las circunstancias —esto es, por el dejarse llevar de una errancia improvisada y centrada en el presente—, se expresa en el deseo de disolución de una historia personal siempre ligada a un entorno. Esa historia mencionada en la cita, que se construye a partir del encuentro con la materialidad del paisaje y los objetos, es el blanco que se cuestiona a través del deseo de huida constante. La pregunta por la posibilidad de una biografía solo en presente, que prescinda de lazos y proyecciones, convierte a la errancia en un ejercicio para indagar en esa zona líquida entre la aparición y la desaparición de la identidad. En esa intermitencia, el “entre” apunta también a la forma espectral que adopta la protagonista desde su subjetividad evasiva: está presente, dando forma a una nueva identidad, pero, a la vez, ausente (alejada del yo bonaerense) en el paisaje que se describe a lo largo de su trayectoria errante. El deseo de ser otra persona linda con ciertas actitudes propias de una turista: el anonimato transitorio le otorga libertad para improvisar otros modos de encarnar su subjetividad —como estudiante universitaria y flâneuse mientras camina por las calles de la ciudad— y descubrir un nuevo paisaje; sin embargo, en esa apuesta por evadir el regreso a Argentina y escapar de todo intento por establecerse en Heidelberg, la actitud del turista se desvanece: pese a que hay una distancia temporal con la ciudad de la infancia, la perspectiva doméstica de esas vivencias no logra elaborar del todo la mirada distante, curiosa e interesada del turista frente a un espacio que debiera ser descubierto como extraordinario. Más bien hay una utilización irónica del turismo: si esta actividad se define por el deseo de crear experiencias fuera del ámbito de la vida diaria y se encamina a una búsqueda de lo auténtico (John Urry y Jonas Larsen, MacCannell), la protagonista se vale de un ideal de autenticidad que no se sitúa en el paisaje divisado como algo desconocido, sino en un imaginario de la infancia que tan solo es una versión íntima e irreal de ese lugar doméstico, un mapa que progresivamente se desarticula en sus desplazamientos. La errancia, a su vez, en su falta de rumbo, se opone al turismo como actividad que se caracteriza precisamente por su trayectoria definida, carácter temporal y relación con el consumo.
En el movimiento errante, la imagen del desierto describe, según Tim Cresswell, el ámbito sobre el que se despliega una fuerza nomádica: un espacio abierto y maleable (49-50) para diversas rutas que prescinden de nudos y puntos de distribución firmes en el espacio. En la novela, el aspecto performático de la movilidad sobre este tipo de espacio refiere a una puesta en escena cuya posibilidad de representación excede la capacidad del lenguaje para relatar de manera plena aquella experiencia de la fuga. Esto sucede con el porqué del quiebre amoroso que determina esa decisión, o con el embarazo, un enigma que la protagonista rodea como si fuera una zona oscura inenarrable y que se hace parte de los sucesos contingentes que acontecen en Heidelberg. Como puesta en relación con el entorno cuyo sentido se reactualiza en el presente del desplazamiento, esta dimensión “no representacional” de la movilidad (Thrift, Anderson y Harrison) resulta aplicable a la errancia, pues apela a una práctica relacional de lo contingente que de manera no reflexiva dispone al sujeto en un espacio de interacción desde donde emerge un sentido transitorio. También definida por Nigel Thrift como una “geography of what happens” (2), esta teoría permite pensar aquel flujo desde el punto de vista material y afectivo como una coexistencia de actores humanos y no humanos que se sitúan en un mismo plano de fuerzas y relaciones desde donde se expresa lo social. Sin una idea de orden previo que espera a ser comprendido y representado, la contingencia que aparece en el cruce de relaciones se define por el cambio constante y las potencialidades —las interacciones posibles que derivan de la condición contingente de esa red— de lo que Anderson y Harrison, siguiendo las teorías de Françoise Dastur y John Rajchman, denominan el “evento”, un concepto que aúna el devenir de esa potencialidad como sistema de relaciones que redistribuye lo sensible en secuencias abiertas e indeterminadas, donde se pueden dar múltiples variaciones asociativas (22).
En esa sucesión descentrada, La habitación alemana se articula en torno a una serie de situaciones y encuentros que, en esta interacción, transforman el transcurso de la trama en un plano de intensidades que sintoniza con la progresiva desaparición de la protagonista. Los eventos, en cuanto posibles nudos que se configuran de forma azarosa y sorpresiva, dan una nueva significación a la fuga, pues la huida no solo se expresa como un quiebre con los vínculos de la vida cotidiana, sino también como un modo de reorganizar tentativamente la relación con el entorno a partir de los afectos. El deseo de desparecer supone, así, explorar a través de la errancia la potencialidad de los eventos como una forma de desarticular la identidad en un devenir que huye de toda categoría fija; se trata de hacer de la desaparición un proceso para modificar la biografía y las formas de relacionarse con el entorno: romper con esos vínculos (de pareja, amistosos y familiares) es un camino para desarmar una vida estable y perderse, como sucede en la imagen de la escena final, cuando la protagonista se extravía en el bosque. La indeterminación de los eventos y su capacidad de influir entre sí guían la trayectoria de una errancia marcada por el actuar de una materialidad que altera el curso de los acontecimientos e introduce una diferencia. Siguiendo la noción spinozista del afecto como la capacidad de acción y reacción de la materia, Jane Bennett interpreta esta cualidad de afectar y ser afectado como signo de la “vitalidad” de las cosas, en cuanto tienen el poder “no solo para obstaculizar o bloquear la voluntad y los designios de los humanos, sino también para actuar como cuasi agentes o fuerzas con sus propias trayectorias, inclinaciones o tendencias” (10). Esa eficacia para producir y alterar, de acuerdo con Deleuze y Guattari, responde al poder de agencia de una materialidad que trasciende la distinción entre lo humano y no humano y que, en ese intercambio de acciones y pasiones (336), posibilita sentir una fuerza de manera no consciente o previa a la subjetividad de la percepción y la intensidad expresiva de la emoción (Massumi 35-6). De este modo, si se considera el paisaje como una red de actores humanos y no humanos que mutuamente son afectados, el entorno relativo a los eventos que se encadenan gracias a la movilidad supone que la errancia de la protagonista no solamente es impulsada por su voluntad de fuga —como toma de consciencia frente al deseo de escape—, sino sobre todo por cómo es afectada en un nivel no reflexivo por la fuerza de las cosas que la rodean en ese camino de desconfiguración de la identidad. Este aspecto no reflexivo y contingente del movimiento errante, y de la movilidad en general como paradigma no representacional, define una trayectoria impulsada por los afectos como disposición e interacción entre agentes cuya efectividad pone en relación devenires humanos y no humanos que se afectan mutuamente (Anderson y Harrison 1-34). En este sentido, en la obra tanto la protagonista como el entorno son afectados en un plano de fuerzas donde la errancia propone conexiones no jerárquicas para que el paisaje proyecte en ella las transformaciones de su identidad y ella, en sus recorridos, altere y resignifique ese paisaje.
En su interpretación de Mrs. Dalloway, la novela de Virginia Woolf, Deleuze y Guattari (¿Qué es la filosofía?) definen los afectos como un campo de fuerzas relacional, a partir del cual la señora Dalloway se hace parte del conjunto de sensaciones de la ciudad y de un paisaje urbano determinado por la percepción de las cosas: “los afectos son precisamente estos devenires no humanos del hombre como los perceptos (incluida la ciudad) son los paisajes no humanos de la naturaleza” (170). De manera similar, la novela de Maliandi se sirve de este aspecto afectivo para crear una atmósfera relativa a la condición de desarraigo de la protagonista: los lugares donde reside en Heidelberg —la habitación de la residencia de estudiantes y el departamento de Mario—, la ropa y los objetos que hereda de Shanice —una estudiante japonesa con quien entabla amistad en la residencia—, la virtualidad del correo electrónico y las llamadas telefónicas con Marta Paula son elementos que intervienen en su itinerario errante por el extranjero, ya sea para redirigir sus pasos, alterar su comportamiento o generar estados de ánimo y sensaciones cercanos a la apatía y el aburrimiento. Tanto la residencia como el departamento de Mario son escenarios de desconexión con la identidad: “yo no pertenezco a ningún lado. Aunque recorra el mundo entero buscando un lugar donde sentirme en casa” (Maliandi 36). El primero, un no lugar donde explora la vida estudiantil sin asumir un rol, intensifica el sentimiento de desubicación, pero desde una pasividad tranquilizadora: “mi cama de turista solitaria, de refugiada. Estoy a salvo. No existe mejor cosa en el mundo en este momento que la soledad de mi cuarto alquilado” (Maliandi 16). Desde su fantasía de fuga, el desplazamiento de la protagonista establece un diálogo no solo con el exilio de sus padres, sino además con la experiencia de los refugiados en Alemania, marcando un contraste entre su visión romantizada del viaje como deseo de anonimato y el aspecto traumático de quienes llegan a Alemania buscando asilo. Ese diálogo con el exilio de sus padres adopta, más bien, una perspectiva distante e, incluso, irónica: el acto de regresar a Alemania es un movimiento impulsivo, lejano a toda planificación e intención política, que transforma el sentido del retorno en una huida. Ya en el departamento de Mario, mientras conversan sobre la residencia, esa sensación de estar fuera de lugar, difícil de describir, se convierte en una invisibilidad protectora: “No sé cómo explicárselo, estar ahí es como no estar en ningún lado, es estar sola pero con mucha gente, tener todo sin ser dueño de nada y pasar desapercibido” (Maliandi 66). El anonimato también es un camino para transformar la identidad y fantasear con ser otra persona. El hogar de Mario y sus pertenencias, en este sentido, ejercen ese poder transformador: como un imán que invita a participar de ese hogar temporal, los objetos la atraen hacia el imaginario de otra vida: “Me alegra estar con Miguel Javier y poder mostrarle las cosas de Mario que ahora siento mías. Mi baño, mis toallas, mi cocina, mis ollas, mi living, mi sillón, mi biblioteca, acá mi pequeño jardín, mis plantas, mi regadera, mi pájaro muerto en el césped” (Maliandi 132).
Shanice, una estudiante japonesa de filología alemana que también se aloja en la residencia, es un foco que acelera este proceso de desaparición: como un doble donde la protagonista se proyecta y diluye, ella reorganiza afectivamente el paisaje desde la potencialidad de la juventud y la extranjería. Por ejemplo, en la fiesta de disfraces y karaoke organizada por Shanice, la protagonista encarna esa vida paralela como universitaria y se deja llevar por el ambiente animado y los coqueteos de un estudiante. Ese proceso de dejar atrás la vida pasada y asemejarse a Shanice toma una forma más definida con el suicidio de la japonesa, cuando hereda todas sus pertenencias, entre ellas, el computador y la ropa, tal como le había indicado en una nota. A partir de ese dramático e inesperado suceso, los objetos de Shanice la atraen a un nuevo horizonte de vida, a una identidad desestabilizadora que se abre como espacio liso:
Todo lo siento como si estuviera bajo el efecto de una droga. Veo a los estudiantes borrosos, por momentos el espacio parece expandirse y las voces resuenan en ecos graves y lejanos. […] Puedo sentir cómo se quiebra el tiempo justo en este instante, como si fuera un terremoto que abriera en dos la tierra, lo conocido se aleja para siempre y lo que queda es árido, inmensurable. Estoy mareada. (Maliandi 45-6)
La apropiación y el uso de las pertenencias de Shanice se suman a un paisaje de la extranjería que potencia nuevas direcciones para la errancia de la protagonista. Como una especie de disfraz que llama a un modo particular de ser, la ropa de Shanice completa su perfil anhelado de estudiante y marca una distancia considerable con respecto a su anterior vida: “Me visto con una remera rosa que tiene un estampado de corazones y una pollera que me queda corta. En Buenos Aires jamás usaría algo así. Acá me puedo poner cualquier cosa” (Maliandi 71). El uso de esa ropa además la sumerge en un juego de dobles con la señora Takahashi, la madre de Shanice que llega a Heidelberg apenas tiene noticias de su muerte, pues la nueva apariencia de la protagonista también perfila una relación filial con ella. Como los zapatos de Shanice le quedan chicos, se los regala a la hermana de Miguel Javier, Marta Paula, y desde entonces aquellos objetos generan una conexión entre ambas que, desde el plano virtual del correo electrónico, se traslada a una fuerza misteriosa entre espectral y esotérica. Marta Paula le propone secretamente consultarle a Feli, una vidente —catalogada por Miguel Javier como “una mujer horrible” (Maliandi 97)—, por la identidad del padre del niño que espera, cuestión que deriva en un enigmático vaticinio sobre el destino de quien use esos zapatos: “me pregunta si los voy a tener puestos cuando me metan a mí también en la bolsa negra” (142), le cuenta aterrada Marta Paula, e inmediatamente los deja de usar. Esa bolsa negra, más adelante, aparece en el recuerdo de la protagonista del día en que se llevaron el cuerpo de Shanice (157). Todas estas asociaciones afectivas entre distintas materialidades delinean los movimientos de una trama que, en el encuentro e intercambio de esas intensidades, evoluciona de manera expansiva y descentrada en torno a una trayectoria errante que, así como mira al pasado, se proyecta en un porvenir como zona de transformación y devenir de lo espectral.
La nostalgia y lo espectral
Entendida como una sensación ambigua, anterior a un significado consciente que se vuelca con tristeza hacia experiencias u objetos de un pasado irrepetible, la nostalgia en La habitación alemana problematiza la dimensión espaciotemporal a partir de la pérdida de un sentido de lo cotidiano. En cuanto afectividad no del todo determinada por un significado claro, en la nostalgia de la protagonista confluye la fuerza de un paisaje móvil que contiene la imagen de lo vivido, en particular, la experiencia de estabilidad asociada a un lugar de pertenencia —la infancia en Heidelberg— que desde el presente es cuestionado en sus errancias por la ciudad, en un ejercicio que contrasta con las sensaciones impresas sobre ese pasado. Los recorridos que realiza en el presente evocan, de este modo, la distancia de lo que fue a través de la cercanía del paisaje contemplado, visto igual y a la vez diferente, lleno de capas de la memoria sensorial de las experiencias asociadas a esos lugares que, como sostienen Kitson y McHugh, le dan a la nostalgia una dimensión afectiva en la percepción del tiempo y el espacio:
the sensory experience of nostalgia is an enchantment with distance, a felt encounter that engenders practices of nearness. Central to the experience of nostalgia is an affective spatiality and temporality of loss, a distance between now and then that cannot be bridged. Unquantifiable yet felt intimately, this sensate gauge of proximity is a ‘structure of feeling’ floating at ‘the edge of semantic availability’. (Kitson y McHugh 490)
Entre la distancia y la proximidad, el motor de la nostalgia es un deseo imposible de alcanzar o completar, pero que en ese intento tiende un puente con el pasado. Ese imaginario, en la repetición del viaje de sus padres, ha de entenderse como una narrativa sobre el deseo, es decir, como una proyección idealizada de un lugar que desde el presente solo adquiere la cualidad de ser añorado según es leído e interpretado como deseo. En palabras de Kathleen Stewart, el evento como tal resulta inaccesible y la autenticidad con que es rememorado es expresión de esa apertura y ambigüedad respecto a un objeto que genera tristeza, pero que estrictamente no existe como tal: “Nostalgia, like any form of narrative, is always ideological: the past it seeks has never existed except as narrative, and hence, always absent, that past continually threatens to reproduce itself as a felt lack” (23). En el comienzo de la novela, al pensar en el vértigo que le genera regresar a Heidelberg, los años de infancia en esa ciudad son sinónimo de una felicidad familiar irrecuperable: “Morir en el vuelo tal vez hubiera sido menos aterrador que llegar traída por un impulso, sin dinero suficiente, en un intento desesperado por encontrar tranquilidad. Y una felicidad pasada, perdida y enterrada para siempre con la muerte de mi padre” (Maliandi 9). Heidelberg es un centro de atracción para ese imaginario nostálgico: su idealización funciona en el presente como un paliativo para la crisis personal, una salida para desprenderse de todo y fantasear con la idea de un refugio. El reencuentro con esa ciudad, sin embargo, da cuenta de una pérdida que remite al paso inexorable del tiempo: “No lo sé, tal vez toda la vida idealicé esos años de infancia, tal vez recordaba esta ciudad como un lugar donde el tiempo transcurría de otra manera. Acá esperábamos que todo se arreglara para poder volver, y mientras, estábamos como suspendidos, felices” (Maliandi 73). En las huellas de esos recuerdos se cruzan distintas temporalidades que reformulan la relación entre la materialidad y sus significados, pues la mirada nostálgica constata una ambivalencia que “tiene que ver con la repetición de lo irrepetible, con la materialización de lo inmaterial” (Boym 18). Volver es, entonces, un intento infructuoso por revivir en sus desplazamientos una experiencia ya inaccesible que de todos modos sigue interpelando al presente.
La búsqueda de ese tiempo transforma la experiencia del exilio de sus padres en una ficción idílica que impulsa el vagabundeo por la ciudad y que la protagonista reproduce ambiguamente en su negación de regresar a Argentina; por ello recuerda los años del padre en Heidelberg como un “exilio feliz”, con la salvedad de que, como ella misma señala, “un exilio del que no se quiere volver no es un exilio” (Maliandi 41-2). La vuelta a Alemania treinta años después pareciera recrear el viaje para modificar esa idea de exilio a partir de la negativa de volver a Argentina, en un deseo por romper ese lazo histórico y político y explorar, en cambio, el recuerdo de una felicidad extraviada que se resignifica en el presente. En esta línea, Marcos Seifert interpreta la nostalgia en la novela como una narrativa del regreso, pero que a la vez es una postergación de esa acción, una zona de tránsito entre la fuga y el retorno (69). En la tensión entre escapar y volver está también la fantasía escurridiza que la nostalgia persigue como una promesa fallida, pero que continúa ejerciendo influencia en el campo de acción de la protagonista. Este aspecto disruptivo respecto a la temporalidad supone que la nostalgia, en esa mirada hacia el pasado, propulsa los movimientos hacia el futuro y actúa como un foco que mueve a lo contingente pues, según señala Svetlana Boym, “la nostalgia no está relacionada únicamente con el pasado, puede ser retrospectiva, pero también prospectiva. Las fantasías del pasado determinadas por las necesidades del presente ejercen un impacto directo sobre las realidades del futuro” (Boym 17). En la expresión de un deseo que reconfigura la relación entre pasado y futuro, el aspecto prospectivo de la nostalgia abre la errancia hacia lo espectral como forma de quebrar la sincronía y, pese a que se avizora un término para el viaje —en las últimas páginas leemos: “Mis últimos días en Heidelberg se repitieron casi iguales” (Maliandi 182)—, la ficción sugiere, especialmente en la escena final, la proyección hacia una invisibilidad fantasmal protectora.
Como foco de atracción para disolver la identidad, Heidelberg también es una fuerza que modifica a la señora Takahashi, la madre de Shanice, quien adopta el ánimo errante de la protagonista apenas llega a la ciudad. En una especie de intercambio de personalidades unidas por el desarraigo, la señora Takahashi se convierte en un doble, una figura fantasmal que sin ningún plan abandona su vida en Japón. Sumida, según la protagonista, en una “fuerte crisis” (88), se dedica a vagar por la ciudad, se divierte como una estudiante en los bares, se niega a volver a Japón y fantasea con escaparse a Buenos Aires. Descrita como “hermosa y espeluznante al mismo tiempo” (Maliandi 155), ella reproduce la trayectoria errante hacia lo espectral, una instancia que, de acuerdo con Jacques Derrida, altera la temporalidad para situarse ambivalentemente entre lo que aparece y desaparece (20-1). En esta imagen, se abre un ámbito de lo posible para resignificar el pasado —y las resonancias de sus respectivas crisis— e idear los nuevos recorridos para la errancia desde una nostalgia que perfila la imagen fantasmal de las mujeres. El triángulo con Shanice y la señora Takahashi ejemplifica la reconfiguración de los vínculos afectivos que vive la protagonista: la amistad con Shanice la convierte en una especie de doble adolescente, y esa misma extranjería que comparte con la japonesa se potencia en la actitud vagabunda de la señora Takahashi, que análogamente encarna el extravío y desarraigo de la protagonista al modo de un doble, donde también proyecta la inseguridad ante una maternidad no deseada.
Entre la presencia y la ausencia, este aspecto fantasmal desestabiliza la percepción del presente e instala una asincronía guiada por los afectos. Hacia el final, cuando la protagonista sigue a la señora Takahashi en una deambulación por las orillas del Neckar hacia las afueras de la ciudad, no está segura de si la mujer que divisa es ella mientras la ve desaparecer en el bosque: “¿Por qué estoy convencida de que es ella? Era su pelo lacio revuelto, su vestido negro de mangas largas; pero estaba demasiado lejos para asegurarlo, podría ser otra persona, podría ser cualquier cosa” (Maliandi 164). Ese paisaje conecta con una fotografía de infancia que había visto en el departamento de Mario: “nuestras figuras apenas se distinguen […] Los animales parecen bisontes enanos y se nos acercan con timidez” (174). Entendida como un dispositivo de lo espectral que trae al presente un “retorno de lo muerto” (Barthes 39), la fotografía activa en ese territorio un deseo nostálgico que juega con las categorías temporales y da paso a la posibilidad de una comunidad afectiva con los animales, como cuando se le acerca un bisonte: “supe que no me haría ningún daño. Estaba perdida, pero estaba a salvo. Respiré profundo y me pegué a su cuerpo buscando calor” (Maliandi 186). En el bosque se expresa, de este modo, un movimiento nostálgico hacia una zona de afectividad vinculada a la infancia, lo onírico y lo preconsciente, y que a lo largo de toda la novela se relaciona con una errancia que guía a la protagonista por una serie de eventos que se entrelazan de manera casual. El animal es un signo de cercanía y expresión de una intimidad con lo salvaje que desarma jerarquías; una instancia que conecta con la impulsividad abierta de los desplazamientos sobre el espacio liso y el deseo de desvanecerse en el paisaje extranjero. Pese a que en la novela la errancia supone una tensión con lo estriado, el espejismo del regreso se traslada a un plano intuitivo y espectral, donde la movilidad subraya la potencia exploradora de lo liso, en una búsqueda magnética y nostálgica que modifica la percepción espaciotemporal. Las figuras de lo liso y lo estriado como formas no dicotómicas, sino abiertas a admitir combinaciones en la experiencia de la movilidad, permiten interpretar también la libertad con que la novela transita por la idea de errancia, fuga, turismo y exilio, como categorías tradicionalmente asociadas al viaje. La intención de ser otra persona y desaparecer, como símbolo de una identidad en devenir no circunscrita a un vínculo estable, hace de la nostalgia un afecto que motiva los vagabundeos de la protagonista hacia una subjetividad ambivalente y en tránsito entre lo que está y no está. Esa espectralidad establece un diálogo con la búsqueda de anonimato y autonomía, propia de los paseos sin rumbo del flâneur, y que del lado femenino se materializa en el deseo de desaparición. Así, en el itinerario de la fuga, la dimensión afectiva del paisaje crea una red de contención para la protagonista, un ensamblaje que interviene en su errancia y la refleja a lo largo de aquel paulatino avance hacia una espectralidad liberadora.
Referencias bibliográficas
Notas
[1] Este artículo se realizó en el marco de los proyectos Fondecyt Regular Nº 1230226 y Nº 1220637, como parte del Centro de Estudios Americanos de la Facultad de Artes Liberales de la Universidad Adolfo Ibáñez.
[2] Al respecto véanse los artículos que integran el dossier Donne in fuga – Mujeres en fuga, editado por Monica Giachino y Adriana Mancini en el número 10 de la revista Diaspore (2018). Para una genealogía sobre la narrativa de viajes escrita por mujeres latinoamericanas entre fines del siglo XIX y comienzos del XX, véanse los estudios de Vanesa Miseres y Mónica Szurmuk. Sobre el caso argentino, el primero se detiene en los textos autobiográficos de Victoria Ocampo sobre París como un destino para proyectar un sentido del hogar; y el segundo examina en la literatura de 1830 a 1930 la articulación de un discurso que se hace parte de la discusión sobre la identidad colectiva de la nación gracias al acceso de la mujer blanca a la política y la cultura letrada.
[3] Para Michel de Certeau esta idea refiere al sistema regulado de la ciudad, según es concebida y planificada por los urbanistas. Frente a esta dimensión panóptica o teórica del espacio urbano, la acción improvisada de las tácticas se inscribe como una práctica cotidiana de resistencia que modifica el significado asociado a los espacios y, en general, las estructuras de poder del mapa urbano.
[4] Desde fines del siglo XX, la enfermedad pasó a llamarse “fuga disociativa” y está incluida en la cuarta edición del Diagnostic and Statistic Manual of Mental Disorders (DSM-IV), editado por la American Psychiatric Association, y en el manual de la Organización Mundial de la Salud (ICD) (Vijande Martínez).