https://doi.org/10.19137/anclajes-2023-2721


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ARTÍCULOS

El matadero según las ilustraciones de Silvina Pachelo: los corrales yermos y los gauchos feminicidas

El matadero of Esteban Echeverría, according to Silvina Pachelo’s illustrations: the desolate barnyards and the feminicidal gauchos

El matadero de Esteban Echeverría, como ilustrado por Silvina Pachelo: os corrais desolados e os gaúchos feminicidas

Daniel Avechuco

Universidad de Sonora

México

daniel.avechuco@unison.mx

ORCID: 0000-0003-0969-9340

Resumen: La edición de El matadero de Esteban Echeverría ilustrada por Silvina Pachelo es analizada con el objetivo de exponer cómo la pintora porteña reescribe una de las obras fundacionales de la literatura argentina a partir del código visual. Se toma como base el concepto del ilustrador como crítico, propuesto por Lorraine Janzen, para argumentar que las ilustraciones les ofrendan un espacio de visibilización a los sujetos femeninos marginados por el texto de Echeverría, al tiempo que parecen apuntar al estado endémico de violencia contra la mujer que se experimenta en Latinoamérica y que, sobre todo en los últimos diez años, ha sido expuesta en la literatura mediante diversas formalizaciones estéticas. El resultado es un diálogo tenso, pero productivo entre palabra e imagen que actualiza, una vez más, una obra que parece inagotable en las interpretaciones que propicia.

Palabras clave: Ilustraciones ; Violencia sexual ; Violencia racial ; Iconografía ; Cultura Latinoamericana.

Abstract: This article analyzes Silvina Pachelo’s illustrated edition of Esteban Echeverría’s El matadero with the aim of exposing how the Buenos Aires painter rewrites one of the foundational works of Argentine literature through a visual code. Taking as a starting point the concept of the illustrator as critic, proposed by Lorraine Janzen, I argue that the illustrations offer a space of visibility to the female subjects who, marginalized in Echeverría's text, point to the endemic state of violence against women in Latin America and that, especially in the last ten years, has been exposed in literature through different aesthetic formalizations. The result is a tense but productive dialogue between word and image that updates, once again, a work that seems to be inexhaustible in its interpretation.

Keywords: Illustrations ; Sexual violence ; Racial violence ; Iconography ; Latin American culture.

Resumo: O artigo analisa a edição de El matadero de Esteban Echeverría ilustrada por Silvina Pachelo com o objetivo de expor como a pintora de Buenos Aires reescreve uma das obras fundacionais da literatura argentina através do código visual. O conceito do ilustrador como crítico, proposto por Lorraine Janzen, é tomado como base para argumentar que as ilustrações oferecem um espaço de visibilidade aos sujeitos femininos marginalizados pelo texto de Echeverría, ao mesmo tempo que parecem apontar para o estado endémico de violência contra as mulheres que se vive na América Latina e que, sobretudo nos últimos dez anos, tem sido exposto na literatura através de diversas formalizações estéticas. O resultado é um diálogo tenso, mas produtivo entre palavra e imagem, que mais uma vez atualiza um trabalho que parece inesgotável nas interpretações que encoraja.

Palavras-chave: Ilustrações ; Violência sexual ; Violência racial ; Iconografia ; Cultura latino-americana.

Fecha de recepción: 05/07/2022 | Fecha de aceptación: 02/09/2022

Introducción

En las últimas décadas, los ejercicios de reescritura de obras clave de la literatura latinoamericana se han multiplicado, acaso porque se considera que la revisión crítica del canon y de los discursos y las instituciones que contribuyen a consolidarlo es más efectiva si se hace desde la palabra literaria misma. En la tradición literaria argentina, los ejercicios de reescritura no son ninguna novedad, muestra de lo cual son algunos relatos de Jorge Luis Borges, como “El fin” o “Biografía de Isidoro Tadeo Cruz (1829-1874)”, en el cual el argentino fabula una historia contrafactual o “completa” la trayectoria vital de algún personaje de Martín Fierro (1872), de José Hernández. Las reescrituras del autor de Ficciones, sin embargo, están menos motivadas por un impulso crítico/deconstructivo que por el goce de colmar los vacíos de la obra o de imaginar lo que quizás Hernández tuvo en mente, pero nunca estampó en papel durante la génesis del gran poema nacional argentino. Para encontrar la inversión, el sabotaje canónico, la contrapartida cultural de la que habla José María Vega (235) y que hace de la reescritura una contraescritura, habrá que esperar quizás al siglo XXI, con obras como “El amor” (2015), cuento en el que Martín Kohan imagina una relación homosexual entre Martín Fierro y Cruz, o Las aventuras de la China Iron (2017), novela en la que Gabriela Cabezón Cámara, en “una operación de lectura contrahegemónica” (Ramella 82), reescribe el Martín Fierro desde la perspectiva de la esposa del protagonista, una perspectiva que lo feminiza todo, incluyendo la figura del gaucho, estandarte de la masculinidad tradicional argentina. Kohan y Cabezón, así, consiguen superar con creces la devoción paralizante que puede provocar una obra de la envergadura de Martín Fierro —envergadura literaria, sí, pero también social, cultural y política—, la clase de devoción que paralizó a Victoria Ocampo cuando se le solicitó que escribiera algunas palabras sobre la presencia de las mujeres en la obra cumbre de José Hernández; evocando un par de versos del poema, dijo, honesta y a la vez evasiva: “Me siento mula, y retrocedo ante el tema. No puedo hacerle un homenaje a quien tanto lo merece, cosiando al mismo tiempo” (999).

En esta línea de reescrituras, debemos ubicar la edición ilustrada más reciente de El matadero, de Esteban Echeverría, publicada en agosto de 2020 en la editorial artesanal Charco. La ilustradora es la escritora, diseñadora y pintora porteña Silvina Pachelo, que cuenta en su haber libros ilustrados de La tempestad, de William Shakespeare y la Medea de Esquilo, obras fundamentales de la cultura occidental a las cuales se aproxima con una mirada feminista y decolonial. En su trabajo sobre El matadero, compuesto de diez ilustraciones, Pachelo se desentiende de la bruta gauchada, cuyo exceso de testosterona es siempre una promesa de violencia: “En mis ilustraciones hay más mujeres que hombres. Ya El matadero referencia a lo masculino; la obra es de machos, machos que matan, que se matan entre ellos, y el final muestra un acto de humillación brutal, una violación homosexual” (Pachelo s/p). Como se advierte, la ilustradora parte de la concepción de El matadero como una obra acerca de las masculinidades nocivas y sobre esa base erige su lectura, deliberada y furibundamente contestataria. Las ilustraciones que derivan de esa lectura, como veremos en los siguientes apartados, pretenden ofrendarles un espacio de visibilización a los sujetos femeninos marginados por el texto de Echeverría —que además son negras o mulatas—, al tiempo que parecen apuntar al estado endémico de violencia contra la mujer que se experimenta en Latinoamérica y que, sobre todo en los últimos diez años, ha sido expuesta en la literatura mediante diversas formalizaciones estéticas.

A diferencia de “El amor” y Las aventuras de la China Iron, textos en los que la voz de José Hernández se puede recuperar solo a través de indicios sembrados por Martín Kohan y por Gabriela Cabezón Cámara respectivamente, El matadero ilustrado por Silvina Pachelo no es una reescritura en sentido estricto, pues la edición contiene la escritura original de Esteban Echeverría. La descodificación de esta escritura, no obstante, se ve condicionada por la presencia de unas ilustraciones reacias a emular plásticamente la mirada y la sensibilidad de un autor a quien le resultan no solo ajenas, sino significativamente contrarias a su posición como argentina, artista y sujeto social. Las láminas de Pachelo, así, representan la versión opuesta de esas leyendas al pie de los cuadros que vemos en ciertos museos, en las cuales se busca hacer explícitos los sesgos de clase, raza o género que probablemente tamizaron la creación de algún óleo.

Antes de pasar al comentario de las láminas, quisiera hacer un par de precisiones teórico-metodológicas. Por un lado, me apego a la premisa de la canadiense Lorraine Janzen de que las ediciones ilustradas son dispositivos bitextuales, lo que implica que la ilustración no es un paratexto ni su sentido depende del material verbal, sino que tiene autonomía discursiva. Además, considero la labor del ilustrador similar a la de un crítico, por lo que las ilustraciones deben entenderse como una interpretación plástica del texto literario. En ese sentido, los libros ilustrados están compuestos por dos textos, el verbal-creativo y el visual-crítico (Janzen 4). El contacto de un lector con una edición ilustrada, por consiguiente, siempre estará mediada por una serie de imágenes que constituyen una lectura, fijada en el propio texto y oculta debido a su naturaleza visual; en el caso de las ilustraciones de Pachelo, esa lectura está basada casi completamente en los vacíos y las sugerencias del texto literario. Para descifrar esta interpretación, debe considerarse que la mirada del ilustrador, como la de cualquier crítico, está determinada por su propio horizonte temporal. Este aserto resulta de suma importancia cuando la relación imagen-texto es asincrónica, es decir, cuando el momento de la enunciación literaria y de la génesis visual son profundamente distintas.

Propongo, partiendo de las consideraciones expuestas en el párrafo de arriba, una ruta de análisis centrada en el diálogo que la pintora porteña establece con la tradición de representaciones del espacio del matadero como lugar de ruido sonoro y visual y en su apropiación de los rasgos femeninos que el narrador del texto le adjudica al unitario. Con esto, busco evidenciar las disonancias entre imagen y palabra y señalar cómo esas disonancias pueden entenderse como una crítica plástica de la tradición a partir, paradójicamente, del reconocimiento del valor estético del material literario.

La soledad de los mataderos y de los cuerpos vulnerados

Uno de los aspectos recurrentes en la tradición rioplatense de representaciones visuales y verbales del espacio de los mataderos es la conjunción de hacinamiento y ruido. Basta recordar, por ejemplo, los mataderos que imaginó el ingeniero y pintor saboyano nacionalizado argentino Carlos Enrique Pellegrini (1800-1875) y plasmó en unas célebres acuarelas compuestas a partir de una estética del caos (figuras 1 y 2). En estas y otras estampas semejantes del periodo, como las del inglés Emeric Essex Vidal o el suizo Hipólito Bacle, la concurrencia de elementos —carniceros, pialadores, enlazadores, mirones, achuradoras, reses vivas y muertas, carretas, vísceras, costillares descarnados, cráneos con cornamenta— genera un cuidado ruido visual que hace de correlato de la algarabía y la bulla que ya narraba Alonso Carrió de la Vandera en el Lazarillo de ciegos caminantes (1773).

Figura 1. El Saladero (c.1830), de Carlos Enrique Pellegrini.

Fuente. Wikimedia Commons

Un grupo de personas sentadas en el suelo

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Figura 2. El Matadero (c.1830), de Carlos Enrique Pellegrini.

Fuente. Wikimedia Commons

Las representaciones visuales y verbales de muchedumbres populares, como la de los mataderos, se reiteraban en el periodo porque resultaban llamativas para la mirada y la sensibilidad del letrado, que veía fascinado la oportunidad estética que suponía el aglutinamiento de colores, formas y texturas. Además de sus atractivos para la representación artística, estas estampas del vulgo en multitud eran formas de registrar las prácticas y las conductas contrarias a las normas y la moral de los sectores burgueses; y es que las congregaciones del pueblo bajo suponían una ristra de fronteras transgredidas que inquietaban a las consciencias “decentes”.

Los excesivos concursos de la plebe, como las denominó el teniente Luis Bernardino de Bosa (citado en Jiménez 111), disgustan a las élites y a las autoridades porque, además de las transgresiones que conllevan en el renglón de la sociabilidad en general, intergenérica en particular, “que imputan sin vacilar a la parte animal e instintiva del pueblo” (Farge 111), son una forma de desorden público y una exuberancia que seguramente hacían rememorar los tumultos populares en el marco de las revoluciones de independencia:

El miedo a los saqueos, al bandidaje y a las insurrecciones, entre otras formas de violencia, iba junto a la visualización de atentados contra la hegemonía de la ética y a las expresiones culturales que mantenían cohesionado [a los grupos dirigentes]. (León 87)

 

Cuadros como los de Pellegrini, pues, son materializaciones de lo que Martín Kohan considera el doble signo que adquiere la cultura popular durante el siglo XIX: “recelo ideológico y seducción estética” (173).

Este doble signo lo encontramos en El matadero de manera ostensible. A pesar del talante crítico y burlón que lo anima desde las primeras líneas, con el paso de las páginas el narrador se ve arrobado por el espectáculo de ruido, movimiento y color que producen los corrales de la federación. El texto se detiene en referir y subrayar la algarabía; así, en la obra, hay “vociferaciones” (95), “desaforados gritos” (96), “algazara” (96), disonantes graznidos (100), “gritos y explosión de cólera” (101), “palabras inmundas y obscenas, vociferaciones preñadas de todo el cinismo bestial que caracteriza a la chusma” (102), “puteadas” (103), “dicharachos [y] exclamaciones chistosas” (104), vocerío infernal (105), “bramidos roncos” (107), tremendas carcajadas (110), “risa estrepitosa” (112). El bullicio del matadero es manifestación de la actividad laboral y del permanente estado de fiesta, e indicio de violencia, que en los conglomerados plebeyos no es solo una forma de expresión de descontento, sino también “un fin en sí mismo”, una “manifestación propia” (Pizarro 28) de su identidad grupal. Y en la fiesta no importa, como dice Mijaíl Bajtín, el individuo privado y egoísta del horizonte burgués, sino el “cuerpo popular, colectivo y genérico” (24). En El matadero, la preeminencia del cuerpo popular, colectivo y genérico de la bárbara federación explica la indiferencia con que se vive la espeluznante muerte del niño por decapitación, narrada como uno más del cúmulo de sucesos de que se compone la estridente jornada. Puede barruntarse, de este modo, que cualquier acto atroz, violento y fatal, como el del niño, queda subsumido en el concierto de ruidos, formas, olores, colores y movimientos que reina en el espacio del rastro.

De entrada, la algarabía y el ruido visual propios del acervo de representaciones del matadero, que recoge la obra magna de Esteban Echeverría para formalizar artísticamente su aversión contra la chusma federal, parece estar presente en las ilustraciones de Silvina Pachelo; y digo que parece porque en realidad la concurrencia que ella imagina es exclusivamente femenina. Desde un encuadre radicalmente contrario a los escritores de la Generación del 37 y con un impulso abiertamente reivindicativo, Silvina Pachelo combate la marginación narrativa y cultural de las negras y mulatas achuradoras de El matadero ubicándolas en el centro de sus ilustraciones, en grupo. Como se advierte en las figuras 3 y 4, la centralidad de las negras y mulatas no implica dulcificar su representación ni mucho menos (como harán tantos otros ilustradores de la obra); de hecho, la segunda ilustración evoca claramente un aquelarre, lo que es una forma de asumir visualmente la imputación que le hacen los gauchos a las achuradoras de ser brujas (Echeverría 101).

Figuras 3. Ilustración de Silvina Pachelo para

El Matadero, Charco, 2020. Técnica: lápiz sobre papel.

Imagen que contiene pájaro, grupo, pequeño, montón

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Figuras 4. Ilustración de Silvina Pachelo para El Matadero,

Charco, 2020. Técnica: lápiz y acrílico sobre papel.


Sin duda uno de los grandes aciertos de la pintora porteña es apropiarse de los acentos monstruosos de los que echa mano el narrador de El matadero para representar a las negras y las mulatas. Si en el texto monstrificarlas es una forma de codificar sintéticamente el déficit de civilización del que, según los de la Generación del 37, adolecen ellas[1], en la interpretación plástica de Pachelo la monstruosidad de las achuradoras supone una estrategia de resistencia en contra ya no solo de la retórica unitaria, sino del discurso normativo argentino en particular y del latinoamericano en general, en los cuales el cuerpo negro suele dar pie menos a genuinas subjetividades que a objetivaciones folclóricas, cuando no a la invisibilización. Al recurrir a rasgos monstruosos para la composición de las negras y mulatas del matadero —asimetrías, desproporciones y dislocaciones anatómicas, posturas animalescas, yuxtaposiciones humano-animal, estética feísta, todo ello enfatizado por una falta de correspondencia entre la escala de los sujetos en relación con el espacio—, las ilustraciones centran plásticamente la excentricidad cultural. De esta manera, Pachelo mantiene el “locus diferenciado, anómalo y alternativo” que corresponde al monstruo (Moraña 228) a la vez que contribuye a la visibilización de un sujeto que lleva la transgresión en la constitución de su propio cuerpo, una transgresión que hace trastabillar las certezas y defiende la especificidad de las identidades frente a los discursos racionales de Estado, que tienden a la homogenización (y, en el caso rioplatense, al silenciamiento). Con esta decisión composicional, la ilustradora se une a un grupo de escritoras latinoamericanas de las últimas décadas, entre ellas Samanta Schweblin, Mariana Enríquez, Fernanda Melchor, María Fernanda Ampuero, Dolores Reyes, Michelle Rocha Rodríguez, Lina Meruane y Solange Rodríguez Pappe, que han apelado a la monstrificación de los sujetos, casi siempre femeninos, como maniobra estética y política. En la obra de estas escritoras, el monstruo —mujeres que comen tierra o pájaros, que se desfiguran el cuerpo voluntariamente, mujeres vampiro, mujeres que pactan con el diablo— constituye una poderosa vía para exhibir tanto las diversas formas de la subjetividad femenina, la mayoría contrarias al ideal tradicional, como la deriva violenta de América Latina.

Podría decirse que en las figuras 1 y 2, Silvina Pachelo, siguiendo la terminología que acuña Lorraine Janzen para referir las relaciones posibles entre el ilustrador y el texto literario, cita plásticamente las palabras con que el narrador configura a las negras y mulatas achuradoras. Sin embargo, una vez extraída, codificada plásticamente y leída en un nuevo contexto, la cita adquiere un sentido profundamente distinto. Y es que, como la propia teórica canadiense sostiene, el diálogo entre imagen y texto se inserta en una conversación cultural mucho más amplia, en la que están implicados ilustrador y lector (4). La conversación cultural en la que se sitúa El matadero ilustrado por Pachelo contempla un contraste marcado entre cómo se percibía y valoraba el sujeto femenino negro y mulato en el marco del conflicto unitarios-federales (barbarie, suciedad, carencia de cualidades femeninas), y cómo se percibe y valora actualmente. Ese contraste permite poner en perspectiva el posible significado de las figuraciones monstruosas, que pasan de expresar “el repertorio de los miedos y represiones de una sociedad” (Giorgi 323) a declarar la legitimidad y la diferencia identitarias.

Con todo, Pachelo pronto abandona las representaciones de la concurrencia femenina y se aboca a los espacios desolados, como los de las figuras 5 y 6. Las láminas apuestan por una superficie con el menor ruido visual posible, lo cual, aunado al blanco y negro y a la consiguiente impresión nebulosa, contribuye a la plasmación de un escenario no solo yermo, sino además devastado, con claros ecos posapocalípticos. Estos ecos no tienen soporte en el referente bíblico, como sucede en el texto, en cuyas primeras páginas se parodia una parte del Génesis, sino en la tradición visual, e incluso podría decirse que específicamente la cinematográfica.


Figuras 5. Ilustración de Silvina Pachelo para

El Matadero, Charco, 2020. Técnica: lápiz sobre papel.

Figuras 6. Ilustración de Silvina Pachelo para

El Matadero, Charco, 2020. Técnica: lápiz sobre papel.

La devastación a que Silvina Pachelo somete el matadero no es solo literal; también arrasa con cualquier marca que asocie el espacio y los sujetos que lo habitan con la cultura gauchesca. Toda enunciación y toda recepción de imágenes se vincula con lo que Diego Lizarazo Arias denomina “enciclopédicas icónicas”, conformadas por tres componentes:

un archivo ejemplar del tipo de imágenes que participan del imaginario que reporta; unos principios sintácticos específicos sobre las formas elementales de articulación entre sus íconos, y un sistema de rasgos pertinentes en los que se definirían las propiedades icónicas características del imaginario. (61)

Las enciclopedias icónicas no son sino repositorios mentales de modelos de representación que inciden en los procesos de creación, en tanto que la figuración visual no es producto solo de la imaginación individual, y de recepción, en la medida en que le permiten al espectador relacionar el estímulo sensible con un referente y con ello propiciar una comprensión más plena. Pues bien, la propuesta plástica de Silvina Pachelo fulmina la enciclopedia icónica gauchesca: que en sus láminas alcancemos a percibir gauchos y un matadero se debe únicamente al anclaje textual. Arrasar con dicha enciclopedia es tanto una decisión artística cuanto una postura frente a la tradición literaria y visual argentina, en la que la figura del gaucho y toda su parafernalia conforman la columna vertebral. El resultado es un espacio y unos sujetos notoriamente abstractos, indefinidos, lo que permite diversificar las rutas exegéticas de la edición ilustrada, en la cual, según Janzen, palabra e imagen se afectan mutuamente durante el proceso de descodificación.

En el matadero yermo que propone la artista porteña, los cuerpos vulnerados por la violencia inherente al entorno quedan completamente individuados, por lo que se ven restituidos en su importancia y su dignidad: ya no son un componente más del escenario, sino lo esencial, incluso lo único. Al rehuir la muchedumbre, Pachelo soslaya el cuerpo colectivo de la federación que construye el material literario y vuelve los ojos a la víctima de la violencia; es como si los ojos de la pintora se detuvieran, en su paneo, en el cadáver del niño decapitado y se olvidara completamente de la persecución del toro por considerarla una banalidad comparada con una vida que expira, justo lo opuesto al proceder del narrador. Es decir, al despojar al matadero del ruido y la aglomeración y de toda marca que lo vincule con la cultura gauchesca, las ilustraciones colocan en el centro narrativo, plástico y ético la violencia y la víctima, pero no ya como maniobra ideológica para hacer patente la barbarie federal y con ello desacreditar el gobierno de Rosas, sino como una manera de señalar las consecuencias de un escenario dominado por las masculinidades brutales, para las cuales la agresión es una forma de reafirmar la hombría.

En la fuente literaria, dichas consecuencias están relegadas casi hasta la invisibilización. En su afán de ganar la batalla dialéctica contra el bando político enemigo, al narrador de El matadero solo le importa el cuerpo maltratado del unitario, acaso una proyección en la diégesis del propio Echeverría. Sin embargo, la obra sugiere que la violencia que se gesta y acumula por la propia dinámica de los corrales puede desbordarse en cualquier momento y en cualquier dirección. Las propias negras y mulatas achuradoras, las únicas mujeres que son parte constitutiva del espacio, son objeto de amenazas: “¡Che!, negra bruja, salí de aquí antes de que te pegue un tajo” (101), le dice a una de ellas un carnicero. De esta clase de sugerencias parte Silvina Pachelo para reformular plásticamente la violencia federal, lo que implica re-politizarla y, así, actualizarla. Esta forma de ilustrar El matadero no es nueva ni mucho menos. De hecho, la que podría ser la primera interpretación visual del texto, la cual corrió a cargo del pintor Emilio Más, data de 1934 y se aloja en las páginas de la revista argentina filoanarquista Nervio, ya le da la espalda a la estética visual gauchesca con la intención de centrarse en el sedimento político de la obra echeverriana y establecer, de esta manera, continuidades entre Juan Manuel de Rosas y José Félix Uriburu, quien había llegado al poder en 1930 mediante golpe de Estado. La revista Nervio, pues, inaugura una corriente de interpretación plástica de El matadero caracterizada por priorizar y actualizar la raíz política de la obra de Echeverría, por deslindarse total o parcialmente de la enciclopedia icónica gauchesca y por colocar en primer plano la violencia. A esta corriente después se sumarán pintores de la estatura de Carlos Alonso, en 1963, y Marcia Schvartz, en 2011, por mencionar dos de los ilustradores de El matadero de mayor relumbre y, también, lo hace la propia Silvina Pachelo.

El componente feminista de la mirada y la sensibilidad de la pintora parece llevarla a re-politizar y actualizar El matadero de tal modo que, en sus ilustraciones, la pugna federales-unitarios queda suprimida y, en su lugar, se instala la violencia contra la mujer que, en la obra, es marginal, narrativamente insustancial. Así como la interpretación de la obra del mendocino Carlos Alonso está influida por el ruido y la furia internacionales (la guerra de Vietnam, las secuelas de la Revolución Cubana, la muerte del Che Guevara) y nacionales (la tortura y la desaparición de Felipe Vallese y la pugna entre Azules y Colorados durante la administración de José María Guido, y la Noche de los Bastones Largos durante el gobierno de Juan Carlos Onganía) o la de Marcia Schvartz lo está en su funesta experiencia con la dictadura de Jorge Rafael Videla y en su visión crítica del kirchnerismo, Silvina Pachelo parece guiarse por un diagnóstico pesimista del presente latinoamericano sobre la violencia de género, en particular respecto a los feminicidios. Basta un dato para corroborar la magnitud del problema: según el Observatorio de Igualdad de Género de América Latina y el Caribe, de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe, en 2020 —año de publicación de El matadero ilustrado por Pachelo— hubo 4091 víctimas de feminicidio, es decir, más de 11 asesinatos por razones de género diariamente; se trata de una cifra escalofriante y, sin embargo, conservadora, pues, como indica el portal de la Comisión, la estadística deriva de los números proporcionados por los gobiernos.

Figuras 7. Ilustración de Silvina Pachelo para

El Matadero, Charco, 2020. Técnica: lápiz y acrílico sobre papel.

Al proceder de este modo, la ilustradora porteña tensiona la obra echeverriana desde el presente, la interroga con el propósito de que ponga en suspensión por un momento la pugna federales-unitarios y confiese sus subtextos, uno de los cuales insinúa las relaciones de causalidad entre las masculinidades brutales y la violencia contra la mujer. El resultado de este interrogatorio son ilustraciones como la figura 7, de inquietantes resonancias contemporáneas.

La lámina es tanto más aterradora cuanto las secuelas de la violencia contrastan con un inesperado matadero colorista, en el cual la serenidad, la quietud, el silencio atronador hacen más dramática e incómoda la exposición del cuerpo que fenece. ¿Cómo no pensar, con esta ilustración, en las imágenes de cuerpos de mujeres abandonados que la prensa ha explotado hasta la obscenidad como mínimo desde los años noventa? ¿Cómo no pensar, por ejemplo, en el vergonzoso e indignante caso de las muertas de Juárez, siniestro paradigma latinoamericano que concentra en un pequeño territorio del norte de México lo que prácticamente se vive todos los días en todos los rincones del subcontinente? La ilustradora, pues, parece detectar en situaciones como la que relata El matadero —concretamente, la definición y la reafirmación de la masculinidad a través de un performance agresivo— el germen de la violencia endémica y normalizada en Latinoamérica, la cual deja números como los que he expuesto en otro párrafo.

El culmen de su propuesta de repolitización y actualización, Silvina Pachelo lo alcanza con una ilustración que hace referencia al choque entre Matasiete y el unitario, choque que encarna la pugna política, social y cultural que le da impulso y sentido al material literario. La figuración plástica de esa escena es de presencia casi obligada en las más de quince ediciones ilustradas existentes sobre El matadero[2], en tanto que es probablemente la que mejor expresa la médula de la obra: además de constituir el clímax del conflicto narrativo, se trata de la máxima “evidencia” de cómo operan los mazorqueros del Restaurador, de cómo opera la barbarie federal. En la lámina donde materializa esa escena, Pachelo lleva hasta la literalidad la feminización del unitario, proceso que empieza a perfilarse en la figura 7, comentada anteriormente, en la que el cuerpo agonizante bien puede ser masculino —parece llevar una barba en u, al estilo unitario— tanto como femenino —las formas anatómicas—. Pues bien, en la figura 8, como puede advertirse, la feminización se completa: en el cuerpo sometido no quedan marcas masculinas.


Figuras 8. Ilustración de Silvina Pachelo para

El Matadero, Charco, 2020. Técnica: lápiz y acrílico sobre papel.

Como han señalado insistentemente los estudiosos de El matadero (entre otros, Bruce-Marticorena 200; Caminada 185; Jing 114; Skinner 223; Salessi 61; Guerra; Melo), en el texto la feminización del unitario supone una vía para sugerir que su masculinidad —fina y aristócrata y por ello insuficiente en el espacio de los corrales— ha sido doblegada por la fuerza bruta de los mazorqueros; es decir, en esa escena la debilidad del unitario se expresa mediante algunos rasgos del estereotipo decimonónico del sexo “débil”, lo que es una forma de subrayar la marginación de la mujer, importante solo en la medida en que, desde el punto de vista de la obra, ofrece cualidades para formalizar oblicuamente una hombría exigua. Es claro que al sustituir al unitario por un cuerpo femenino, Pachelo no convalida la propuesta ideológica de El matadero, que hoy calificaríamos de misógina o al menos de sexista, sino que toma un recurso retórico del narrador y recurre a la literalidad para poner en el centro lo que le interesa como artista, como sujeto social y como argentina: la violencia contra la mujer. De esa manera, la porteña lleva al extremo la objetivación de la carne, subtexto sexual que recorre prácticamente todo el material literario.

Como vemos, Silvina Pachelo construye un espacio desolado y silencioso, en franca oposición a lo que describe la obra y a la tradición visual de representaciones del matadero rioplatense, con lo cual no solo rompe con el ambiente de algarabía, sino también con el cuerpo colectivo que prima en el texto, además de que las láminas les dan la espalda a las enciclopedias icónicas gauchescas como modelos de figuración visual. Estas decisiones artísticas contribuyen a la individuación de los cuerpos vulnerados y a la representación de la violencia como una terrible anomalía. De esta manera, la propuesta de ilustración consiste en una relectura de un clásico argentino y acaso un intento de explicar, desde la trinchera de la plástica, las raíces de una violencia que no parece tener un fin próximo.

Conclusiones

Cuando, a raíz de su trabajo con la Divina comedia, le preguntaron si se sentía un ilustrador o un creador, Carlos Alonso respondió así:

Me gusta más ubicarme en la segunda calificación porque me hace sentir más libre… tal vez menos traidor a Dante. Un ilustrador es, por ejemplo, Doré… Serlo implica un total estudio, un estar constantemente junto al libro, un respeto por el tiempo, las costumbres. En mi caso no pasa eso. Mi aspiración fue hacerlo algo más contemporáneo […] Sí, en cierto sentido esto es una traición a Dante… a pesar de que él deja muchas puertas abiertas para el sucesivo aporte de estudiosos o de ilustradores. No me siento un ilustrador sino alguien que hace algo a partir de una obra clásica y fundamental para la cultura, y que trata de remozarla, de encontrarle puntos de coincidencia con nuestra época. Que son muchas. (Cinqugrana 22, las cursivas son mías)

Con gran capacidad de abstracción, Alonso condensa en muy pocas palabras la compleja relación que el ilustrador puede establecer con el material verbal, sobre todo cuando este goza de trascendencia. Esa relación oscila entre el respeto y la traición, por emplear las palabras del propio pintor mendocino, quien además reconoce que el ilustrador trabaja a partir de las puertas abiertas que deja la obra, las cuales autorizan una interpretación que tenga más relación con el contexto de la génesis visual que con el de la enunciación literaria. Es claro que, en tanto ilustradora, Silvina Pachelo asentiría ante las palabras de su homólogo y compatriota: su propuesta plástica implica la elusión no solo de la anécdota del relato —sin el respaldo verbal, sería difícil reconocer El matadero en la secuencia que constituyen las diez láminas—, sino también del horizonte ético e ideológico que se le infiere, aparte de que lleva al colapso la enciclopedia icónica gauchesca.

Pachelo es consciente de la importancia de El matadero para la cultura argentina, tanto como lo son Martín Kohan y Gabriela Cabezón Cámara de la importancia del Martín Fierro, pero a la vez asume una postura suspicaz y crítica antes que una ratificante; por eso, no busca la emulación sino la especulación plástica. Con sus ilustraciones, trata de decirnos lo que no confiesa el texto: por ejemplo, lo que pudo haberle sucedido a una de las achuradoras después de que el carnicero la amenazara con pegarle un tajo. A partir de esa especulación plástica y de la consideración de El matadero como una obra fundacional no solo de una literatura, sino también de una cultura, de una forma de entender (y admitir) la hombría, la pintora porteña pone el dedo en la llaga al señalar la consustancialidad entre la nación argentina —de toda Latinoamérica, podríamos decir— y las prácticas de violencia como reafirmación de la identidad masculina.

 

Referencias bibliográficas

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Notas

[1] Para ahondar en los usos políticos del monstruo en el contexto del conflicto federales-unitarios, véase Gabo Ferro y Diego Jarak.

[2] Desde que en 1944 Waldimiro Melgarejo Muñoz lo iluminó con bellos aguafuertes, El matadero ha dado pie a, por lo menos, catorce versiones ilustradas más: la de Eleodoro Marenco (1946), la de Miguel Ángel Elgarte, Fernando López Anaya y Francisco de Santo (1957), la de Juan Carlos Huergo (1961), la de Adolfo Bellocq (1963), la de Carlos Alonso (1966 ), la de Luis Seoane (1974), la de Miguel Ángel Biazzi (1984), la de Mariano Lucano (2008), la de Pablo Pino (2009), la de Rodrigo Folgueiras (2010), la de Marcia Schvartz (2011), la de Melina Belloni (2012), la de Oscar Capristo (2013), la de Salvador Retana (2015), la de Pablo Pol Maiztegui (2019) y la de Silvina Pachelo (2020).