https://doi.org/10.19137/anclajes-2020-2437
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ARTÍCULOS
Óxido de Carmen de Ana María Del Río: un suicidio feminicida
Óxido de Carmen by Ana María Del Río: a Feminicidal Suicide
Oxido de Carmen, de Ana María Del Río: um suicídio feminicida
Ainhoa Vásquez Mejías
Universidad Nacional Autónoma de México
México
ainhoavasquez@filos.unam.mx
ORCID: 0000-0002-7747-8606
Resumen: Este artículo propone leer la novela de Ana María Del Río, Óxido de Carmen (1986) desde el concepto de suicidio feminicida, acuñado por Diana Russell. Esta noción, común para la teoría de género contemporánea, permite vislumbrar en esta historia, el sistema represivo en el que las agentes del patriarcado son las mismas mujeres familiares. Carmen, la protagonista, será víctima de una violencia de género en términos espaciales, pues será excluida de la casa principal; sicológica, a través de la introyección de la religión católica y la idea de pecado; y corporales, que la llevarán a la anorexia. Estos procesos tendrán como fin regresarla al estereotipo femenino de pasividad, domesticidad y obediencia, no obstante, el resultado será el suicidio de la niña. La relectura de esta novela propicia visibilizar las diferentes violencias que se ciernen sobre las mujeres de modo cotidiano.
Palabras clave: Ana María Del Río; Literatura chilena; Teoría de género; Siglo XX; Chile.
Abstract: This article proposes reading Ana María Del Río’s novel, Óxido de Carmen (1986), from the concept of feminicidal suicide, coined by Diana Russell. This notion, common to contemporary gender theory, allows us to glimpse in this story, the repressive system in which the same family women act as agents of patriarchy. Carmen, the protagonist, will be house victim of gender violence on diverse grounds: spatially, she will be excluded from the main house; psychologically, she will experience the introjection of the Catholic religion and the idea of sin; and bodily, she will suffer from anorexia. These processes will conduct her into the female stereotype of passivity, domesticity and obedience to end up committing suicide. The rereading of this novel favors making visible the different types of violence that hang over women on a daily basis.
Keywords: Ana María Del Río; Chilean Literature; Gender Theory; Twentieth Century; Chile.
Resumo: Este artigo propõe uma leitura do romance de Ana María Del Río, Óxido de Carmen (1986), a partir do conceito de suicídio feminicida, cunhado por Diana Russell. Essa noção, comum para a teoria contemporânea de gênero, permite vislumbrar, nessa história, o sistema repressivo no qual os agentes do patriarcado são as próprias mulheres da família. Carmen, a protagonista, será vítima de violência de gênero em termos espaciais, pois será excluída da casa principal; de violência psicológica, através da introjeção da religião católica e da ideia de pecado; e corporal, o que a levará à anorexia. Esses processos terão como objetivo fazê-la retornar ao estereótipo feminino de passividade, domesticidade e obediência; não obstante, o resultado será o suicídio da menina. A releitura deste romance torna visíveis as diferentes violências que pairam sobre as mulheres cotidianamente.
Palavras-chave: Ana María Del Río; Literatura chilena; Teoria de gênero; Século XX; Chile.
La escritora chilena Ana María Del Río, publicó su novela Óxido de Carmen en el año 1986. Si bien, los temas de género ya se escuchaban con bastante fuerza en algunos lugares del mundo, como Europa y Estados Unidos, y la tercera ola del feminismo causaba revuelo en los ámbitos académicos y públicos, en Chile, los movimientos feministas eran aún reprimidos producto de la dictadura. Tal como señala la misma escritora para el diario The Clinic, en ese tiempo: “El feminismo era algo lejano, de otros países. Sí se hablaba de la apertura sexual femenina, al menos en los 90, pero no de luchar por derechos” (Hopenhayn “Ana María Del Rio, escritora”). Al Chile de esa época llegó la lucha y la rebeldía, sin embargo, las discusiones internacionales y la apropiación de conceptos básicos, se tardaron un poco más en arribar.
Al momento de la publicación de la novela se desconocían muchas nociones que para nosotros hoy son frecuentes. Por ejemplo, aunque el término femicide ya era parte de los debates y se reflexionaba acerca de su traducción al español, en Chile recién se empezó a escuchar a principios del nuevo siglo. La propuesta de este artículo, por ello, es revisitar esta novela a través de conceptos que se han vuelto fundamentales en la teoría feminista, como son femicidio/feminicidio, con énfasis en el suicidio feminicida, para otorgar una nueva entrada de lectura a esta novela que todavía hoy tiene mucho que decir desde un análisis de género. Para ello, comenzaré explicando los conceptos feminicidio, femicidio y suicidio feminicida pues son los términos con los que analizaré la novela de Ana María Del Río.
Desde finales de los años ochenta (año en que se publica esta novela) hasta ahora, ha corrido mucha agua. En Latinoamérica empezamos a escuchar el término feminicidio a propósito de los múltiples asesinatos a mujeres en Ciudad Juárez durante los años noventa, sin embargo, la historia del concepto y sus discusiones en el ámbito teórico ya estaban bastante desarrolladas. Aunque en un principio, se utilizó la denominación femicide como una forma de designar el sexo de la víctima, pronto se hizo necesario establecer las diferencias con el asesinato común, por cuanto la motivación para este lo volvió un crimen frecuente que atentaba contra el grupo femenino en su conjunto y no como un hecho aislado.
Diana Russell fue una de las pioneras al momento de categorizar. Según ella misma reconoce, comenzó definiendo femicide como el asesinato de mujeres por hombres por el hecho de ser mujeres (Russell “Definición de feminicidio y conceptos relacionados” 76), sin embargo, esta primera definición parecía aún un poco deficiente, pues solo reconocía a los hombres como victimarios, a la vez, que no se precisaba con claridad las motivaciones para el crimen. Ello la llevó a ampliar sus alcances y definirlo como hombres que asesinan mujeres por ser mujeres pero motivados por odio, desprecio, placer o sentido de propiedad (Russell “Definición de feminicidio” 77). En esta nueva caracterización se reconoce que femicide es un crimen de odio contra las mujeres, cometidos por hombres, producto de la misoginia y/o el sexismo.
En vista de las disímiles condiciones de vida de las mujeres en el mundo, este concepto siguió incompleto, al no dar cuenta de las múltiples violencias que se ejercen sobre ellas. Esta definición primaria, dejaba de lado la realidad de, por ejemplo, las mujeres orientales, quienes a menudo son asesinadas por mujeres que representan intereses masculinos o mueren producto de prácticas patriarcales; en la India, por ejemplo, a pesar de que el sati fue abolido en 1920, todavía hay mujeres que son obligadas por sus suegras a quemarse en la pira funeraria junto a sus maridos; así como en ciertas culturas africanas, muchas niñas mueren porque sus madres las someten a la práctica de la ablación. Fueron, entonces, las feministas indias y africanas quienes ampliaron el término para agregar que también podían ser las mujeres las perpetradoras, cuando se regían por intereses patriarcales (Russell “Definición de feminicidio” 81).
La concepción original de lo que significaba femicide tuvo que cambiar de acuerdo a las diferentes realidades y violencias. Russell, primero, amplió el término para considerar también a mujeres que atacan a otras mujeres por motivaciones patriarcales (Russell “Definición de feminicidio” 82) y a ello le llamó feminicidios sociales o encubiertos, pues son prácticas en las que se permite la muerte de mujeres producto de actitudes o instituciones sociales misóginas (Russell “Definición de feminicidio” 85). Así, la tipología actualmente incluye no solo a hombres que asesinan mujeres por misoginia o sexismo, sino muerte por histerectomías, mutilación de genitales, experimentaciones con el cuerpo de las mujeres, abortos mal practicados, la preferencia por hijos varones en determinadas culturas, etc. Todas las prácticas sociales patriarcales que conllevan la degradación de la vida de las mujeres y su muerte son hoy consideradas como feminicidios.
Ya no hablamos de femicide como un crimen solo de hombres contra mujeres, sino que especificamos también que son producto de una violencia sexista o misógina, es decir, cometidos por hombres que creen tener el control y dominio sobre sus parejas, tanto como aquellos crímenes que derivan de prácticas patriarcales que denotan un odio hacia el género femenino. En resumen, el resultado letal de formas previas de hostigamiento, daño, acoso y distintas formas de maltrato hacia las mujeres, tal como indica la académica Marcela Lagarde (Russell y Harmes 21), quien optó por traducirlo como feminicidio, con el fin de considerar no solo el sexo de la víctima, sino entender que este crimen es la culminación de una violencia sistemática que se ha ejercido contra las mujeres y del cual los estados son responsables1.
Esta violencia sistemática, por tanto, tiene como culmine el asesinato de las mujeres, no obstante, este puede ser causado por hombres, por mujeres que funcionan como representantes del patriarcado, así como por ellas mismas. Esto es lo que se ha denominado como suicidio feminicida. Según Russell, fue en la Conferencia Internacional sobre Violencia, Abuso y Ciudadanía de la mujer, realizada en Inglaterra en 1996, que se habló por primera vez de aquellas mujeres que habían acabado con sus vidas producto de la misoginia de sus parejas sentimentales o de conductas patriarcales insostenibles: “es bien sabido que las mujeres, particularmente las que se sienten impotentes, tienden a dirigir su cólera hacia ellas mismas. Por lo tanto, algunos (o muchos) de los suicidios de mujeres probablemente son casos encubiertos de feminicidio. El suicidio feminicida es el término que propongo para este fenómeno” (Russell “Feminicidio por arma de fuego” 106).
El suicidio feminicida, propuesto por Russell, refiere a mujeres que son orilladas a cometer suicidio por abusos reiterados de sus parejas masculinas o por la sociedad patriarcal en la que se insertan. Si bien dicen relación, principalmente, con las condiciones de suicidio de mujeres en África del Sur, producto de relaciones abusivas, porque los hombres se quedan con el dinero de su trabajo o porque las acusan de brujería (Russell “Feminicidio: un coloquio internacional” 273), así como con mujeres indias que sufren el maltrato constante, tanto de sus parejas, como de mujeres que las obligan a seguir prácticas patriarcales, también en Latinoamérica muchas cometen suicidio. Esto ocurre por diversas razones: ven en el suicidio una salida a la precariedad económica, frente a los bajos salarios que reciben por el hecho de ser mujeres, a la violencia de sus parejas, familiares o desconocidos. El suicidio feminicida, sin embargo, aún no está tipificado, a pesar de que ya se reconoce en la terminología académica feminista.
En Chile, en realidad, nada de esto está tipificado todavía. En el año 2010 se aprobó la inclusión de un artículo que pena el femicidio, aunque este solo modifica la ley de parricidio. Siendo así, se aplica la pena para el feminicidio íntimo, es decir, cuando el agresor tiene o ha tenido un vínculo legal de pareja con la víctima, lo que se describe de la siguiente manera: “el hombre que, conociendo las relaciones que los ligan, mate a una mujer que es o ha sido su cónyuge o su conviviente, cometerá el delito de femicidio” (Ley 20.480). Si no se incluye el feminicidio por misoginia y se señala como femicidio y no como feminicidio (negando la responsabilidad estatal en estos crímenes) mucho menos se reconoce el suicidio feminicida. Es claro que en Chile esta tipificación es tan deficiente que no constituye un avance sustancial en materia legal.
Óxido de Carmen fue una novela pionera en ese sentido, pues ya a finales de los ochenta planteaba el suicidio de una joven, producto de una constante represión patriarcal. Si bien la novela se analizó, principalmente, como una alegoría de la dictadura de Pinochet (Nicolás Román, María Inés Lagos, Cindy Lizana) y el suicidio de Carmen como una forma de subversión al control dictatorial, hoy tenemos una terminología feminista que nos permite leerla desde este otro ámbito. La novela acaba de ser reeditada (2018), es por ello que propongo, a la luz de la teoría de género y con énfasis en el concepto de suicidio feminicida, vislumbrar en esta historia los alcances asesinos de una sociedad patriarcal. Para ello, develaré el sistema de género imperante en la novela, los mecanismos de coerción que operan en el cuerpo y en la mente de Carmen (cuyo fin es domesticarla y circunscribirla en el ámbito pasivo) y el resultado de este procedimiento en su suicidio feminicida.
La novela exhibe un microcosmos familiar compuesto, en su mayoría, por mujeres. La abuela es la jefa del hogar, secundada por Tía Malva. Carmen es hija de una bailarina y espía que también habita en este hogar, aunque de forma adyacente, pues está recluida en un espacio periférico. El narrador es hermano de padre de Carmen y su madre lo ha abandonado en la casa de su abuela paterna. Tía Malva tiene un hijo, denominado por el narrador como el Presidente de la República, aludiendo a las aspiraciones de Tía Malva con su progenitor. A ellos se suma el tío Ascanio, que también ha sido confinado a su cuarto, pues sufre de algún tipo de demencia. El padre de Carmen y del narrador aparece de vez en cuando sin lograr desestabilizar el orden impuesto. A este sistema, tanto María Inés Lagos como Andrea Jeftanovic lo denominan un matriarcado, sin embargo, intentaré demostrar que, más bien, es un patriarcado cuyas agentes son las mujeres.
En esta familia, queda claro que quien ostenta el poder es la abuela, a pesar de que quien controla el hogar es, principalmente, Tía Malva (escrita en el original con mayúsculas). Ambas siguen parámetros rígidos en términos de sistema de género, por cuanto tienden a dividir a las mujeres entre buenas y malas, según cumplan con los estereotipos impuestos para su sexo. Por ejemplo, a la única mujer que consideran, relativamente digna es a la madre del narrador, a quien se define como una señora que conoce a la perfección los protocolos sociales y siempre se preocupa de vestir bien. Su hijo señala que era la reina vitalicia de las fiestas de caridad, que supo desde que nació la organización de almuerzos de gala, tanto como la forma de maquillarse: “Mi madre era elegante, estridente. […] sus manos eran tan liberales y mágicas como rígido su maquillaje, que debía ser importado y al que dedicaba tres cuartos de su existencia” (10)2. La abuela y Tía Malva la respetan y reconocen, por cuanto es una mujer que se adscribe al estereotipo de género en su papel doméstico y ornamental.
Existe, sin embargo, una digresión en esta imagen. La madre del narrador no cumple con todos los parámetros esperados para el estereotipo femenino. El padre del protagonista, su esposo, la ha engañado y ella, lejos de acatar y callar ante esta conducta –aceptada en un patriarcado– no la ha soportado. Así lo revela el niño: “mamá diciendo el que me la hace una vez las pierde para siempre” (8). Hay en este acto una subversión a la tradición machista, pues ella no le perdona su infidelidad. Asimismo, tampoco se adscribe a la figura de madre ejemplar, ya que abandona a su hijo en la casa de la abuela paterna, lo deja “con una sonrisa tan casual, que supe que la separación sería para siempre: su boca de pétalo modulaba toda clase de besos, haciéndome señas” (10). Imperturbable ante el llanto de su hijo se desentiende de su rol filial. Esto presenta un vuelco en el paradigma femenino, no obstante, la admiración que la abuela siente por ella, hace intuir que en este sistema patriarcal, se otorga mayor importancia a la mujer ornamental y doméstica-social, antes que a la maternidad ideal.
Tía Malva, por otra parte, sí cumple a cabalidad con el modelo ejemplar de mujer, tanto en lo doméstico como en lo maternal. El narrador la define como una mujer preocupada por la limpieza y por la comida sin sal de todos los habitantes de la casa. Es, además, quien lleva la economía doméstica y cuida a la familia de los gastos excesivos. Todo este peso, no obstante, se manifiesta en una obsesión por la pulcritud que revela la tensión constante en la que vive. Ese esmero es, en realidad, una forma de catarsis ante todo lo que calla. Tía Malva utiliza la limpieza como una manera de controlar sus impulsos y canalizar su ira. Un ejemplo: cuando la abuela decide que será Carmen quien tome las lecciones de piano, en detrimento del Presidente de la República, “Tía Malva limpió furiosa todos los vidrios de la galería de los altos y aún le quedó rabia para seguir limpiando los de sus habitaciones y las nuestras” (17).
Al contrario de la madre del narrador, Tía Malva parece ser una madre ejemplar que ama, sobreprotege y admira a su hijo. Vive a través de él y, por ello, lo obliga a seguir la línea educativa que ella misma le ha trazado. Aunque el niño demuestra su interés por ser físico, ella está segura de que será el futuro Presidente de la República: “Creo que ella ya tenía comprados los Libros de Leyes, con vistas a que un Presidente debe ser un virtuoso en el legislar: el Arte vendría a resultar el complemento justo de un ser especial, decía” (13). Junto con la obligación de leer los libros de Leyes, quiere obligarlo a tomar lecciones de piano. La maternidad como centro del rol femenino se revela plenamente en este personaje, pues ni siquiera sabemos qué hace, si tiene alguna profesión o trabajo, en cambio, tenemos claro que su misión en la vida es velar por su hijo e intentar ejercer control sobre los niños de la casa.
La conducta de Tía Malva obedece a lo establecido por la sociedad patriarcal: represión de las emociones y domesticidad que se manifiesta en el cuidado de la economía, la limpieza y la maternidad. No obstante, tras esa imagen, subyace una gran rabia frente a este sistema. Tía Malva sabe que en este esquema machista ella está en desventaja respecto de sus hermanos, en especial, del padre de Carmen y del narrador. La abuela la humilla constantemente: “no te das cuenta cómo nos ha humillado, si no fuera porque el tarado de tu padre desapareció, ojalá estuviera muerto […] porque parece que aquí las viudas son las únicas dignas de respeto, claro que ella, nada que se mete con las concubinas de su hijo y el otro va y las colecciona como botones” (16). En este pasaje comenzamos a ver cómo funciona este sistema. Tía Malva es menospreciada por su madre porque ha sido abandonada por su esposo, mientras encubre a su hijo en sus aventuras amorosas y recibe a los hijos que va teniendo con cada una de sus amantes. Esto mismo se replica en los nietos, pues hay evidente predilección por el narrador antes que por el Presidente de la República.
En lugar de sublevarse frente a estas injusticias, Tía Malva quiere sobresalir y ser reconocida por su madre. La suya es una frustración patriarcal porque se siente minada ante la figura masculina ausente. Ella está presente, es solícita, es buena hija y sigue los parámetros para ser considerada un estereotipo de mujer ejemplar, pero su imagen siempre es menguada por los hijos varones de la abuela. Lo mismo ocurre con su otro hermano, el tío Ascanio, pues, a pesar de su locura, la madre intenta que lleve a cabo negocios y proyectos. Por el narrador sabemos que, en lugar de deshacerse de las gallinas que tiene en su habitación, ella misma le compra huevos para que pueda venderlos: “Mi abuela, empecinada, le seguía trayendo cajas de huevos, que se amontonaban allá arriba, en una machacadora esperanza de que bajara a la realidad y que se posara en esta vida con pies criteriosos” (18). Ascanio nunca logra vender el producto.
En este esquema familiar patriarcal, la abuela se desvive por sus hijos hombres y a Tía Malva la ignora y la humilla. Hay una clara desventaja de Tía Malva frente a los otros hijos, a quienes les perdona y justifica todo: la locura de Ascanio y los malos manejos financieros del padre del narrador, a quien en más de una ocasión, libra de apuros económicos: “Es la última vez que este niño me mete en esto –decía, pero Carmen y yo sabíamos que era una de tantas, y aunque tuviera que vender el Mercedes que se oxidaba en el garaje, o su alma, sacaría a su Alejandrito del apuro” (29). Ayudándolo sin jamás enfrentarlo, la abuela se ufana de su hijo varón: “mi abuela subía como los suflés cuando se llenaba de palabras para explicar los triunfos dorados de su hijo: ya era general en jefe de la guarnición de no sé dónde, campeón sudamericano, interamericano de esgrima, mi hijo es guerrero desde que nació” (45). Es por esto que Tía Malva odia a sus hermanos y genera un desprecio también por su madre, quien no reconoce sus esfuerzos y su valor. Este odio propiciará que sea la misma Tía Malva quien termine por reproducir los cánones patriarcales en su sobrina Carmen.
La madre del narrador, la abuela y Tía Malva se ajustan a ciertos estereotipos de género impuestos; la madre de Carmen, en cambio, se presenta como la antítesis. Se dice que fue bailarina y espía, dos profesiones que una sociedad machista no puede permitir, por cuanto, indican libertad, agencia y valentía. Tampoco cumple con las normas sociales, pues intuimos que proviene de una clase social baja y que no sabe hablar correctamente (Lagos 209). De esta forma, para la abuela, los aspectos positivos de Carmen son herencia de la sangre poderosa de Alejandro: su belleza, talento e inteligencia (Lizana 23), en cambio, su espíritu libre, sólo puede provenir de la mala sangre de la madre. Carmen, así, al más puro estilo naturalista, parece estar condenada por sus genes maternos y destinada a jamás ser el estereotipo del género femenino que Tía Malva y la abuela intentan imponerle para salvar su alma.
Carmen es criada para convertirse en una mujer modelo, a pesar –o a raíz– de su espíritu inquieto, testarudo e intrépido. Al ser la hija de Alejandro, el hijo preferido de la abuela, la educación que recibe es diferente a la de su medio hermano y su primo. Quieren hacerla una mujer de alcurnia, por ello es la niña quien toma lecciones de piano. Aunque Tía Malva pretende que sea su hijo quien aprenda, la música parece ser algo reservado tradicionalmente para las mujeres de clase. Educación de clase social y género van unidas. Carmen, sin embargo, dista mucho de querer circunscribirse a estos parámetros que le imponen y, en lugar de definirse o proyectarse como una señorita de sociedad, ejemplo de feminidad, se nombra a sí misma como una bruja rabiosa, incapaz de seguir órdenes y con ánimo de sublevación: “Tengo las ganas de una bruja, destrozar todo con mis uñas” (29).
Y Carmen, como bruja impetuosa y libre, decide rebelarse ante las imposiciones patriarcales de la abuela y Tía Malva. De las clases de piano rescata escenas eróticas con el maestro, pero nunca aprende a tocar los ejercicios; en su diario de vida secreto escribe y dibuja sus fantasías sexuales con su medio hermano; en lugar de leer alta literatura colecciona la popular revista Fausto; cuando intentan aleccionarla en Redacción Comercial, Carmen ni siquiera mira los libros “que tienen dibujada una señorita con faldas largas y volando con las alas del éxito” (26). Sin expresar realmente su enojo por la represión que vive en casa de la abuela, en su diario confiesa el odio que siente por Tía Malva: “En las últimas páginas del tercer diario secreto se hallaban, enumeradas, distintas maneras de asesinar a Tía Malva, con el máximo de dolor posible” (41). Carmen no pretende seguir el modelo de género y clase en que quieren circunscribirla, no se identifica con él. Al contrario, repudia la forma de ser de Tía Malva, su ejemplo femenino más cercano. Es por esto que buscará librarse de este, incluso, a través de la transgresión de la prohibición patriarcal del incesto.
El incesto es el gran tabú en las sociedades patriarcales, pues funciona desde tiempos inmemoriales como un sistema que permite el intercambio de mujeres con el fin de propiciar alianzas. Tal como ha trabajado Gayle Rubin, esta prohibición no es motivada para evitar los matrimonios de parejas genéticamente próximas, sino: “el tabú del incesto divide el universo de la elección sexual en categorías de compañeros permitidos y prohibidos. Específicamente, al prohibir las uniones dentro de un grupo impone el intercambio marital entre grupos” (52). Algo que ya había vislumbrado Lévi-Strauss al analizarlo como una regla del regalo, las mujeres como objeto de transacción, entre hombres de distintos grupos, para demostrar reciprocidad y establecer una línea de parentesco.
El gran acto de rebelión que comete Carmen, por tanto, es contravenir la prohibición patriarcal del incesto3. Es ella quien da el primer paso con su medio hermano y le toma la mano en el cine y luego lo insta a verla desnuda en el baño de Tía Malva. De esta forma, una vez que la prohibición del incesto ha sido infringida y descubierta, será Carmen quien sufra las consecuencias. Este sistema patriarcal representado en el microcosmos familiar no perdonará el desacato y Tía Malva será la encargada de velar por recuperar el alma de la niña. Así, la someterá a una purga completa en términos espaciales (excluyéndola de la casa principal y exiliándola del ámbito familiar), mentales (a través de la religión) y físicos (que la llevará a la anorexia); procesos tremendamente violentos, cuyo fin será regresarla al estereotipo femenino de pasividad, domesticidad y obediencia. Señalo que el propósito se ciñe a un modelo machista, por cuanto es Carmen quien recibe la penitencia. Si bien, ambos jóvenes son responsables por el desborde sexual, el niño no recibe castigo alguno y sigue gozando de su libertad y sus privilegios.
Como mencionaba anteriormente, la madre de Carmen es considerada por la abuela y por Tía Malva, una mujer reprochable, en la medida en que no posee alta educación y que ha quebrantado los parámetros de una feminidad aceptable. Ella, a pesar de que habita en la misma casa familiar, ha sido excluida de los espacios centrales y exiliada a la periferia. Sabemos, así, que una de las formas de control y castigo es el aislamiento y encierro físico. De la madre de Carmen se dice: “vivía en el patio de más atrás, en una pieza vidriada, para vigilarla desde lejos, haciendo algunas costuritas […]. Se decía también que era muy morena, de malos instintos y que no sabía pronunciar “ocho” correctamente” (9). Está prácticamente incomunicada pero es observada de manera constante. Su cuarto, alejado del resto, cumple la función de no contaminar a los otros habitantes: el narrador cuenta haberle visto solo una vez su cabellera negra. Y, al ser de vidrio, se le puede someter a la constante vigilancia de quienes buscan dominarla. Una dominación que, además, se refleja en la imposición de hacer “costuritas”, otra labor doméstica, tradicionalmente femenina, muy alejada de su pasado de espía y bailarina.
El cuarto de la madre de Carmen, funciona así como un dispositivo de control y vigilancia4. Se la observa para que no logre sublevarse de las imposiciones familiares patriarcales y su gran obligación es el mantenerse encerrada realizando costuras. Por esto no resulta extraño que en el momento en que Tía Malva descubre la relación incestuosa que sostiene Carmen con su medio hermano, la primera medida coercitiva sea la de someterla también a ese mismo encierro. Para comenzar con la limpieza de su alma, la purga de sus pecados y la domesticación de su cuerpo, el paso inicial es alejarla de todas las tentaciones, a la vez que se la aleja del resto de los habitantes para que no los contamine, exactamente lo mismo que han hecho con su madre. El narrador se lamenta, así, de la incomunicación con Carmen: “No vi a Carmen durante semanas” (43) “se recluyó a Carmen en su habitación” (46).
Carmen, no obstante, de espíritu más libre que el de su madre que, por su inacción parece haberse resignado a su reclusión, intenta escapar de su habitación. La buscan durante tres días: “Tía Malva rondaba frenética por los corredores, abriendo puertas cerradas hacía años […] revisando piezas de escobas, guardaderos de trapos, carboneras, creo que llegó hasta la pieza de la mamá de Carmen y la abrió con dos dedos” (47). Este escape, sin embargo, no representa una verdadera salida, pues la niña no ha sido capaz de huir de la casa, sino apenas evadirse unos días de la vigilancia de Tía Malva. Cambia de lugar en la casa-cárcel y pasa de su celda a otra menos controlada, pero este acto no es verdaderamente subversivo. El narrador la encuentra detrás de la pila de cartones de las cajas de huevo, en el cuarto del tío Ascanio.
Posterior a este intento de rebeldía, Carmen es sometida a una vigilancia aún mayor: “Entonces encerraron de verdad a Carmen, en otra pieza, en un patio solo, sin palmera. Se prohibió hablar de ella en almuerzos y comidas” (49). El asilamiento comienza a ser total, pues ya nadie puede tener ningún tipo de contacto con la niña, hasta el punto de prohibir nombrarla. Es Tía Malva la carcelera y, por ello, la única que establece contacto diario con Carmen, en su calidad de “misionera” (50) encargada de salvarla. La celda de prisión, bien puede ser leída también como una celda de convento, pues solo un fraile la visita para realizar sus confesiones, mientras la niña debe permanecer oculta ante los ojos de los otros. El narrador describe: “La celda de ahora tenía al fondo una especie de diván escueto. La ventana resplandecía en el muro, sin un solo cuadro. El olor a encierro se cernía como una lámpara” (53).
A esta lectura del encierro de Carmen en una celda de convento, abona el hecho de que Tía Malva se ha propuesto salvar el alma de la joven, tal como la abuela se lo ha encomendado desde el momento en que descubren sus diarios: “Hay que tratar de salvarle el alma, ¿no ves el grado de bajeza a que llega este pensamiento? Esto le viene de allá –repuso, mirando hacia el patio tercero–, ya me lo temía yo, que esta mugre no se quitaba con jabón y silabarios, así no más. Tú te encargarás. […] Te encargarás de esta niña y de que la limpieza se haga por dentro” (42). En este pasaje se confirma que, para la abuela, Carmen está condenada desde sus genes maternos a la “suciedad” y que, por ende, no basta con limpiarla y educarla para que sea una mujer estereotípica, sino que también es necesario realizarle un lavado de espíritu completo. Para ello es que la recluyen y aíslan fuera de la casa principal, en una especie de celda de oración, con el fin de convertirla en una devota.
Así, ese encierro que vive en el terreno espacial también debe soportarlo a nivel espiritual, pues Tía Malva la obliga a imbuirse en la religión, hasta el punto de que Carmen considere que todo lo que hace puede ser visto como pecado. Entre sus múltiples tretas, obliga a la niña a someterse a un examen de conciencia, plasmado en un librito negro escrito por los padres benedictinos, que detalla e identifica cada uno de sus actos incorrectos. Carmen se obsesiona con este libro, puesto que ve en él todas las faltas que ha cometido y comienza a experimentar episodios de trance del que es imposible rescatarla, tal como relata el narrador: “La Meche y la niña de mano tuvieron que llevarla en vilo, tan quieta y compacta como el mismo piano. No hubo fuerza humana que le arrancara de las manos el librito negro. Tuvieron que bañarla con él” (49).
Tía Malva utiliza la religión para empezar a constreñir la mente y el espíritu de la joven. Auxiliada por el librito que permite identificar los pecados y las constantes visitas del fraile confesor, Tía Malva le hace creer a Carmen que porta al mismo diablo en su cuerpo y alma, ejerciendo una tortura constante sobre su pensamiento y comportamiento. La joven se convierte en víctima de la “mala conciencia”, es decir, aquel mecanismo por medio del cual se sustituye la represión visible por la auto-represión de la conciencia (Hopenhayn 16). Es ella misma quien comienza a auto-reprimirse al sentir culpa por su conducta alejada de los parámetros religiosos y patriarcales y termina por someterse voluntariamente a las normas que le imponen, llevándolo incluso al extremo de considerar que todo lo que realiza es una falta grave.
Esto es importante, por cuanto, como bien indica Lagos, antes de la intervención de Tía Malva, Carmen no conocía el sentido del pecado, por ello, vivía una relación libre con su hermanastro, pero también una vida libre de imposiciones de género: “Antes de la llegada de la tía, Carmen vivía en un mundo sin culpas ni pecado, hasta que Malva la transforma iniciándola en una religiosidad concebida como confesión de culpas. De un mundo en el que no había ni bien ni mal Carmen pasa a ser víctima de la idea de pecado y del mal” (212). Es producto de los juicios de Tía Malva, la reclusión física en la periferia y la intervención del fraile confesor, que la joven se obsesiona con la idea del pecado, la pureza y la intención constante de convertirse en una buena mujer.
Carmen se transforma en un ser sin voluntad, obsesionada con no pecar, atormentada por salvar su alma. Hay ciertos episodios en que la antigua Carmen aparece para sublevarse, los últimos intentos de no dejarse controlar por completo, como en el momento en que se emborracha con aguardiente, no obstante, es evidente que la niña ya ha sido adoctrinada por cuanto, el alcohol, en vez de desinhibirla y hacerla olvidar la represión que ha sufrido, la hace atormentarse más: “Carmen se confesaba a gritos, vuelta hacia el estante de las mermeladas, de las cosas que había pensado; los malos pensamientos se me suben por el pelo, vienen callados por la nuca, y me saltan, a la frente, las malas miradas, las miradas con intención, ya no sé para qué lado miraaaar, gritaba desolada” (45).
Todo es pecado para Carmen, la religión la ha constreñido de tal manera que pierde por completo la libertad. Se corta el cabello para no sentir las cosquillas cuando se peina porque es pecado, intenta bañarse vestida para no mirarse porque es pecado, rompe los empastados de los Faustos, destroza las muñecas. Sin embargo, la represión espiritual y mental, propiciada por Tía Malva, a pesar de que aparenta ser un mecanismo de control religioso, no tiene como fin último salvar el alma de Carmen ni rescatarla de sus pecados, sino constreñir su rebeldía y encausarla hacia lo que se espera sea una buena mujer. La vigilancia y represión religiosa es una expresión de la represión patriarcal. Esto se refleja, por ejemplo, en el hecho de que Carmen, para aliviar su alma, no necesita ser confesada por un sacerdote, sino que cree que cualquier hombre le sirve:
-¿Tú crees –me preguntó, abrazándome– que será pecado esto? Me miré el domingo en el espejo y me toqué un pecho al vestirme. ¿Tú crees? […] Pero todo esto es ya pecado –susurró ella–. Si muero esta noche no podré salvarme, porque no me he confesado y nadie me da penitencia; no se perdona sin penitencia. No puedo rezar: las “Dios te salve María” se me olvida, se me olvida […]. Confiésame –pidió–. Tú eres hombre. Puedes absolverme por mientras. (54)
Esta escena refleja que el poder religioso es ante todo un poder masculino, pues Carmen no busca la investidura sacerdotal para confesar sus pecados, sino que la salvación de su alma podría dársela cualquier sujeto masculino, como autoridad del patriarcado. Y ese control espiritual, que se ejerce mediante la religión, la introyección de la idea de pecado y el encierro físico, se refuerza, por último, también en el control corporal. En su reeducación religiosa se le imprime la idea de que su propio cuerpo es portador de ese pecado, por ello, la falta de voluntad y de independencia, se refleja en su desaparición progresiva, tal como lo analizan Jeftanovic y Gálvez-Carlisle, quienes enfatizan en la anorexia que desarrolla Carmen, como consecuencia de la represión religiosa: “Carmen se estaba quedando cada día más delgada, porque botaba los guisos por el lavatorio y no comía ni las manzanas ni los alfajores que yo le guardaba, esperando poder pasar por la bisagra de la ventana y convertirse en buena y que nadie la viera” (58).
La anorexia puede ser interpretada tanto como una “anorexia santa”, como le denomina Gloria Gálvez-Carlisle, para enfatizar en que es una secuela de la educación religiosa que recibe, así como una anorexia que se circunscribe a los parámetros masculinos, por cuanto, el estereotipo femenino de la época contemporánea, indica que las mujeres deben mantenerse delgadas hasta hacer visible sus huesos. Ambas son manifestaciones patriarcales que buscan constreñir el cuerpo de las mujeres y que no resultan contrapuestas. A la par de esto, Carmen también intenta librarse del pecado mediante la contención de todo lo que alguna vez le causó placer y, sobre todo, a través de la limpieza excesiva, tal como le ha inculcado Tía Malva:
Todo le daba remordimientos (el librito negro de Tía Malva era poderoso), incluso, cosas de todos los días, tocar la fruta, caminar por una alfombra mullida. La vi llorar a gritos por haber pasado la mano por un plato de frambuesas, más aún, por recordar haberla pasado. El olor del pan recién hecho le causaba horror. Se lavaba durante horas las manos, con jabón de lavar y escobilla, dejándoselas acangrejadas. […] Una tarde se cortó el pelo (su pelo de ondas envolventes, tu pelo vivo, Carmen) a tarascones, sobre las orejas. (55)
En esta novela, la ley masculina se hace valer mediante mecanismos de coerción del cuerpo y la mente de Carmen, por haber osado desafiar las imposiciones patriarcales. La excesiva violencia con que se la ataca e intenta disciplinar no es, sin embargo, ejecutada por hombres, sino, por mujeres que funcionan como agentes del sistema. Son ellas las encargadas de velar por la correcta moralidad y virtud y castigar a quien se ha desviado de la norma impuesta. En este caso concreto, la abuela como agente principal y líder familiar, es la primera en ejercer violencia de género sobre su hija, al menospreciarla respecto a sus hermanos varones. Tía Malva, así, sólo reproduce sobre Carmen la violencia que ella misma ha sufrido.
Pero mientras Tía Malva aprende de este sistema patriarcal y se adapta a él reprimiendo también a otras mujeres, Carmen es una víctima que opta por acabar con su propia vida. Una vez que ha comenzado a desaparecer físicamente, producto de la anorexia y ha asimilado las lecciones religiosas hasta el punto de decirle al narrador que ya casi no peca porque es incapaz incluso de pensar en cosas malas, Carmen ya ha dejado de existir. La violencia que se ejerce contra ella al excluirla, disciplinarla y constreñirla, permite que pensemos, entonces, que su suicidio es en realidad un homicidio, como declaraba la académica María Inés Lagos: “Su suicidio, sin embargo, debe entenderse más bien como homicidio, pues la antigua Carmen se deshace con el metódico tratamiento que la aniquila física y mentalmente” (212). Un suicidio feminicida, con mayor precisión, pues es resultado de agresiones patriarcales constantes que la llevan a saltar a la lámpara de diez mil lágrimas.
Algo de esto puede haber intuido el narrador al negar su suicidio: “Estoy seguro de que Carmen tiene que haber realizado algo, un salto final sacándose la costra que la atormentaba, una acrobacia de su alma. No se puede haber ido, como con maletas, abandonadora, como se me quiere hacer creer, rece para que Dios la perdone, niño” (61). Un salto final, orillada a realizarlo, pero no abandonadora, ya que no es ella quien toma la decisión consciente de acabar con su vida. Si Carmen, al final de sus días, como el mismo protagonista señala, era incapaz incluso de pensar, parece difícil que haya ejercido una voluntad tal de terminar con su existencia. Carmen es víctima de un suicidio feminicida, propiciado por una violencia ejercida por otras mujeres, agentes del patriarcado.
Los movimientos feministas actuales, tanto como la nueva mirada de la teoría feminista, nos han permitido, en el último tiempo, comprender las diferentes violencias que se ciernen sobre las mujeres de modo cotidiano. A fines de los años ochenta el concepto de feminicidio todavía no era utilizado en nuestro léxico, sin embargo, hoy es un término frecuente y cada día avanzamos un poco en el entendimiento y la extensión de la tipología. Aunque el suicidio feminicida no sea aún reconocido por nuestro Código Penal también es un tema que en Chile ha ocasionado debate y ha cobrado relevancia en los medios de comunicación.
En los últimos dos años, al menos dos casos nos impactaron porque pudimos reconocer la violencia patriarcal sufrida por jóvenes, cuyo resultado fue su suicidio. Katherine Winter, una niña de 16 años, de clase alta y alumna de uno de los colegios más emblemáticos de Santiago, el Nido de Águilas, terminó con su vida en un Starbucks, luego de ser víctima de ciber acoso. La joven había logrado salir de una relación de abuso por parte de su pareja, quien la habría amenazado con difundir fotografías de ella desnuda. A esto se sumó la descalificación realizada por sus propios compañeros a través de páginas de internet. Tal como relata una ex alumna que también vivió la experiencia de Katherine:
En el Nido el bullying es sustancialmente hacia las mujeres. Tiene que ver con la palabra slutshaming, que es cuando a las mujeres las tratan de putas, por internet. Son generaciones chicas, donde, por más que no parezca, una página web puede formarte una reputación que no es la tuya, y la gente te trata mal en base a ello. Yo muchas veces quedaba destruida porque siempre había rumores de que me había acostado con tal persona. (Alonso “El tormento de Katherine Winter”)
En su carta de suicidio, la joven escribió: “tengo que hacer esto porque me aburrí de ser siempre la culpable por cosas que no he hecho. Y también decía: “¿Qué pasó? Vean la página Millard Forso” (Alonso “El tormento de Katherine Winter”), aludiendo a la página de internet en que fue asediada por otros alumnos del colegio. Katherine fue víctima de un suicidio feminicida, cuyos culpables fueron, tanto el ex novio que la amenazaba con hacer públicas sus fotografías íntimas, como los estudiantes del colegio que la desprestigiaron y denostaron. La violencia patriarcal no terminó ahí. A los pocos días, las autoridades del colegio dijeron que la joven tenía problemas alimenticios y de índole psiquiátrico y que su decisión pudo estar influenciada por la serie 13 Reasons Why, como una forma de exculparse por el suicidio. Katherine se quitó la vida, sin embargo, producto de la violencia de género que sufrió.
Este tipo de ciber acoso es una forma de agresión, principalmente, contra las mujeres, por ello podemos hablar de suicidio feminicida cuando una de estas jóvenes muere producto de ello. En el reportaje realizado por el diario The Clinic se otorgan estadísticas reveladoras, en ese sentido: “entre los datos que maneja la superintendencia hay dos que resultan esclarecedores: desde 2016, el 82% de las víctimas de ciber acoso escolar en Chile fueron estudiantes mujeres; y las denuncias de maltrato psicológico contra mujeres duplican las de hombres, 1543 casos contra 719” (Alonso, “El tormento de Katherine Winter”). En el mismo reportaje, la Seremi de Educación indica que hay muchos más suicidios de adolescentes que podrían responder a las mismas motivaciones que tuvo Katherine, es decir, es posible que estemos ante una violencia de género sistemática que está propiciando que las propias mujeres acaben con su vida.
En el 2019, Antonia Barra, de 20 años, se suicidó luego de ser violada y amenazada por el violador de difundir fotografías y videos de la violación. Si bien, como señalaba anteriormente, este suicidio no es considerado por la ley chilena como feminicidio, al menos los medios de comunicación han abierto la posibilidad de denominarlo como suicidio feminicida, producto de la violencia de género de la que fue víctima (Freixas y Figueroa, “19D: Suicidio y castigo femicidas, la violencia psicológica contra las mujeres llevada al máximo extremo”). Leer hoy la historia de Carmen también permite entender el final de la niña, asediada por Tía Malva y la estructura patriarcal, como un suicidio feminicida muy similar al de estas dos jóvenes chilenas.
La novela de Ana María Del Río, por estos días, se vuelve tremendamente vigente, en la medida que propicia adoptar el concepto de suicidio feminicida en nuestra propia realidad y revisar también algunos casos que han sido injustamente tipificados. Pienso, por ejemplo, en Violeta Parra. En los años en que Violeta fue encontrada muerta de un disparo en su carpa, la visión patriarcal simplista se apuró a señalar que ella había tomado esta decisión por culpa de una frustración amorosa. Esta es, sin embargo, una verdad al menos cuestionable para quienes leímos cartas o su autobiografía en décimas, en la que explica haber sufrido el mandato patriarcal de múltiples maneras: el hostigamiento familiar y amoroso por haber dejado a su hija recién nacida para irse a París, la culpa por la muerte de su hija, la falta de recursos económicos en Chile, la frustración por no ser considerada por el gobierno. Violeta Parra no se suicidó por amor, lo suyo fue un suicidio feminicida tras el incesante agobio que ejerció sobre ella una sociedad machista.
Quién sabe cuántos suicidios feminicidas más podamos contar si revisitamos nuestra historia, cuántas mujeres acusadas injustamente de desequilibrio mental, histeria, neurosis, depresión endógena, en realidad fueron víctimas de abusos machistas, de las peores condiciones para su desarrollo personal. Cuántas que no vieron más salida al sufrimiento que el suicidio y aceptaron su propio asesinato como una forma de libertad. Releer la novela de Ana María Del Río, a la luz de este nuevo panorama, permite poner en contexto otro tipo de violencia de género más invisibilizada hasta ahora, pero que en el mundo cobra miles de víctimas a diario. Es, a la vez, una invitación para ver más allá de lo evidente y entender que las estructuras patriarcales a menudo se introyectan en nosotros mismos y se encuentran extendidas en todos los ámbitos de nuestra realidad. Reconocerlas es también un paso importante.
Notas
1 Para Lagarde, traducirlo como feminicidio implica aceptar que existe una normalización y tolerancia de la violencia de género por parte de la sociedad, una violencia institucional sobre las familias, culpabilización de las víctimas, trato discriminatorio, autoritario y negligente por parte de las autoridades, una ineptitud para el esclarecimiento de los casos y la nula reparación del daño a los familiares: “Preferí la voz feminicidio para denominar así el conjunto de delitos de lesa humanidad que contienen los crímenes, los secuestros y las desapariciones de niñas y mujeres en un cuadro de colapso institucional. Se trata de una fractura del Estado de derecho que favorece la impunidad. El feminicidio es un crimen de estado” (Russell y Harmes 20).
2 Para un análisis detallado de la imagen que proyecta la madre del narrador, véase los trabajos de Cindy Lizana e Irene Gómez.
3 Ana María Larraín realiza una lectura de la novela desde el tema del incesto.
4 Varios académicos realizan un símil, en esta novela, de la casa con un panóptico, entre ellos: Irene Gómez, María Inés Lagos, Cindy Lizana, Jessenia Chamorro, Andrea Jeftanovic y Nicolás Román.
Referencias bibliográficas
1. Alonso, Nicolás. “El tormento de Katherine Winter: Amigos y compañeros relatan sus últimos meses”. The Clinic, 7 noviembre 2018, https://www.theclinic.cl/2018/11/07/el-tormento-de-katherine-winter-amigos-y-companeros-relatan-sus-ultimos-meses/.
2. Chamorro, Jessenia. “De niña a mujer o las bildungsroman femeninas en la narrativa chilena escrita por mujeres”. Las críticas, 2017, http://lascriticas.com/index.php/2017/12/18/las-bildungsroman-femeninas-en-la-narrativa-chilena-escrita-por-mujeres/.
3. del Río, Ana María. Óxido de Carmen. Santiago, Editorial Andrés Bello, 1986.
4. Freixas, Meritxell y Figueroa, Natalia. “19D: Suicidio y castigo femicidas, la violencia psicológica contra las mujeres llevada al máximo extremo”. El desconcierto, 19 diciembre 2019, https://www.eldesconcierto.cl/2019/12/19/19d-suicidio-y-castigo-femicidas-la-violencia-psicologica-contra-las-mujeres-llevada-al-maximo-extremo/.
5. Gálvez-Carlisle, Gloria. “Desórdenes gastronómicos: Metáfora literaria compleja en la narrativa de Ana María Del Río y Andrea Maturana”. Acta literaria, n.° 30, 2005, pp.57-65. DOI: 10.4067/S0717-68482005000100005.
6. Gómez Castellano, Irene. “Rodeada de puntos suspensivos: los usos del espacio en Óxido de Carmen de Ana María Del Río”. Revista Iberoamericana, vol. LXXIV, n.° 222, 2008, pp.243-259.
7. Hopenhayn, Daniel. “Ana María Del Río, escritora. ‘Me hubiera gustado ser libre como el viento, y nica’”. The Clinic, 27 enero 2019, https://www.theclinic.cl/2019/01/27/entrevista-ana-maria-del-rio-escritora-me-habria-gustado-ser-libre-como-el-viento-y-nica/.
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11. Lagos, María Inés. “Familia, sexualidad y dictadura en Óxido de Carmen de Ana María Del Río”. Inti: Revista de literatura hispánica, no. 40, 1994, pp. 206-217.
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17. Russell, Diana. “Definición de feminicidio y conceptos relacionados”. Feminicidio: una perspectiva global, editado por Diana Russell y Roberta Harmes, Ciudad de México, UNAM, Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en ciencias y Humanidades, 2006, pp. 73-96.
18. Russell, Diana. “Feminicidio por arma de fuego: un año de crímenes de odio mortales en Estados Unidos”. Feminicidio: una perspectiva global, editado por Diana Russell y Roberta Harmes, Ciudad de México, UNAM, Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en ciencias y Humanidades, 2006, pp.101-117.
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Fecha de recepción: 27/12/2019
Fecha de aceptación: 08/02/2020