https://doi.org/10.19137/anclajes-2022-2622
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ARTÍCULOS
La narrativa de la violencia en la literatura cubana (1966-1970)
Organicidad política y autonomía estética
The narrative of violence in Cuban literature (1966-1970). Political organization and aesthetic autonomy
A narrativa da violência na literatura cubana (1966-1970). Organização política e autonomia estética
Leonardo Candiano
Universidad de Buenos Aires - Facultad de Filosofía y Letras
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, CONICET
Argentina
ORCID: 0000-0002-1457-3112
Resumen: Se analizan los relatos publicados en Los años duros (Jesús Díaz 1966), Condenados de Condado (Norberto Fuentes 1968) y Los pasos en la hierba (Eduardo Heras León 1970), con el fin de caracterizar los rasgos de la denominada “narrativa de la violencia” originada en Cuba durante los años sesenta. A partir de un abordaje de las fuentes mencionadas y de un acercamiento a estudios críticos, se examina la peculiaridad de esta narrativa en la cultura de la isla y su conexión con debates intelectuales contemporáneos a su surgimiento, así como se indaga en los intentos de articulación entre un alejamiento de las normas tradicionales de la representación literaria de lo real y una original representación de la revolución y de sus combatientes. De este modo se definen, dentro de un período concreto, lineamientos asumidos por narradores cubanos en su práctica estética a partir de una inserción en un proceso emancipatorio sin renuncia de la autonomía literaria.
Palabras clave: Literatura cubana; Siglo XX; Revolución; Análisis literario; Narrativa de la violencia.
Abstract: This essay analyzes stories published in Los años duros (Jesús Díaz, 1966), Condenados de Condado (Norberto Fuentes, 1968) and Los pasos en la hierba (Eduardo Heras León, 1970) with the goal of characterizing features of the so-called narrative of violence which originated in Cuba in the sixties. Using a critical studies approach, this essay examines this narrative’s distinctiveness in the island’s culture and its connection to intellectual debates at the time of their emergence. It also examines attempts to articulate a distancing from traditional norms of literary potrayal of reality with an original portrayal of the revolution and its combatants. Thus, guidelines adopted by Cuban narrators in their aesthetic practice are defined via their participation in an emancipatory process, yet without forsaking literary autonomy.
Keywords: Cuban literature; Twentieth century; Revolution; Literary analysis; Narrative of violence.
Resumo: São analisadas as histórias publicadas em Los años duros (Jesús Díaz, 1966), Condenados de Condado (Norberto Fuentes, 1968) e Los pasos en la hierba (Eduardo Heras León, 1970) para caracterizar os traços da chamada narrativa da violência originada em Cuba durante a década de 1960. A partir de uma abordagem textual e com uma aproximação dos estudos críticos, é estudada a peculiaridade dessa narrativa na cultura da ilha e a sua conexão com os debates intelectuais contemporâneos com o seu surgimento; além disso, serão exploradas as tentativas de articulação entre uma diferenciação das normas tradicionais da representação literária da realidade e uma representação original da revolução e seus combatentes. Desse modo, as diretrizes assumidas pelos narradores cubanos em sua prática estética são definidas, em um determinado período, a partir de uma inserção em um processo emancipatório sem renunciar à autonomia literária.
Palavras-chave: Literatura cubana; Século XX; Revolução; Análise literária; Narrativa da violência.
Fecha de recepción: 08/09/2021| Fecha de aceptación: 03/11/2021
Por una literatura revolucionaria
En 1964, y como continuidad de discusiones previas, Ambrosio Fornet y José Antonio Portuondo se enfrascaron en un debate público respecto de la conformación de una literatura revolucionaria en Cuba1. Si bien la disputa se centró en el ámbito novelesco, en la serie de artículos que constituyeron este diálogo polémico emergió una disyuntiva de larga tradición referida a la presunta dicotomía entre realismo y vanguardia.
Si Portuondo destacó la necesidad de un arte testimonial que representara la acción revolucionaria y propendiese a un manejo utilitario del hecho estético —convertido en una herramienta pedagógica o publicitaria—, Fornet se orientó a transformar la práctica artística al fomentar la absorción de procedimientos experimentales para hacer del arte revolucionario una producción verdaderamente contemporánea.
Poco después, con la aparición de Los años duros (Díaz) en 19662, se desplegó en Cuba una narrativa de matriz realista que pretendió trascender esas reyertas, caracterizada por la confluencia de una representación de sucesos revolucionarios y de una innovación formal que implicó una desviación tanto de estéticas reflejas convencionales como de las normas del realismo socialista. Así, se pretendió asumir la autonomía literaria desde una organicidad política.
El alcance de Los años duros convirtió a Jesús Díaz en una celebridad e inició un camino estético denominado “narrativa de la violencia” que logró hegemonizar la cuentística cubana durante por lo menos un lustro y establecer una óptica novedosa tanto sobre la representación literaria de lo real como respecto de la figuración de la revolución y de sus combatientes. La importancia del suceso se verifica al notar la celebrada recepción inicial de este libro así como de Condenados de Condado, de Norberto Fuentes, y de Los pasos en la hierba, de Eduardo Heras León, todos galardonados por Casa de las Américas. Los dos primeros obtuvieron el concurso continental anual en 1966 y 1968 respectivamente, y el último una Mención en 19703.
Esta narrativa cimentó en Cuba un nuevo canon literario al ficcionalizar mediante una renovación procedimental situaciones que pertenecieron a la guerra revolucionaria, ya sea la lucha previa a 1959 como la defensa de Playa Girón o los combates contra los llamados “bandidos”4 que se desarrollaron hasta 1966 fundamentalmente en las sierras del Escambray.
Práctica literaria y acción política
Los años duros recorre los hitos de la gesta revolucionaria, desde los enfrentamientos durante el proceso insurreccional con la guerrilla en la Sierra Maestra y las luchas protagonizadas por el estudiantado en las ciudades, hasta la denominada “limpia del Escambray” a través de la cual la Revolución terminó de derrotar la resistencia armada.
En el volumen de Jesús Díaz se advierte tanto un posicionamiento ideológico autoral propio de una literatura didáctica como la recurrencia de procedimientos no tradicionales. El perspectivismo de cuentos como “Muy al principio” y “No matarás”, el trabajo sobre la oralidad y el diálogo en todos los relatos, el usual cambio de registro que va de la utilización de la segunda persona en “Con la punta de una piedra” al cruce entre la primera y la tercera en “No hay dios que resista esto”, el montaje que estructura los cuentos “No matarás” y “Diosito” e incluso la aparición de un texto fantástico —“El polvo a la mitad”—, permiten comprobar una incipiente búsqueda por sintetizar un posicionamiento ideológico-político con una experimentación que se acerca más a la tradición brechtiana que a la realista tradicional o socialista.
No obstante, el crítico Gustavo Guerrero observa en “Jesús Díaz: ilusión y desilusión” (2002) que la caracterización estereotipada del enemigo hace que lo logrado de aquel efecto superador de una literatura moralizante se resienta y la lectura se encauce por momentos hacia la univocidad. Reiteradamente existe en estos cuentos un aprendizaje realizado por un personaje que se integra a la lucha —por ejemplo, en “Diosito” y en “No matarás”—, alguien que transforma su subjetividad positivamente —“No hay Dios que resista esto”— o una grotesca mirada sobre los contrarrevolucionarios, integrados por un variopinto núcleo de torturadores —“Con la punta de la piedra”—, proxenetas y apostadores —“No matarás”—, homosexuales —“Muy al principio”— o religiosos —“Diosito”—, mayoritariamente con la esperanza puesta en Estados Unidos.
La persistencia de ese maniqueísmo se complejiza con una configuración textual que aborda esta temática de forma no tan simple, en particular en la construcción del punto de vista. En estos cuentos no se destaca un narrador que organice el relato. La perspectiva se pluraliza con la emergencia de fragmentos en los que los textos se despliegan a partir de la voz de personajes diferentes que asumen alternativamente la función de contar. Así sucede con el que inicia y con el que cierra el volumen —“Muy al principio” y “No matarás”—. En estos, no es un narrador el que cuenta, sino varios superpuestos. Si en el inaugural tenemos una misma historia relatada por tres personajes —Rolo, el Chino y Boby—, en el que culmina el libro aparece la huida de los bandidos contada desde sus miradas, para luego representarse la misma situación a través de sus perseguidores. En “Diosito”, por su parte, se describe el enfoque del joven religioso pero también el de compañeros del proceso de instrucción militar.
De allí se deriva, en parte, la existencia de una temporalidad cíclica, pues es recurrente que se narre un suceso y luego se lo vuelva a retratar desde otra óptica. Así acontece en “Muy al principio” y en “No matarás”, estructurados como dos trípticos que reiteran acontecimientos que, sin embargo, nunca son completamente los mismos a partir de que ha variado el enfoque desde el cual se los relata.
Si la actitud didáctica se caracteriza por un: “exceso de información que mina el valor estético y cuya fuente primera es la ubicua voz del narrador” (Guerrero 12), el enfoque de la escritura de Díaz se aleja de ello, así como de “una multiplicación de las intervenciones omniscientes y una proliferación de los comentarios evaluativos que desemboca en un continuo ejercicio de la redundancia” (12). Contra esas pretensiones de regulación autoral del sentido, se reduce al mínimo la presencia de una instancia narrativa dominante y se construye un sujeto plural y por momentos contradictorio que presenta una historia colectiva, lo cual se evidencia, por ejemplo, en el mencionado cambio de la primera a la tercera persona en “No hay dios que resista esto”. La alternancia de registros provoca un vaivén entre el pensamiento del protagonista, Fresneda, y un narrador objetivo que lo contextualiza y permite establecer una distancia entre los hechos y lo que afirma el personaje principal.
El protagonismo colectivo de la violencia revolucionaria confluye con la intención de ofrecer un detenimiento en esos seres que no aparecen cotidianamente en los periódicos, pero que resultan indispensables: los obreros y campesinos devenidos combatientes. Esto se expresa también a partir del lenguaje debido al lugar preponderante del diálogo y a un elaborado trabajo sobre la oralidad. La representación del habla guajira expone un decir local a través de un léxico que se peculiariza, de una sintaxis que se distorsiona, de una fonética que no se normativiza. De esta forma la épica de la lucha armada se cuenta con la voz del chisme cotidiano, de la canción de lucha estudiantil o de la burla.
Los registros narrativos ofrecen una innovación técnica no tan frecuente en relatos de esta brevedad. En Los años duros no estamos ante cuentos fragmentarios, sino ante collages que sobreimprimen retazos de escritura. “Diosito” y “No hay dios que resista esto” se subdividen en secciones intercaladas que se distinguen por el tipo de narrador, por el registro utilizado y por su ubicación gráfica en la carilla a partir de una diferenciación de sangrías. El cambio de registro incluye en “No matarás” pasajes poéticos que eluden todo signo de puntuación, lo que otorga vértigo al relato de un desesperante escape por un cañaveral:
cañas golpean los pechos que se hieren las caras con pajas de caña enredan los pies de cuerpos que caen rayos de sol en los ojos que se agrandan mirando hacia atrás ven el polvo en los labios que se cuartean y tiemblan los bejucos traban los cañones en cañas secas correas cortan las pieles de las narices se ensanchan buscando aire que no respiran tierra en los ojos miran las botas se levantan los brazos se separan las cañas se interponen entre los cuerpos corren (Díaz 107).
La exacerbación del asíndeton combina determinadas palabras que funcionan polisémicamente en sentidos diversos y simultáneos. Si leemos “tiemblan los bejucos traban los cañones” (107) se señala que los bejucos tiemblan y que traban los cañones a la vez, es decir, los traban al temblar. Asimismo, “tiemblan” remite a “bejucos” pero también a “los labios” cuarteados. El pasaje se sostiene por palabras que se acoplan entre sí en frases diferentes con un punto específico de unión que no es una conjunción ni una preposición. Este uso poético del lenguaje disloca el ritmo del relato y de la sintaxis, como ese espacio del cañaveral corta el monte a uno y otro lado en la descripción del terreno. Ese mismo párrafo se reitera en la segunda sección cuando quienes persiguen realizan el mismo camino. El cuento, así, apela a un registro que integra la duplicación narrativa para referirse a un suceso a partir de perspectivas particulares.
La integración de procedimientos disímiles, sin embargo, no produce un estilo abigarrado. Contraria al barroquismo de Alejo Carpentier, la narrativa de Díaz es escueta, sin detenimientos de la acción debido a la aparición de frases extremadamente elaboradas.
De este modo, Los años duros se conectó con debates existentes en la cultura cubana como el mencionado entre Fornet y Portuondo, y preanunció el que el propio Díaz protagonizó en el mismo año 1966 en las páginas de Bohemia con el poeta Jesús Orta Ruiz, conocido popularmente como El indio Naborí. Allí, mientras Orta Ruiz defendió la realización de un arte cuyo fin comunicativo de la gesta revolucionaria obligaba a la reiteración de procedimientos formales estereotipados ya internalizados por los lectores, Díaz rechazó esa propuesta por carecer de interés estético y promovió una actitud vanguardista como único camino para encontrar nuevas síntesis que representasen artísticamente la originalidad del proceso político-social. La novedad de la Revolución no encajaba en los prefijados moldes del realismo tradicional para Díaz, por lo cual la experimentación era una de las condiciones de posibilidad de un arte contemporáneo a su tiempo. Desde esa perspectiva, no estaba en la elección del tema el inconveniente, sino en que una literatura revolucionaria no lo era realmente sin transformar los modos de narrar5.
Cuento y antítesis del guerrillero heroico
Condenados de Condado, por su parte, presenta 25 breves relatos unidos por su temática y ambiente: la lucha armada contra quienes se alzaron en el macizo del Escambray a inicios de la década del 60. Por eso varios de sus personajes —el Comandante Bunder Pacheco, el Capitán Atila, el Jefe Rembert, el miliciano Guareao— transitan diversos cuentos, e incluso la historia de uno —“El honor limpiado”—se completa gracias a otro —“Envío”.
De allí que Antonio Benítez Rojo (1968) sugiera que este libro posee una indisoluble unidad y que es la totalidad de los escritos allí reunidos lo que construye —y a la vez da cuenta de— una sola historia que no se presenta solamente por la elaboración coral de sentido, sino por la ligazón sistémica entre las narraciones. Desde esta perspectiva, el libro no ensambla una serie de textualidades dispersas —como sucede muchas veces en los volúmenes de cuentos—, sino que representa un mismo mundo narrativo desde la fragmentariedad.
Condenados de Condado ofrece la configuración de elementos textuales autónomos que constituyen una plena unidad mayor. Por ende, aunque pueden ser analizados de forma independiente, resultan complementarios y sus sentidos se consuman a través de su vínculo. Efectivamente, figuras como la de Bunder Pacheco se construyen gracias a su aparición a lo largo del libro —en ciertos relatos brevísima mediante un gesto; en otros, protagónica— y no solo por su presencia en uno u otro cuento particular. Es por la gestación de un ambiente y de un clima narrativo, por la representación constante de la violencia, por el retrato de la paulatina transformación del campesino en soldado, que nos familiarizamos incluso con personajes que vemos por vez primera. Estamos ante un mosaico formal a través del que reconstruimos la lucha revolucionaria.
Ante lo expuesto, se propone como hipótesis de lectura una correspondencia entre la dispersión, autonomía y reciprocidad de los breves cuentos y la presencia simultánea de pequeñísimas bandas paramilitares y compañías milicianas diseminadas en un mismo territorio. Los efímeros enfrentamientos y las escaramuzas entre guerrilleros y contrarrevolucionarios no definían de por sí el curso general de la lucha pero constituían, unidos, la posibilidad de sostener el proceso en curso o derribarlo. El sentido de un combate se completaba al conectarlo con otros y al insertarlo en un contexto más amplio del que emanaba y al que ayudaba a formar. De modo análogo, eso sucede con los relatos de Condenados de Condado.
Pero lo más saliente aquí es la caracterización del miliciano y la del bandido, mucho menos maniquea que la de Los años duros. En el libro de Fuentes se explicitan las contradicciones de los sujetos; incluso, la traición de algunos de los que forman parte de la Revolución. Del mismo modo, surgen valores positivos en ciertos enemigos. En “El marcado”, la individualización del asesino del Nono Madruga se aleja del binarismo “bueno/malo” y nos otorga la personalidad ingenua y desgarrada de un hombre de pueblo que luchó contra un gobierno que podría haber sido el suyo y que terminará fusilado por aquellos que podrían haberle dado el porvenir que ningún otro sistema era capaz de darle.
En este eje se detuvo el trabajo de María Cabral “De hombres nuevos y deserciones. Reconfiguraciones del sujeto revolucionario” (2017), al distinguir la construcción del miliciano realizada por Fuentes de la noción de “hombre nuevo” dominante en el año 1968 en el cual este libro fue premiado6. Si, como afirman la propia Cabral y anteriormente Duchesne Winter en “Las narraciones guerrilleras. Configuración de un sujeto épico de nuevo tipo” (1986), los valores que surgen tanto de la experiencia del núcleo militante de la Sierra Maestra como de los Pasajes de la guerra revolucionaria de Ernesto Guevara (1996) podemos resumirlos en los de sacrificio, austeridad, solidaridad, firmeza, audacia, responsabilidad y estoicismo —con lo cual se constituye un modelo ético y una conducta—, aquí se advierte la desviación de ese patrón. Se evidencia que los revolucionarios carecen de esas virtudes y que sus acciones se apartan del ideal establecido. Entre otros ejemplos, Cabral describe la matanza, mediante sospechosos “accidentes”, del ganado de los campesinos para aprovechar su carne, práctica que equipara a los combatientes socialistas con las bandas contrarrevolucionarias —“Orden número trece”—. También expone el asesinato a traición de enemigos, que se distancia del ideario castrista de respeto y auxilio al vencido —“El Capitán Descalzo”— y la percepción de una diferencia notable entre funcionarios y milicianos que denota desigualdad entre quienes ponen el cuerpo en la batalla y algunos dirigentes cuya confortabilidad dista de la realidad del guajiro —“Visita”. En este último caso, el Secretario del Partido tiene su oficina de paredes blancas y cortinas azules, invita habanos N° 4, su ropa está intacta, toca un timbre y le acercan el café. Ante ello, el narrador expresa:
El aire acondicionado me cortaba el cuerpo. Todo el día bajo el sol, quemado hasta el séptimo pellejo; la costra endurecida del polvo del camino, aspirado durante años, sin remedio, por estos huecos apretuñados de nariz de negro […]. El lugar no hacía juego con nosotros, con nuestros rostros requemados, las altas botas del monte, los correajes de las armas del soldado ensillado; rompíamos el ambiente y era como si creáramos una tensión que estallaría muy fuerte deshaciendo paredes y rajando cristales (Fuentes 43).
Entre la dirección política y la base miliciana no hay identificación, sino incomodidad. El punto máximo de este desajuste lo rubrica la traición perpetrada en “La vanguardia” por el Teniente Bombillo, aclamado por la prensa como ejemplo revolucionario pero que en verdad colabora con un jefe bandido, lo ayuda a escapar y delata ante la banda contrarrevolucionaria al campesino que lo denunció. Si para el Che la vanguardia la constituían los militantes más intachables, conscientes y desprendidos que lograban representar con precisión a su base, aquí ese título resulta una estafa.
Los combatientes no encajan en el molde, pero igualmente protagonizan la Revolución. Son contradictorios y por supuesto también poseen gestos heroicos durante pasajes de estos relatos, por ejemplo, en “La Llorona”. Condenados de Condado suprime la idealización y presenta figuraciones discrepantes con un discurso épico que por momentos troca en parodia y asume un tono crítico.
El complemento de este acercamiento a la figura del guerrillero es la caracterización del enemigo, disímil de la analizada en Los años duros. Es escasa la construcción de esos personajes a partir de un énfasis en sus acciones destructivas. Simplemente se los ve desesperados —como Magua Tondike en “El Capitán Descalzo” o Claudio Garate Guzmán en “El marcado”— mientras huyen de sus cazadores o al confesar sus crímenes. No parece existir aquí esa “redundancia” que Guerrero machaca en la obra de Díaz. Incluso se los representa desde su ingenuidad —como la superstición que hace confesar a Guzmán en “El marcado”— o el coraje —como el de Cornelio Pérez en “Paredón”. Realito Quiñones es uno de los pocos bandidos presentado como un incorregible asesino en “Para la noche”, y se sugiere algo semejante de Tomasa el Blu en “La vanguardia”, lo que amplifica el cuestionamiento hacia la actuación del Teniente Bombillo al cooperar con él.
Más allá de las peculiaridades de Condenados de Condado, lo que aúna a estos cuentos con Los años duros es la asunción de la violencia como parte del proceso de liberación de un país en el marco del denominado “tercer mundo” y la necesidad de la lucha a muerte contra un enemigo implacable que no se entregará dócilmente. En esto se vincula también con Condenados de la tierra de Frantz Fanon, cuyo título resuena con demasiada evidencia en la obra de Fuentes como para obviarlo.
Las discusiones en torno de estos relatos fueron públicas y numerosas. En una encuesta de Casa de las Américas en 1969, el poeta Guillermo Rodríguez Rivera, ex vicedirector de El caimán barbudo, afirmó que en la obra de escritores como Norberto Fuentes se encontraban las mayores posibilidades expresivas del fenómeno revolucionario, mientras que el director de Verde Olivo, Luis Pavón Tamayo, nombró al autor de Condenados de Condado como parte de quienes con sus textos falseaban la realidad. La ausencia del propio Fuentes entre los que respondieron el reportaje colectivo expresa el enrarecimiento del debate intelectual hacia fines de los años sesenta. Por ello Ángel Rama se retrotrajo a 1968 para explicar la regimentación que asumió la cultura cubana en 1971, y al referirse a Condenados de Condado caracterizó que, en los debates surgidos ante su publicación, un sector de la intelectualidad de la isla puso en cuestión la especificidad y autonomía artísticas al exigirle al escritor “una determinada interpretación de la realidad bajo la advocación de un subrepticio idealismo” (63). Desde esa perspectiva, lo revolucionario ya no se vinculaba con la experimentación en la materia literaria sino que, en palabras de Gilman “hace referencia solamente al intelectual que asume como necesaria su colocación subordinada respecto del Estado y sus instituciones” (224).
Coloquialidad guajira y formación miliciana
Algo semejante acontece en Los pasos en la hierba, segundo volumen de cuentos de Eduardo Heras León, dos años posterior a La guerra tuvo seis nombres con el cual logró una Mención en los premios nacionales de la UNEAC. Uno de los relatos de Los pasos…, “La caminata”, cuenta el rito de iniciación del miliciano cubano, una extenuante marcha de decenas y decenas de kilómetros en una sola noche. La historia nos llega a partir de la utilización de la segunda persona del singular que marca la perspectiva personal del narrador, quien sugiere que el personaje de Lorenzo —a quien presuntamente le habla— realizó la travesía requerida pero llegó tres horas tarde. Sin embargo, a Lorenzo nadie le cree, por lo que lo acusan de débil y de mentiroso. El relato no expresa efectivamente qué ha sucedido, pues a este personaje lo perdemos de vista cuando no logra continuar la marcha y cae al asfalto, pero el enfoque narrativo lo ubica en el lugar de víctima atacada de forma injusta, que a pesar de las dificultades de su físico —un sobrepeso por el cual le resultaba improbable cumplir la misión— ha superado la prueba.
Ese cuerpo colectivo que según el Che en “Proyecciones sociales del Ejército Rebelde” debe ser la guerrilla, embrión de la sociedad nueva, aquí prescinde del frágil y desconfía de él. Lorenzo es apartado por sus propios compañeros. Sin embargo, él tampoco es una mera víctima. Quiere ser miliciano pero se ríe de su superior y no comprende por qué un negro le da órdenes. En sus palabras: “me jode que a un año de Revolución me mande un santero” (Heras León 13).
“No se nos pierda la memoria”, por su parte, se estructura como un tríptico que cuenta desde perspectivas diferentes un mismo suceso: el asesinato de un teniente por parte de un subordinado. La configuración del relato continúa la ruptura con el narrador en tercera persona para establecer una fluctuación del punto de vista generada por los monólogos interiores del Jefe de pieza, del teniente Roval y de El Lento.
El quiebre de la perspectiva que destacamos en Los años duros así como lo cíclico de la historia aquí problematizan la construcción de la identidad miliciana. El acontecimiento es contado primero desde la visión del Jefe de pieza, que observa la actitud y accionar de El Lento, y la creciente hostilidad hacia él que emana del teniente Roval. Como un narrador-testigo, el Jefe de pieza no conoce las motivaciones de la introvertida personalidad del aspirante ni las razones del despotismo del teniente. La situación culmina cuando luego de un nuevo abuso de poder por parte de Roval, El Lento toma una ametralladora y lo ejecuta, ante lo cual el Jefe de pieza dispara al miliciano.
La incomprensión que presenta la versión del Jefe de pieza, incapaz de entender las conductas de El Lento y de Roval, comienza a esclarecerse en el segundo apartado, en el que leemos exactamente los mismos sucesos que guiaron a ese final pero ahora desde la perspectiva del teniente asesinado. Si antes se alude al cinismo de Roval, aquí están los fundamentos de esa actitud. El teniente intenta imponer un orden que cree necesario, aunque él mismo lo odie: “Desde que llegamos a este campamento, he comprendido que los próximos meses van a ser los más difíciles de mi vida. Vamos a repetir, con centenares de hombres, episodios que ya conocemos, órdenes molestas, inhumanas a veces. A implantar la disciplina que odiamos una vez, y que ahora consideramos necesaria” (45).
Roval es duro con los milicianos, y aunque luego se arrepienta de su dureza —por ejemplo, al enviarlos 24 horas al calabozo por un accidente durante un entrenamiento—, no modifica su conducta. Duda en todo momento, pero no permite que ningún subordinado sepa que es capaz de dudar. Piensa en la posibilidad de violentar: “los límites artificiales que me separan de estos hombres y que la Revolución me ha impuesto como un deber” (51), pero a su vez considera imprescindible el rigor en el mando para formar un ejército capaz de enfrentar un ataque enemigo. Esa rigidez, sin embargo, lejos de engendrar firmeza y constancia en la joven tropa, desequilibra a uno de sus componentes hasta delinear su propia muerte.
Finalmente, se cuentan los mismos hechos desde la mirada de El Lento. La sagacidad del personaje, su conciencia de la situación en la que está inmerso, su explicitación de la contradicción que se estaba gestando dentro de la milicia entre la insubordinación inherente a la conciencia revolucionaria y el intento de disciplinamiento castrense, no logran evitar una tragedia anunciada pero sí alumbran nuevos sentidos, como por ejemplo el de relativizar la inexorabilidad de esa clase de proceso formativo.
De este modo, la narración se pluraliza y elimina la posibilidad de una univocidad. Se verifica que no se cuenta un suceso “tal como aconteció” sino “desde” el enfoque de los protagonistas, sin que ningún elemento textual permita ponderar una posición sobre otra. Cada perspectiva construye, complementa y modifica nuestra lectura, y todas son indispensables para comprender la situación.
A partir de estos recursos, “No se nos pierda la memoria” continúa el distanciamiento de la mirada idealizada sobre la milicia que ya se había establecido en “La caminata” y que había desplegado Fuentes en Condenados de Condado. Por un lado, al joven soldado que asesina al teniente se lo juzga, se lo hostiga y se lo burla por su presunta debilidad durante los ejercicios o por su dificultad para socializar con sus compañeros, de igual modo que aconteció en “La caminata” con Lorenzo. Incluso cuando El Lento se quiebra la pierna genera risas entre sus pares. Por otro lado, se formula una contradicción entre la necesidad de perpetuar una subjetividad rebelde en los milicianos y la construcción de un sujeto militar colectivo disciplinado y homogéneo.
En este relato, tanto desde El Lento como desde Roval, se corona una dicotomía entre la actitud con la que los jóvenes se integran a la defensa militar del país y el método que se les impone para aprender a combatir. Para El Lento, esa rebeldía del hombre cubano de los años sesenta es restringida por la disciplina, de allí que pretenda silenciosamente “triunfar” sobre Roval, vencer sus permanentes intentos por hacerlo dejar de pensar y que comience a obedecer de manera obcecada:
Fue una lucha sistemática, sutil. Pero los hilos de la disciplina comenzaron a moverse y fueron aprisionando cada uno de nuestros movimientos. Yo me percaté de aquel proceso. Imaginé preverlo en todas sus posibilidades. Y las nuevas costumbres que la implacable práctica cotidiana convierte en hábitos, no me tomaron por sorpresa. Me propuse evitarlas. Creo que lo hubiera logrado de vivir en otros años. Después, supe que mi vida en la milicia quedaba resumida en dos posibilidades puras: yo me imponía a ella o ella se imponía a mí. Y que en esa lucha secreta entre una personalidad real y un grupo de individualidades abstractas, sin nombre, yo llevaba las de perder. Eso lo comprendí tarde, tal vez muy tarde. (59)
Esa pérdida de los valores aprendidos en la sociabilidad revolucionaria llega hasta el silenciamiento de la identidad, por eso El Lento contrapone su personalidad concreta a la de “un grupo de individualidades abstractas”. Dentro del cuartel, los milicianos solo son un número. Él, por ejemplo, es rebautizado como “miliciano 635” al ingresar al campamento. Para El Lento, esa vida militar: “trata de imponernos una revisión de todos nuestros valores” (58) a través de una disciplina: “que comienza donde termina la sensibilidad humana, que quebranta el orden de nuestras vidas y nos machaca cada poro y cada hueso del cuerpo” (58). La severidad del teniente genera “hombres incapaces de rebelarse ante nada ni ante nadie, aun con la razón de su parte. Porque eran incapaces de rebelarse contra sí mismos” (61). Es la irresolución de este conflicto lo que provoca la tragedia y se expresa en el relato desde los dos epígrafes que lo inauguran. Por un lado, las palabras del jefe de las fuerzas armadas revolucionarias de Cuba, Raúl Castro, que afirman lo imprescindible del conocimiento, la comprensión y el respeto de la singularidad de cada combatiente, así como la necesidad de llevar adelante un tratamiento individualizado de cada soldado durante su formación para no horadar su personalidad. Por el otro, un pasaje de la novela soviética Los hombres de Panfilov que preanuncia la perspectiva de Roval:
Ayer, ustedes podían discutir con sus jefes; ayer tenían el derecho de juzgar si ellos han hablado rectamente, si se han conducido legalmente. Desde hoy, la patria les retira ese derecho. Desde hoy, ustedes tienen una sola ley: mi orden. La patria me confió ordenar; a ustedes les mandó cumplir. El régimen militar es severo, pero solo así se mantiene un ejército. (35)
En dos ocasiones de “No se nos pierda la memoria” se expone que los milicianos están en el campamento luego de haber pasado la prueba de “La caminata”. Este cuento transita, por lo tanto, la continuación del anterior. Como sucede en Condenados de Condado, los relatos remiten unos a otros, cuestión exacerbada por la reiteración de personajes secundarios, como Mario, Tirso y Busutil, que se presentan en ambos relatos.
Junto con ello, Heras León es, de los tres autores mencionados, el que más experimenta con la oralidad. Su sintaxis asume rasgos del decir hasta expandirse hacia la voz narrativa. “La caminata”, por ejemplo, integra el ritmo del paso militar en la voz de los superiores con la misma grafía, sin guiones, bastardilla, comillas, paréntesis ni comas que lo distancien del personaje que narra:
Al principio todos salimos cantando, gritándole travesuras a la gente que nos miraba sorprendida. Después, cuando el entusiasmo del primer momento pasó, las voces se callaron y solo se escuchaba el rítmico un dos un dos y en cadencia cuenten y un dos y las botas sonando en el asfalto y un dos y la mochila empezaba a pesar un dos y la respiración a cortarse un poco un dos. (14)
Esto se observa con profundidad en “No se nos pierda la memoria”, cuento de mayor extensión. Allí el registro lingüístico presenta una rica diversidad al imbricar el lenguaje oral con el escrito y la perspectiva desde la que se relata en cada apartado con la de los personajes con los cuales interactúa. Las voces escasas veces se ubican a modo de diálogo, y suelen ser incorporadas dentro del discurso del ocasional narrador. Como ejemplo, podemos ofrecer un segmento del monólogo interior de El Lento:
No me da tiempo a llegar. Grita ¡Detrás de la pieza, a formar! Trato de correr a formar. Corro. Formo. ¡Preparen para el combate! Abro los ojos. Me muevo. Me acerco a la pieza el perno. Ya está. El chassis atrás. Bien ¡Emplacen! Corro. La pierna. Me duele terriblemente. No importa. ¡Preparen para la marcha! El chassis hacia delante. Cierro el perno. Formar. Corro. No puedo correr. ¿Se cansa, 635? No me canso. No voy a cansarme. ¿Aprenderá ahora, 635? No voy a aprender. Me caigo. Me levanto. Estoy llorando. No. No lloro. No llores. Corre. Vas a vencerlo. No sé cómo. Sécate las lágrimas. ¡25 metros detrás de la pieza, a formar! Sólo 25 metros. Sólo un poco de esfuerzo. ¡Cómo duele la pierna! No puedo. Sí, sí puedo. Corro. Hay que formar. Vuelvo a caer. No llores más. Duele. Duele la pierna. Ya verás quién gana. No veo. Casi no veo. Sigue, sigue. Habla, sigue dando órdenes, sigue gritando que yo voy a levantarme el corazón para golpearte, donde te duela, donde te duela. (65-6)
Los sucesos, de este modo, nos llegan mediante el lenguaje de un personaje implicado en la historia, desde una “versión” peculiar que ilumina y ensombrece aspectos diversos. El monólogo interior de El Lento oscila entre la primera y la segunda persona mientras se entrometen las órdenes y burlas de Roval. Los diferentes registros confluyen sin marcas estilísticas que deslinden su aparición, con lo que se genera por momentos una disrupción sintáctica.
La narrativa de la violencia. Literatura en revolución
La aparición de Los años duros, su premiación y el lugar ocupado por Jesús Díaz en la cultura cubana, así como los galardones obtenidos por Condenados de Condado y Los pasos en la hierba (a los que podríamos agregar la Mención Especial de La guerra tuvo seis nombres, de Heras León, en 1968), expresan la incidencia que la “narrativa de la violencia” detentó en la isla en el lapso 1966-1971. Las reacciones ante algunas de estas obras y autores, en particular hacia Fuentes y su volumen de cuentos, formaron parte de un intenso enfrentamiento entre lineamientos estéticos diferenciados por momentos hasta el antagonismo, y preanunciaron los sucesos relacionados con la regimentación cultural durante el Quinquenio Gris de inicios de los setenta.
La denominación de esta narrativa derivó del sustancial lugar dado en la representación literaria a la violencia revolucionaria a partir de la cual se constituyó el Estado socialista, tanto para lograr desterrar el orden dictatorial organizado por Fulgencio Batista como para sostener la transformación social posterior a 1959 ante los continuos intentos de desestabilización. La “narrativa de la violencia” se enfocó en contar acciones ficcionales de los combatientes y milicianos, no de los dirigentes o líderes. Es evidente que los protagonistas no son Fidel, ni el Che, ni Camilo Cienfuegos, sino aquellos de los que no conocemos sus nombres pero que dieron igualmente su vida por la libertad de Cuba. Estamos, por lo tanto, ante un nuevo sujeto que se cristaliza a partir de aquí en la literatura cubana: el del guerrillero y/o miliciano, generalmente campesino u obrero.
Fundamentalmente en Heras León y en Fuentes, vemos desmitificado al “guerrillero heroico”, aunque el posicionamiento no es meramente crítico sino una pretensión de humanizar a los soldados revolucionarios. El dramatismo de los conflictos de la guerra, las dudas y el miedo en los milicianos, las burlas, las injusticias y las contradicciones, forman parte de este mundo donde el que lucha es el hombre común puesto en situaciones extraordinarias. Las debilidades y fortalezas de estos protagonistas no eliminan su heroísmo, sino que lo enfocan sin sublimarlo.
Si la estrategia eficaz de la guerrilla en la Sierra Maestra buscó ser recuperada por la contrarrevolución a partir de grupos dedicados al ultraje y el exterminio con el fin de horadar el poder socialista, y si ante ello el Estado definió utilizar nuevamente esa forma de lucha para “cazar” a los alzados mediante pequeños grupos armados, se conjetura aquí que para relatar esta situación la novela no constituía el género adecuado, y que por ello estos autores eligieron el cuento —y en particular en Fuentes el relato muy breve—, como mecanismo de representación.
De esta manera, estos textos aportaron desde la producción literaria a un debate estético-político que por entonces desarrollaban los escritores y los críticos en Cuba: el de los rasgos que debía asumir una literatura denominada “revolucionaria”. Los relatos aquí analizados presentan intentos de síntesis entre una ansiada representación de los sucesos revolucionarios y una necesaria renovación formal que requirió de la experimentación, por lo cual no podía circunscribirse al paradigma realista tradicional.
Esta literatura se caracterizó por una serie de rasgos que afianzaron una transformación estética desplegada por diversas vías desde 1959. Si ese sujeto plural y popular que es el combatiente campesino requería de la aparición de su ambiente, la sierra, y de un eje que aglutinara todos los elementos, constituido por la violencia, ello demandó la dominancia de un perspectivismo que desmontó al narrador objetivo del realismo y un trabajo sobre la oralidad que trastocó el lenguaje literario previamente establecido con una alta cuota de coloquialidad guajira.
Así, tanto la construcción de los personajes como la figura del narrador, la configuración del lenguaje, el armado de la trama y la figuración del espacio encontraron cauces originales en la literatura cubana y en el relato de la lucha revolucionaria.
Bibliografía
Notas
1 Para mayor información sobre esta polémica, ver Graziella Pogolotti y Julio Guanche.
2 La primera edición de Los años duros, así como posteriormente de Condenados de Condado y de Los pasos en la hierba, fue realizada por la editorial Casa de las Américas en su colección “Los Premios” debido al galardón que los tres libros obtuvieron en el concurso organizado por la institución homónima.
3 Vale mencionar que esta festejada aparición de una nueva narrativa no fue total, pues a poco tiempo de su publicación las obras de Fuentes y de Heras León fueron protagonistas de acalorados debates que demostraron la persistencia de lineamientos estético-políticos diferenciados en la institucionalidad cultural cubana, pues mientras Casa de las Américas las premiaba, publicaciones como Verde Olivo las denostaba fundamentalmente debido a la manera en que se describía a los personajes revolucionarios y a una presunta indefinición ideológica. El propio Fuentes recordó en la célebre reunión en la UNEAC de 1971, durante los acontecimientos que se suscitaron luego de la detención y liberación del poeta Heberto Padilla, el silenciamiento literario del que fue objeto en los años posteriores a la publicación de Condenados de Condado.
4 Con esta denominación el gobierno cubano catalogó a las bandas armadas que se afincaron en distintas zonas de la isla para enfrentar a la Revolución luego de 1959. Dicha calificación surgió debido a que, además de ser apoyadas por la CIA y de ser sostenidas materialmente de manera esporádica por lanchas y por aviones provenientes de Estados Unidos, sus integrantes solían sustentarse a partir del robo del ganado del campesinado nativo o por el pedido de un pago a los habitantes del lugar.
5 Este debate, que puede encontrarse en la compilación de Graziella Pogolotti Polémicas culturales de los 60, no se circunscribió a los autores mencionados. De hecho la polémica se generó luego de la participación de Jesús Díaz en una encuesta colectiva realizada por Bohemia cuyo eje era, precisamente, la literatura revolucionaria, y en la que participaron Carpentier, Nicolás Guillén, Roberto Fernández Retamar, Heberto Padilla y Edmundo Desnoes, entre otros. Asimismo, la lectura de fuentes como las revistas El caimán barbudo, Casa de las Américas y Verde Olivo, y el análisis, entre otros, de los ensayos Entre la pluma y el fusil, de Claudia Gilman, y El `71, de Jorge Fornet, permiten mensurar la cantidad y profundidad de debates sobre esta problemática suscitados en Cuba en los últimos años de la década del sesenta.
6 Esta temática que pone en diálogo la creación de una nueva subjetividad asociada con la noción de “hombre nuevo” propuesta por Ernesto Guevara y diversas representaciones de la práctica revolucionaria ha sido abordada con anterioridad por otros críticos. Para mayor información ver Macioni, Laura y Duchesne Winter, Juan.