https://doi.org/10.19137/anclajes-2022-2617
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ARTÍCULOS
Una máquina del tiempo lentísima. Los sorias, de Alberto Laiseca
A Very Slow Time Machine. Los sorias, by Alberto Laiseca
Uma maquina do tempo lenta demais. Los sorias, de Alberto Laiseca
Cristian Molina
Instituto de Estudios Críticos en Humanidades, IECH
Universidad Nacional de Rosario
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, CONICET
Argentina
molacris@yahoo.com.ar
Orcid: 0000-0003-1592-5893
Resumen: Nos proponemos leer Los Sorias, de Alberto Laiseca, como una ficción –y una práctica- de larga duración. Esto supone abordar los saberes sobre el tiempo, formales y plebeyos, que la novela pone en juego a partir de diversas imágenes y que definen un hacer tiempo como práctica lentísima (de lectura, de escritura, de publicación), sostenida por Alberto Laiseca. Esto, además, se articula con la concepción de la novela como máquina del tiempo, a partir de la cual Laiseca define una duración lentísima con el pasado como tiempo inclausurado.
Palabras claves: Tiempo; Novela; Larga duración; Saberes; Alberto Laiseca.
Abstract: We propose to read Los Sorias, by Alberto Laiseca, as a long duration’s fiction and practice. This means addressing the knowledge about time, formal and common, that the novel promotes from various images and that define doing time as a very slow practice (of reading, writing, publishing), supported by Alberto Laiseca. This, in addition, is articulated with the conception of the novel as a time machine, from which Laiseca defines a very slow duration with the past as an open time.
Keywords: Time; Novel; Long duration; Knowledge; Alberto Laiseca.
Resumo: Procuramos ler Los Sorias, de Alberto Laiseca, como uma ficção –e uma prática- de longa duração. Isso requer trabalhar os saberes sobre o tempo, formal e comum, que o romance oferece a partir de várias imagens, que definem o fazer tempo como uma prática muito lenta (de ler, escrever, publicar), desenvolvida por Alberto Laiseca. Isso, ademais, se articula com a concepção do romance como máquina do tempo, a partir da qual Laiseca define uma duração lenta demais om o passado como um tempo aberto.
Palavras chaves: Tempo; Romance; Longa duração; Saberes; Alberto Laiseca.
Fecha de recepción: 10/03/2021 / Fecha de aceptación: 08/05/2021
Los sorias (1998), de Alberto Laiseca, es una ficción que desarrolla, en múltiples planos, la historia de un mundo en permanente conflicto por el poder, a partir de peligrosas y autoritarias relaciones internacionales, sostenida por una voz narrativa entre lo jocoso y lo siniestro. Así, las vidas de los personajes y de diferentes comunidades –magos, crotos, leyendas populares, operadores telefónicos, femmes fatales, tiranos y toda su corte de funcionarios– se cuenta desde lo micro entrelazada con los sucesos de orden macro histórico y cósmico. Suele considerarse la novela más larga de la narrativa argentina; sin embargo, nunca se reparó en que esa extensión está ligada a ciertas imágenes sobre el tiempo que genera desde el inicio. La relación entre extensión y temporalidad fue explorada en trabajos recientes de Sandra Contreras (“Formas de la extensión” y “Prácticas de la larga duración”) sobre unas experiencias a las que denomina de “larga duración”, no solo porque se sostienen durante un periodo extenso de tiempo, sino porque implican, al enfrentarse con ellas, una atención sostenida que se hace sentir física, descomunalmente, y que genera efectos en la propia materialidad del trabajo artístico y en la vida del escritor. Proponemos que Los sorias, de Alberto Laiseca, puede considerarse una práctica de larga duración no solo por su monumentalidad, sino porque constituye el centro de una ficción que se expande en sucesivas reapariciones más allá de la novela. Pero, además, sostenemos que son las imágenes en las que insiste donde convergen saberes que hacen tiempo en su duración.1
El problema que se nos presentará, entonces, es cómo Laiseca hace durar el tiempo en Los Sorias a partir de una serie de imágenes y cómo, en cierto sentido, lo convierte en un protagonista de la ficción. El tiempo es un concepto transicional, susceptible de diversos cruces y entramados disciplinares y, por ende, de definiciones y propiedades con las que Laiseca hace algo y que le hacen algo a su escritura y a su vida. Considerado como una bomba, un viaje o registro cósmico de lo vital, según analizaremos en adelante, el tiempo –y sus saberes formales e informales– hace algo con la literatura y esta le hace algo a él. En todos los casos, sus imágenes son, además, modos de una ficción de larga duración que transcurre más allá de la materialidad y de la “temporeidad” propia de la novela (Zubiri “El concepto descriptivo del tiempo”).
El tiempo es una bomba apenas comienza Los sorias. Cuando Personaje Iseka sale de la pensión, en la frontera entre Tecnocracia y Soria, dos países rivales inventados, ve precipitarse en la calle una lluvia radioactiva. Entonces, nos enteramos de que una “juventud había sido asesinada con una carga nuclear de 1.200 horas, o sea 78.000 minutos, equivalentes a 4.680.000 segundos” (Laiseca Los sorias 25). A continuación, compra el periódico y lee una profusión de noticias en las que se describen ataques con diversas bombas temporales empleadas en los conflictos bélicos.
Las especificaciones sobre cómo actúan y cómo se componen estas armas son inciertas, y a veces, como en la cita precedente, desafían la lógica convencional del cálculo de magnitudes, entre lo erróneo y lo certero que proponen. Sabemos que tienen la particularidad de dividirse en cifras a partir de aparentes equivalencias que, sin embargo, no son tales. En los periódicos, las noticias informan que hay bombas de rotelio con capacidad de 2 a 6 horas, pero también la “Superespantosa del Horriblebasta”, de 40 y 60 horas, e incluso de 120 horas. Sobre esta en particular, las potencias enfrentadas han decidido no usarlas porque se “pondría en peligro la estructura temporal del Universo” (26). La novela exacerba el número, la cualidad homogeneizante y medible del tiempo y, así, lo expande hasta cifras enormes que son unidades mínimas, flashes de tiempo que, paradojalmente, se acumulan hasta formar grandes cantidades. Las bombas de tiempo señalan y enfatizan su extensión descompuesta en unidades, su durabilidad contenida bajo la forma de un arma que divide el tiempo en cifras pequeñísimas y acumulativas que lo tornan mensurable.
La medida del tiempo ha sido un problema de la filosofía y la física desde la Antigüedad. Como señala Stephen Hawking en Historia del tiempo, desde las concepciones aristotélicas del universo, hasta las contemporáneas teorías físicas derivadas de la relatividad y la cuántica, el tiempo no solo se redefinió, sino que supuso una modificación de sus parámetros para ser cuantificable. La idea de tiempo ligada al movimiento recorrió un camino que fue desde Aristóteles a Newton, a partir de una mensurabilidad concebida como absoluta. Es decir, el tiempo era movimiento absoluto, siempre igual en su medición. Esto presuponía que era independiente del espacio y que cualquiera podía medir el mismo tiempo ante cuerpos en movimiento.
La cuestión, sostiene Hawking, cambió a partir de la teoría de la relatividad de Albert Einstein y recorrió todo el siglo XX. A partir de entonces, el tiempo físico dependió de la posición relativa de los observadores en el espacio. Cada uno tenía su propio reloj y, según variaba su ubicación, se revelaron mediciones diferentes. El tiempo pasó a formar parte de la llamada cuarta dimensión de espacio-tiempo. Esta concepción de la física relativista, aún en el siglo XXI, continúa en la línea de Hawking tratando de hacer converger la relatividad con la cuántica. En investigaciones como las de Máximo García Sucre (“Los conceptos de tiempo”), a partir de la idea de partícula y de la teoría de los conjuntos, el tiempo, inescindible del espacio luego de la dualidad onda partícula, se define como una noción asociada a un cambio de estado en tanto colección de momentos diferentes entre sí. La duración del tiempo, así como la idea de extensión o de cambio de estado, sostiene Sucre, emergen de la manera en cómo las partículas forman estructuras momentáneas representadas por conjuntos. De modo que la mensurabilidad del tiempo, aún en esta teoría, es relativa a su extensión entendida en tanto puntos de equivalencia en conjuntos de partículas como referencias que son, además, intensidades temporales distribuidas.
Sin embargo, el problema de la medida del tiempo no se circunscribe a la física. En Tiempo (2017), Rüdiger Safransky sostiene que la idea de tiempo posee una historia. En la Antigüedad, los cursos rítmicos de la naturaleza eran la unidad para la división del tiempo; de ahí también que Aristóteles lo haya asociado con el movimiento y el número (el tiempo aristotélico es precisamente eso: el número del cambio según un antes y un después). Fue en el siglo IV cuando se comenzaron a construir relojes mecánicos para seguir los cursos regulares del acontecer. Pero si estos instrumentos de medida, inicialmente, generaban recelo y escindían el tiempo en público –el de los relojes solares o de agua– y en privado –el de los ritmos de la vida–, fue en el siglo XIX cuando se avanzó, en pleno auge del capitalismo industrial, en la homogeneización del tiempo. Se logró a partir de la instauración del Tiempo Medio de Greenwich, que sirvió como unificación social en tanto fue una referencia fija para definir los tiempos locales.
Así, la mensurabilidad no solo revela diferentes modos del tiempo, que en el estudio de Safransky se multiplican (tiempo del aburrimiento, del cuidado, gestionado, de la vida, etc), sino que, ahora, además, pueden permitirnos leer lo que esas mediciones hacen con la literatura en Los sorias y lo que esta hace con esos saberes y esos tiempos. En las bombas, como señalamos, el tiempo nunca termina de dividirse en unidades cada vez más pequeñas o de construir escalas máximas, como si llevase el principio de la relatividad del tiempo y de las referencialidades para mensurarlo al extremo de sus presupuestos y allí los hiciera estallar en su multiplicidad. Además, las bombas aceleran, a veces asesinan, juventudes, es decir, afectan el tiempo vital y propio, pero también pueden sacudir la estructura del universo; atraviesan fronteras, astillan corporalidades y revelan una cualidad que se antepone a la cantidad, por ejemplo, cuando la narración sostiene que “un minuto lúcido” basta para cambiar el estado de situación presente con los compañeros de la pensión (Laiseca Los sorias 25-26). El tiempo, en las bombas, se convierte en extensísimo, se acumula y divide y revela cualidades no cuantificables. No se trata, sin embargo, de una inadecuación o de una ruptura radical respecto de los saberes instituidos –formales– del tiempo, sino de una operación que extrema la mensurabilidad. En las bombas, la novela toma múltiples parámetros, desde los cuantitativos a los cualitativos, para hacer del tiempo una totalidad, no porque, como en la teoría newtoneana, se pueda mensurar y definir un tiempo absoluto, sino porque la ficción trabaja con sus múltiples medidas y sentidos, y los hace converger y divergir en simultáneo. Parte, entonces, del horizonte epistémico de la física y de la historicidad del tiempo, pero no define un parámetro desde un punto de observación, que objetiva y postula una escala, sino que toma diferentes referencias en simultáneo y tiende a la totalización de los tiempos posibles a partir de los saberes disponibles sobre este. Las bombas de Los sorias ponen a funcionar diferentes modos del tiempo para convertirlo en una totalidad explosiva. Y esto es lo que hace la literatura con esos saberes: otra posibilidad a partir de la ficción. En este caso, su hacer posibilita la invención de un tiempo, en el cual convergen y divergen diversos modos históricos y de medición.
Tales saberes, además, hacen algo con Los sorias: la convierten en una ficción de larga duración. Pues la novela trabajará sobre la multiplicación de capítulos cortos, medianos y largos. El número de las novelas extensísimas, como Amadís de Gaula o la que está escribiendo Personaje Iseka, o la que cuantifica el Kratos de las lenguas, vuelve a lo largo de Los sorias para señalar la pertenencia a ese conjunto. Los personajes cuentan capítulos, palabras, hacen cálculos desmesurados y delirantes en torno de esas novelas gigantes. Por ende, el número de capítulos, así como su variable cifra de palabras, en los que se divide y ensambla la totalidad de 165 capítulos y 1300 páginas, se torna significativo como modo de prolongar el tiempo en la materialidad palpable de la escritura. Cada capítulo funciona, a pesar de las diferentes extensiones, como una unidad de tiempo e independiente, pero constelada con el libro inmenso. Y si la novela es un “megatempotón” o una “Superespantosa del Horriblebasta”, cada capítulo constituye una hora o un minuto o un segundo o un quintil de segundo: son unidades variables del tiempo.
Ahora se vuelve notable que es debido a lo que los saberes del tiempo hacen con la literatura y lo que ha hecho ella con estos, que la novela implica, como sostiene Ricardo Piglia en el “Prólogo”, un movimiento “lentísimo” (10). Este enlentecimiento podría resultar, en cierto sentido, opuesto a la descomposición en unidades más breves en las bombas temporales explosivas o en los capítulos. Pero, parece indicar que, en esta novela, para que haya duración tienen que numerarse y percibirse los capítulos como emisiones extensas de un tiempo que se mueve. Y lo que emerge es un enlentecimiento por extensión, que supone la fusión de la idea aristotélica y newtoneana del tiempo como movimiento con la mensurabilidad variable de la relatividad. Otra vez, un tiempo que es muchos tiempos, pero que hace evidente su duración. Así, el efecto es una duración por ensamble, acumulación y división, puesto que la novela, entonces, hace sentir –y leer– “la longitud de los transcursos en la sucesión de un acontecer” (Safransky Tiempo 89). Es decir, hace percibir, tocar, vivir el tiempo como duración lentísima.
La novela como lenta duración implica una afección, asimismo, de todos los tiempos que la involucran: el de su escritura, el de su edición, el de su circulación y, también, el de la vida de escritor de Alberto Laiseca. Como indican todas las lecturas, Los sorias fue escrita a lo largo de diez años, entre 1972 y 1982, y fue publicada recién en 1998, bajo una persistente insistencia y recomendación durante dos décadas de amigos y escritores como Enrique Fogwill, Luis Gusmán, César Aira o Ricardo Piglia2. Este enlentecimiento en la publicación es correlativo, como plantea Conde De Boeck (“El monstruo aparece”), de la transformación de Laiseca en un “escritor secreto”, a partir de un mito refractario a la publicación y a los tiempos y exigencias del mercado editorial. Por supuesto que durante dicho periodo, Laiseca publicó varios libros: Su turno para morir (1976), Matando enanos a garrotazos (1982), Aventuras de un novelista atonal (1982), La hija de Kheops (1989), La mujer en la muralla (1990) o El Jardín de las máquinas parlantes (1993), pero es Los Sorias la que más contribuye, en la consolidación de su mito “de escritor de culto” y “secreto”.
En el número 4 de Babel. Revista de libros, en 1988, diez años antes de la edición, se publica un auto reportaje de Laiseca donde presenta a la inédita novela como impublicable por su colosal extensión. Por ende, lo extenso parece implicar una traba para ser asimilada por el mercado editorial. Según el mito Laiseca que muy bien analiza De Boeck, el autor circula con una carpeta de hojas manuscritas atadas con hilos por los bares de Buenos Aires que contiene el proyecto futuro de Los sorias, y cuando alguno de sus amigos le sugieren que resuma o quite algunos capítulos para que esta sea publicable, Laiseca reacciona calificándolos a los gritos de mercenarios. La extensión de la novela, su acumulación y división en capítulos se presenta como el impedimento para su edición, pero al mismo tiempo colabora en la construcción de Laiseca como un autor de culto y raro. La historia es luego conocida. Aún en su primera edición por Simurg en 1998, la tirada fue reducida, de apenas 350 ejemplares y numerada. Además, la novela se hizo posible gracias a una preventa, y cuando todos los ejemplares se vendieron, se editó. Recién cuando Gárgola re-edita Los sorias en 2004, accede a una tirada mayor, de 1500 ejemplares. En 2013, Simurg lanza una edición especial de 500 ejemplares que se agota rápidamente. La preventa y las tiradas espaciadas y modestas, de acuerdo con el ritmo y las posiblidades de las editoriales independientes, revelan, también, un movimiento lentísimo en el mercado editorial y en la llegada a lectores de la novela.
En una entrevista con Pablo Chacón (“Una novela”), no obstante, Laiseca redefine dicha temporalidad. Declara que empezó a escribir Los sorias a los veinte años; es decir, en la década de los años sesenta, y que hubo cuatro pre-proyectos antes del definitivo. Como en los capítulos de la novela, Laiseca extiende aquí el tiempo. Desmitifica, y no, la propuesta de Piglia y de sus lectores (“diez años para escribirla”), puesto que introduce intentos previos. Una empresa lentísima y extendida en el tiempo que comienza a sus veinte años, retoma, archiva, quema y continúa luego, según sus propias palabras. De modo que es una ficción que parece escribir Laiseca durante un largo trecho hasta que finalmente es publicada. Pero ese nuevo origen es sintomático de cómo los parámetros temporales son variables y susceptibles de ser divididos de manera siempre cambiante, de la misma manera que las bombas, con sus magnitudes cuantitativas y cualitativas multiplicadas.
Por otro lado, casi todos los estudios de la obra de Laiseca se detienen en señalar que Los sorias continúa y anticipa, al mismo tiempo, las apariciones de cierto mundo tecnócrata en las ficciones previas y posteriores. Hernán Bergara postula que “hay también, desperdigados por su obra, capítulos que bien podrían haber formado parte de Los sorias” (Bergara “Matando al Anti-Ser” 207). Así, aparecen fragmentos, cuentos o libros enteros, tanto en producciones previas-simultáneas como Matando enanos a garrotazos (1982) o posteriores como Gracias chanchúbelo (2000), que remiten a la Tecnocracia o que son ampliaciones de algún aspecto del mundo desplegado en Los sorias. Acaso el más significativo sea El jardín de las máquinas parlantes (1993), donde se centra en el espacio de la magia que ya aparece en Los sorias, o en Ilu(sorias) (2013), una compilación del trabajo de 165 artistas que ilustraron los 165 capítulos de la novela, registrada en los datos bibliográficos con el nombre de autor de Alberto Laiseca. Si leyéramos estas insistencias meramente ligadas al problema del plagio en la narrativa laisequeana o a un inmanentismo metatextual, descartaríamos esa larga duración que la novela en su extensión propone como un modo de hacer tiempo a partir de los diversos saberes sobre él –volveremos sobre esto. Cada una de estas apariciones breves o extensas del mundo de Los sorias antes o después de su escritura o de su edición debe entenderse también como una práctica de singular intensidad que atraviesa la escritura de Laiseca y que se define como un hacer tiempo lentísimo en la literatura argentina a partir de lo que el tiempo –sus saberes, su duración– hace con ella. Este hacer tiempo define, así, una ficción de larga duración que produce efectos no meramente literarios, sino que generan su propio tiempo en el mercado editorial y en la literatura argentina, así como en la vida de Laiseca y en su mito como escritor.
En Los sorias, hay otro modo de hacer tiempo que convive y se extiende sobre los saberes institucionales. No son bombas, en este caso, las imágenes que despliega la novela. En el capítulo 41, “El saqueador de heladeras”, podemos leer que el Dr. Soria realiza viajes astrales para trasladarse a otra época y dimensión (Laiseca Los sorias 274). Y más adelante, en “Las I doble E”, donde comienza a trabajar Personaje Iseka, un equipo de magos consulta los registros “acásicos”, “archivos astrales del cosmos”, y escribe la historia desde la Edad de Piedra (363). Viaje astral y registros akáshicos son dos modos de hacer tiempo que revelan un conocimiento muy fino de saberes esotéricos e informales, es decir, no avalados por instituciones científicas, con los que Laiseca estaba familiarizado3. No son delirios fantásticos o bizarros, sino un conjunto de conocimientos y prácticas que, durante el hacer tiempo de la escritura y publicación de Los sorias, comenzaba a tener un auge particular4.
La concepción sobre el plano astral tiene una amplia tradición en Occidente, que se remonta a la Antigüedad clásica. Hubo diversas inflexiones, pero todas remiten a la topología del Universo aristotélico, dividido en siete niveles, concéntricos y circulares, comunicados a partir del éter. De acuerdo con Pérez Jiménez (“El viaje sidéreo de las almas”), dicha concepción articuló, luego, una filosofía y mítica de los “viajes siderales de las almas” con la astrología babilónica, la cosmovisión hindú o la filosofía platónica y con los descensos infernales de Virgilio, Dante y Boccaccio en la literatura. Se trata, sostiene el autor, de una empresa común de la imaginación de poetas, escritores, sacerdotes e iniciados. El viaje por el astral que realiza el Dr. Soria, así como los magos, de manera insistente, a lo largo de Los sorias, se presenta, entonces, como un catalizador de imaginarios literarios, filosóficos, religiosos y esotéricos, y se remonta, como señala José González (Cómo realizar un viaje astral), a culturas milenarias e, incluso, experiencias chamánicas precedentes.
Hay distintas denominaciones del viaje astral: “desdoblamiento astral”, “proyección astral”, “experiencia extracorpórea”, “viaje fuera del cuerpo”, “exteriorización de la conciencia”, “viaje del alma” (González 19). En el presente, proliferan diversos manuales y escuelas que practican y enseñan técnicas –la mayoría de relajación y meditación– para inducirlo. Antonio Moraga (Viajes en el astral) lo define como una proyección consciente del alma o de la consciencia en diferentes planos de realidad. Es decir, se trataría de una transferencia de la conciencia del cuerpo físico a uno astral, lo cual permite saltar entre planos y visitar dimensiones, tiempos y lugares diferentes. Sin embargo, señala González –y la mayoría de la bibliografía– la posibilidad de realizarlo, según los relatos que compila, implica tiempo de preparación, pero también de inducción. No son automáticos ni simultáneos, y muchas veces se presentan azarosa e involuntariamente, por ejemplo, en los sueños.
Algo similar ocurre con los registros akáshicos. Están ligados al plano astral, puesto que, según Linda Llinares (Registros akáshicos), el término ákasha proviene del sánscrito y significa éter; es decir, una quintaesencia energética que envuelve todo. Llinares señala que es un lenguaje de la luz que, a partir de meditación, y de una práctica sostenida, permite acceder al contacto con diversos maestros que abren los registros akáshicos. Estos “son el banco de datos de todo lo acontecido en la expresión de vida donde sea que esta se haya expresado” (46). La concepción presupone que cada forma de vida deja constancia de sí a nivel energético, y como la energía no se pierde en el universo, se puede acceder a su información mediante un trabajo que posibilita el contacto con los maestros astrales.
Tales saberes esotéricos tuvieron un recorrido milenario. Pero respecto del viaje astral y de los registros akáshicos hubo un verdadero boom de publicaciones y de prácticas a partir del best seller El cordón de plata (1960), de Lobsang Rampa. Más que un manual o un ensayo, se trata de una crónica en la cual el narrador da cuenta de experiencias de viajes astrales repentinos, estructurada a partir de pasajes narrativos entre diversos planos, espacios y tiempos mediante la proyección de la consciencia del cuerpo físico al astral. Estos se mantienen unidos, además, por un cordón de plata, compuesto de moléculas y energía que vibran a muchísima intensidad y que permiten el contacto entre planos. El narrador abre, también, los registros akáshicos o entra en contacto con diversos maestros que le permiten conocer y transmitir ciertos mensajes desde el pasado o el futuro. En cierto sentido, los saltos de realidad, los solapamientos entre planos y la ambivalencia respecto del tiempo o espacio de los acontecimientos narrados en El cordón de plata son muy similares a lo que ocurre con la narración en Los sorias, cuyo tiempo extenso de origen de escritura –a los veinte años– coincide con la publicación del libro de Rampa.
Los magos, Personaje Iseka, pero también Monitor o el Soriator realizan viajes astrales ayudados por máquinas que inducen el salto automático en el astral y que funcionan, muchas veces, como máquinas de tiempo. Pero a diferencia de lo que plantean los manuales y libros sobre viajes astrales, toda la civilización parece haber adquirido mediante la tecnología la capacidad de hacerlos de manera sencilla, sin meditación ni práctica, casi de manera instantánea. Como indicamos, esto se correlaciona, a su vez, con los archivos y registros de las “I Doble E”, servicios secretos de espionaje del Estado, que deben contar la historia, consultando los registros “acásicos” a partir de magos y máquinas. Hay, en la novela, una alianza civilizatoria entre las máquinas y los saberes esotéricos. Aquellas están puestas al servicio de potenciar el acceso al plano astral, de manera rápida. Así, los personajes saltan en el tiempo y en el espacio con el objetivo de obtener información sobre cómo actuar en la realidad y, sobre todo, para atacar o defenderse del enemigo. De este modo, la novela comienza a configurarse con estratificaciones temporales, que son verdaderos saltos, convergencias o divergencias entre los planos narrativos, a veces dentro de un mismo capítulo (como en el 95, “Conversaciones mágicas de sobremesa en la casita del cementerio”) en los que se cuenta y registra la historia de una civilización.
Si al final nos enteramos de que lo leído era o es una película documental que se quema o quemó, cada capítulo se revela ahora como el registro minucioso en el lenguaje de la luz –el cine– de todo lo que acontece o aconteció en ese mundo donde hubo vida5. Los sorias es la huella de vida de una civilización que perdura, documentada, en la lumínica pantalla de un cine que sin embargo se quema. El procedimiento que vuelve a ponerse en primer plano es el de la miniaturización y lo extenso: así como cada capítulo era una unidad de tiempo, la monumental novela, a nivel astral y cósmico, no es más que el resto de una película sobre una civilización que alguna vez existió, asentada en la articulación entre tecnología y saberes esotéricos. Esto genera una ambivalencia, debida a los planos esotéricos y físicos del tiempo que se superponen y, frente a la narración, el lector se asemeja a Decamerón de Gaula, casi sobre el final, cuando se interna en el Desierto de Satanás, llamado así por su enorme extensión. Allí, el mago no sabe si está ante un tiempo que ha ocurrido muchas veces u ocurre por primera vez en el astral o en el plano físico, como el lector no sabe si está ante una película que se está proyectando o que ya ha sido proyectada, porque sucede un hecho “extraordinario”: “El pasado borrado juntó las huestes de sus memorias astrales semianuladas, intentando volver” (Los sorias 1187).
En efecto, así como la lucha de Decamerón de Gaula con el Anti-ser en el desierto es un ritual eterno que vuelve en el presente, toda la novela está atravesada por la insistencia del pasado. En el capítulo 153, donde ocurre el suceso extraordinario, el Monitor se convierte en Julio César, la Tecnocracia en el Imperio Romano. Pero antes, sabemos que la temporalidad del mundo de Los sorias es la “Edad Media, que siguió a la Edad Moderna”. O Wagner se encuentra vivo, El anillo del nibelungo es puesta en escena en un “teatro de crotos”, y su argumento comienza a convertirse en un leitmotiv de toda la narración. O en el final, Personaje Iseka muere en el enfrentamiento con sus compañeros sorias de la pensión de frontera, con el que se había iniciado la novela. Como vemos, la vuelta del pasado en el presente atraviesa toda la ficción.
El retorno del pasado puede leerse desde los planteos de Bruno Latour en Nunca fuimos modernos. Latour asegura que una salida a las dicotomías de la modernidad, así como a la decadencia del posmodernismo, debería finalizar con la presunción de un pasado superado y la mera idea de una ruptura radical que se vive como un tiempo nuevo. De este modo, sostiene, tanto modernos como postmodernos comparten la exigencia de novedad continua, aunque estos últimos pueden postular una dispersión que es politemporal. Sin embargo, asegura, habría una enorme diferencia entre la cita de un pasado caduco y la reanudación, la repetición y la nueva soldadura de un pasado que jamás habría desaparecido. En efecto, lo que producen los viajes y memorias astrales en la novela no es un pastiche posmoderno de tiempos y estéticas muertas, sino la actualización potencial del tiempo pasado, en términos de Paolo Virno (El recuerdo del presente), donde nada está superado, sino abierto a una futuridad del pasado siempre potencial en expansión presente, puesto que el tiempo perdura “en su conjunto” y, de este modo, “consiente el devenir y el cambio, pero, en sí mismo, permanece y no muta” (27). Así como puede irrumpir un tiempo pasado que solapa el imperio romano con la Tecnocracia, también la Edad Media retorna invertida, luego de la Modernidad. De modo que, si se modifica, el tiempo, histórico en este caso, también dura y permanece. El pasado no adviene clausurado, sino que se revitaliza con características diferentes, aunque articuladas con su paradojal duración. La novela hace tiempo con esas vueltas al pasado y señala cómo lo que cambia, sin embargo, también dura con su potencialidad no clausurada.
De este modo, se reconfigura también cierta perspectiva desde la cual se leyó el problema del plagio desde la crítica sobre Laiseca, en su mayoría remitiendo a un carácter metatextual o metapoético, que agota su sentido en tanto “recursos y obsesiones en la producción laisequeana”, “procedimientos poéticos” o “matrices del realismo delirante” (Aichino y De Boeck “Introducción” 15). Incluso, Paola Piacenza (“La escritura de la obra”) lo analiza como remitencia a la propia escritura, o Fernández González (“Alcances y dimensiones del plagio”) lo aborda como modo de relación con la tradición argentina y su canon que permite pensar la escritura de Laiseca en su totalidad. En cierto sentido, el énfasis crítico respecto del plagio se desprende de la misma escritura de Laiseca. La cuestión aparece en la comunidad de plagiarios de Los Sorias, pero también en Por favor, plágienme (1991), y en diversas intervenciones y libros. Sin embargo, el plagio no es un mero juego de citación, ni de parodia, ni de intertextualidad, ni una práctica autónoma metaliteraria dentro de la escritura laisequeana. Lo señalaba ya Hernán Bergara, cuando proponía que éste “lee no sólo la literatura, sino el propio entramado de lo real” (“Plagio con un plagio de plagios” 10). Desde nuestra lectura, el plagio es una pieza más para hacer durar, volver, al pasado a partir de la apelación a un repertorio literario como si fuera parte de una memoria astral, con la que tenemos la posibilidad de percibir la potencialidad del tiempo pasado. Pero también, lo que señalábamos en el apartado anterior respecto de las vueltas de la ficción de Los sorias en las producciones previas y posteriores de Laiseca, deviene un modo de hacer tiempo, es decir, de hacer durar la ficción a lo largo del tiempo vital y de la escritura como un pasado que vuelve. Si sostuviéramos una perspectiva inmanentista relativa al plagio, lo aproximaríamos al pastiche posmoderno, que, según Jameson (Posmodernismo) se define como mera imitación estilística, parodia vacía, incoherencia temática, o nostalgia por el pasado, lo cual es incompatible con la concepción temporal de Laiseca a partir de la cual hace tiempo con Los sorias.
Por ende, esto cuestiona ciertas lecturas de la novela como correspondiente a un sensorio posmoderno. Gómez y Boeck inscriben a Laiseca en un “emblematismo posmoderno”, en sintonía –aunque desde una rareza singular– con el “posmodernismo escéptico y dispersante” de Aira y con el “posmodernismo académico e integrador” de Piglia. Dejo de lado la adscripción de Aira o de Piglia al posmodernismo; lo que me interesa señalar es cómo uno de los rasgos centrales del posmodernismo se centra, allí, en el carácter emblemático de la figura autoral de Laiseca que convoca a un juego en “un nivel intertextual cuyo elemento es extradiegético” entre formatos diferentes (305). De hecho, es la razón por la cual conciben la ficción y el plagio, o el autoplagio, como puros procedimientos de citación o de pasajes entre soportes y ficciones. En el primer capítulo del libro, Boeck (“El monstruo aparece”) señala una adscripción posmoderna ligada a las potencias disruptivas como “políticas de la lengua” en la que entrarían, durante los años ochenta, figuras como las de César Aira. Es por su autonomía centrada en lo discursivo y, asegura, por su poco interés por la alegóresis histórica, que Laiseca se relacionaría con la posmodernidad. Como hemos indicado, estas políticas de la lengua o los procedimientos leídos en clave intertextual, el plagio incluido, están lejos de un formalismo inmanentista, metapoético e, incluso, retórico; son modos de hacer tiempo, a partir de un pasado que retorna transformado y revitalizado y que, por ende, no deja fuera lo histórico, sino que, como veremos en adelante, lo solapa como un tiempo más en su duración.
Si atendemos al tiempo esotérico compuesto de memorias astrales que se solapa con el tiempo físico y social de las bombas, Los sorias deja de ser una mera colección o expansión de plagios o procedimientos metapoéticos, para pasar a ser, en otra dirección, una ficción que hace durar el tiempo y que dura en él, en tanto potencialidad no clausurada. Las repeticiones del pasado generan una larga duración temporal que se expande a partir de la constitución de la novela que oficia, a veces, de pasado para las ficciones futuras y, otras, de presente para las ficciones del pasado a las que vuelve desde sus orígenes. Además, si hacemos intervenir los saberes esotéricos sobre el tiempo, veremos no solo cómo la escritura laisequeana hace tiempo expandiendo el pasado histórico como matriz ficcional extraordinaria siempre potencial, sino cómo hacen de ella una práctica inactual que dura. Entonces, nos encontramos frente a un hacer tiempo a partir de ciertos saberes que le confieren un sentido con el que la novela se convierteen máquina de registro y viaje astral.
Es por eso que Los sorias termina afirmando que “las únicas máquinas del tiempo que conozco son unos vehículos con ruedas cuadradas llamados novelas” (Laiseca Los sorias 132). La novela es una máquina de tiempo porque no solo cataliza y pone a funcionar diversos sentidos y saberes sobre este, desde los más instituidos a los más informales, sino porque está inmersa en una ficción de larga duración, donde los tiempos se entrecruzan, descarrilan, retoman y redefinen, revelando su “inactualidad potencial” (Virno). Quizá sea momento de recordar –otra vez–, en este presente, que Los Sorias es una ficción que Laiseca hace durar desde sus veinte años, cuando ensaya los primeros borradores, hasta avanzadas las dos primeras décadas del siglo XXI en Argentina, cuando se publican otras ficciones del mundo tecnócrata. Si consideramos ese lapso, advertimos que la ficción de larga duración se entrecruza con las temporalidades de la realidad en la que hace tiempo. Es decir, si el Monitor es un dictador que tortura a toda la población en un país definido por el uso de la tecnología informática y maquínica, que se encuentra en constantes conflictos bélicos y territoriales con otros Estados, o el cálculo se convierte en una hegemonía que atraviesa hasta los debates entre sabios y al final se desata una crisis cósmica, la ficción produce en su duración temporal un solapamiento, como efecto de lectura, con los acontecimientos vitales e históricos en los que deviene6. Puesto que Laiseca la escribe atravesando la temporalidad de la dictadura argentina con su sistema de torturas extendido, la guerra fría en Occidente y los bombardeos atómicos en Oriente, la mantiene inédita con el advenimiento de la democracia, la caída del muro de Berlín y el derrumbe de la Unión Soviética, la edita sobre el final agónico del menemato y en pleno auge del neoliberalismo a escala sudamericana, con su tecnologización impulsada por el capital global; y sigue escribiéndola en las ficciones extendidas aún después de la crisis social de 2001, con el retorno fuerte del Estado de bienestar. Alan Badiou (El Siglo) señala que en el siglo XX se condensan el siglo totalitario, el bélico, el liberal y el soviético. Si a esas calificaciones de Badiou sumamos la tecnologización global y las crisis constantes del siglo XXI, las relaciones entre tiempo de la realidad y de la historia se hacen notables con la ficción mientras dura. En este sentido también, Los sorias es una máquina que viaja en el tiempo durante el cual dura como ficción extendida.
Claro que, de todos modos, no se trata de una mera relación alegórica, ni siquiera de una determinación contextual de la historia sobre la ficción. Graciela Montaldo, a propósito de La hija de Keops (1989) de Laiseca, plantea que forma parte de una serie de novelas, entre las cuales incluye Una novela China de César Aira y La perla del Emperador de Daniel Guebel, en las que la “historia vuelve a ser un punto de partida para la ficción argentina” por medio de un juego entre tiempos que no pretenden hacer comprender ciertos aspectos de la realidad bajo la forma del pasado, sino poner en duda el presente mismo (Montaldo 110). Ese procedimiento, proponemos, está vinculado con los saberes esotéricos del tiempo que Laiseca pone en juego en su ficción de larga duración (de hecho, Montaldo señala al pasar cómo los magos del Faraón pueden anticipar el tiempo por medio de horóscopos), que trama constelaciones con temporalidades y acontecimientos históricos; pero para ponerlos al servicio de la novela en tanto máquina del tiempo. Se produce, así, un movimiento paralelo de universos –reales y ficcionales– que parecen viajar en el tiempo conectados, como en los viajes astrales, por un lábil cordón de plata que, si los mantiene unidos, también garantiza su separación en planos donde los mismos elementos se resuelven de modos más o menos distintos. En una entrevista con Máximo Soto, Laiseca señala, al respecto, cómo inventa esos mundos porque le interesa el poder y cómo la caída de la Unión Soviética se debe a la escritura de Los sorias, aunque en la novela ganen los soviéticos (“Si quiero ser clásico, puedo” s/n). Es en ese sentido que la novela conecta con la realidad y su historia como si fueran planos diferentes sostenidos por el cordón de plata en un viaje astral.
La novela en tanto ficción de larga duración es la máquina que le permite a Laiseca viajar en el tiempo porque retoma, diverge, anticipa o invierte todos esos problemas de las temporalidades de la realidad y de su historia, como si los registrara akáshicamente y realizara viajes por otras dimensiones o planos del astral que la vuelven, por momentos, el reconocimiento irreconocible de un mundo. El hacer tiempo de la ficción de larga duración, entonces, se constela con las temporalidades en las que dura para ponerlas a funcionar, registrándolas, en otro plano: el de una película que se quema entrópicamente justo cuando llega su final.
Referencias bibliográficas
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Notas
1En este sentido, hacer tiempo es realizar, en y desde la ficción, uno o varios modos del tiempo entre las imágenes que la novela promueve, los saberes formales e informales sobre este y las prácticas que el propio Laiseca realiza en la escritura, circulación y edición de Los Sorias. Por otro lado, nos referimos a saberes en el sentido foucaultiano; es decir, una articulación de disposiciones discursivas y prácticas que tienen historicidades particulares y que configuran una episteme que se modula en cuerpos con sus modos de hacer (Foucault Arqueología del saber; Microfísica del poder). En este sentido, hacer tiempo supone una desarticulación de los modos de leer ligados meramente a la textualidad inmanentista y autonomista, para pensar también ese hacer desde y más allá de la ficción en relación con saberes y prácticas.
2 Alberto Laiseca cuenta que la primera edición fue gracias a que César Aira le recomendó la novela al editor de Simurg, Gastón Gallo (Soto “Si quiero ser clásico, puedo”).3 En las lecturas sobre las prácticas de Laiseca respecto de sus relaciones con saberes plebeyos o informales, como en la compilación de De Boeck y Aichimo (pienso específicamente en el trabajo de Herzovic) se evita el análisis de lo plebeyo y, metodológicamente, se focaliza en las modulaciones literarias, dando por sentado los saberes plebeyos y lo que suponen. Se plantea la relación con estos, pero se descarta su abordaje, acaso, por el foco en la materialidad inmanente y procedimental. Lo que se pierde es qué hace la literatura con tales saberes. No se logra distinguir lo que estos proponen y lo que la literatura termina haciendo con ellos. Por el contrario, intenté hacerme cargo de esa tensión, explorando dichos saberes, informales por no estar institucionalizados, porque son muy omnipresentes en la ficción Soria de Laiseca –razón por la cual tampoco hay que detallarlos demasiado textualmente.
4 En La doble rendija (2019), Luciana Martínez señala cómo en la ficción científica argentina se producen relaciones con saberes paracientíficos que ofician de horizonte epistémico en Mario Levrero y Marcelo Cohen. Aunque no constituya una mera ficción científica, Los sorias opera en sintonía con esas zonas de la literatura rioplatense y se singulariza. Si en Levrero, de acuerdo con Martínez, la parapsicología es un saber informal que se articula con la ciencia, y en Cohen, los saberes budistas se integran a las especulaciones cuánticas, en Laiseca los saberes esotéricos del astral se estratifican con los saberes científicos del tiempo para producir una ficción de larga duración.
5 La novela insiste en la articulación entre cine y plano astral: “Los astrales son la inversa de los horóscopos. Resultan puntos de vista opuestos. Cuando un Maestro hace un astral efectúa un viaje cinematográfico; en él ve sucesos pasados, presentes o futuros. Exactamente como en un cine”. El cine, que requiere de la luz para la proyección de imágenes, es un arte perfectamente análogo a un viaje astral donde los registros akáshicos son concebidos como un mensaje de la luz a partir de imágenes, signos y símbolos (Llinares Registros akáshicos).
6 Hernán Bergara (“Matando al Anti-ser”) sostiene que es “una vitalografía, entonces, ejercida en y por la escritura” (211).