https://doi.org/10.19137/anclajes-2020-2432

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ARTÍCULOS

 

Pornomiseria, violencia machista y mirada colonial en los filmes Backyard: El traspatio y La mujer del Animal

Pornomisery, Sexist Violence and Colonial Gaze in the films Backyard: El traspatio and La mujer del Animal

Porno miséria, violência sexista e olhar colonial nos filmes Backyard: El traspatio e La mujer del Animal

 

Sayak Valencia
Colegio de la Frontera Norte, Tijuana
México
mvalencia@colef.mx
ORCID: 0000-0003-3041-8240

Sonia Herrera Sánchez
Universitat Autònoma de Barcelona
Universitat Oberta de Catalunya
España
sherrerasanc@uoc.edu
ORCID: 0000-0002-7941-7727

 

Resumen: Las imágenes pueden activar o desactivar la violencia y poseen un importante valor político por lo que es imprescindible analizar qué implican sus reproducciones. En el presente artículo indagaremos en las formas de representación de la violencia contra las mujeres y los cuerpos racializados, empobrecidos y geopolíticamente situados en el Sur global, específicamente en Colombia y México, a través de dos películas recientes: La mujer del Animal (2016), dirigida por Víctor Gaviria, y Backyard: El traspatio (2009), dirigida por Carlos Carrera y escrita por la dramaturga y feminista mexicana Sabina Berman. Para ello, haremos uso de una metodología interdisciplinar en la cual se intersectan la teoría fílmica feminista y el análisis crítico del discurso, para así proponer una metodología transfeminista de encriptación y re-codificación de las imágenes de la violencia de modo que estas no pierdan su carácter de denuncia social.

Palabras clave: Violencia machista; Cine; Siglo XXI; Latinoamérica

Abstract: Images can activate or deactivate violence and have important political value, so analyzing their implications is essential. In this article we will investigate the representative forms of violence against women and racialized, impoverished bodies located in the Global South, specifically in Colombia and Mexico, through two recent films: La mujer del Animal (2016), directed by Víctor Gaviria, and Backyard: El traspatio (2009), directed by Carlos Carrera and written by Mexican playwright and feminist Sabina Berman. We will use an interdisciplinary methodology in which feminist film theory and critical discourse analysis intersect in order to propose a transfeminist methodology of encryption and re-codification of the images of violence, so they do not give up their role as social criticism.

Keywords: Sexist Violence; Cinema; XXI century; Latin America

Resumo: As imagens podem ativar ou desativar a violência e possuem um importante valor político, o que faz com que seja imprescindível analisar em que implica suas reproduções. No presente artigo, indagaremos as formas de representação da violência contra as mulheres e os corpos racializados, empobrecidos e geopoliticamente situados no Sul global, especificamente na Colômbia e no México, através de dois filmes recentes: La mujer del Animal (2016), dirigida por Víctor Gaviria, e Backyard: El traspatio (2009), dirigida por Carlos Carrera e escrita pela dramaturga e feminista mexicana Sabina Berman. Para tanto, faremos uso de uma metodologia interdisciplinar na qual se cruzam a teoria cinematográfica feminista e a análise crítica do discurso, para assim propor uma metodologia transfeminista de encriptação e recodificação das imagens da violência de modo que estas não percam sua natureza de denúncia social.

Palavras chave: Violência sexista; Cinema; Século XXI; América Latina.

 

Introducción

En su libro The Politics of Affect and Emotion in Latin American Cinema. Argentina, Brazil, Cuba and Mexico, Laura Podalsky nos habla del resurgimiento del cine latinoamericano a mediados de la década de los años 90, el cual se caracteriza por la emergencia de un nuevo cine que no solo gana festivales internacionales (El Chacotero Sentimental, Chile, Cristián Galaz, 1999; Amores Perros, Alejandro González Iñárritu, México, 2000; por citar algunos ejemplos) sino que se vincula a una cosmética internacional. En esta, los modos de hacer cine se elaboran dentro de formas de visualidad recuperadas de otras tecnologías como las del videoclip, pero, sobre todo, se produce un distanciamiento político que evita hablar de las causas estructurales de la desigualdad en los países latinoamericanos y, en su lugar, abraza figuras neoliberales y se separa de la estética y la política del cine latinoamericano reivindicativo de los 70.
Consideramos importante mencionar esta separación del cine de lo político y su devenir estético-cosmético y, en este sentido, recuperamos la perspectiva crítica desarrollada por los directores colombianos Carlos Mayolo y Luis Ospina quienes en 1978 escribieron un manifiesto contra la utilización de la miseria como mercancía dentro de los circuitos del cine mainstream. En dicho manifiesto se propuso el término de porno-miseria, que entendieron como la reafirmación de la mirada colonial occidental al representar a las poblaciones racializadas como perennemente monstruosas, sucias e ingobernables, pero también como poblaciones diseñadas para el exterminio y el menosprecio cultural desde los ojos de Occidente y su refundación del discurso colonial por otros media.
Para nuestro trabajo es fundamental reflexionar sobre la relación entre el pornomiserabilismo, la aporofobia (Cortina) y la perpetuación de una mirada colonial en cuanto a la representación de la violencia contra las mujeres y los cuerpos racializados, empobrecidos y geopolíticamente situados en el Sur global, específicamente en Colombia y México, a través de dos filmes basados en hechos reales y que resultan paradigmáticos por su especial dureza: La mujer del Animal (2016), dirigida por Víctor Gaviria, y Backyard: El traspatio (2009), dirigida por Carlos Carrera.
No es baladí, por tanto, retomar la perspectiva del pornomiserabilismo, ya que las imágenes de precarización reafirman la división de clases, pero también la división heteropatriarcal del género y la sexualidad, en las cuales los hombres y las mujeres que se representan en estas películas pornomiserabilistas aparecen como actores atroces, si son masculinos, o eternamente pasivos, si son femeninos.
Uno de los fallos principales de este tipo de imágenes revictimizantes es que critican la violencia contra las mujeres representándolas con más violencia, poniendo en cuestión los límites de la visibilización y la exposición del cuerpo de estas como un cuerpo siempre sufriente y, quizá, distribuyendo de manera no intencional una pedagogía del daño y de la crueldad (Segato Contra-pedagogías) contra un cuerpo que ha sido construido históricamente por las sociedades machistas como un cuerpo para la explotación y el maltrato, tal como lo muestran las películas escogidas.
En la mirada mainstream de la representación del otro racializado/feminizado se construye la visualidad de las víctimas y los victimarios en una especie de circuito cerrado que reafirma visualmente las nociones del poder sobre aquellos sujetos que viven en países ex-coloniales o en condiciones de precarización, volviendo así el problema de la violencia de género o violencia machista una condición cuasi cultural de poblaciones “poco civilizadas”. Lo cual es, por supuesto, falso, pero cuya lógica se reafirma en la representación estereotipada de los personajes que aparecen en las películas sobre el tema.

La mujer del Animal (2016) y Backyard: El traspatio (2009): aporofobia, encuadre patriarcal y colonialidad del género

Nuestro análisis de las películas: La mujer del Animal (2016) y Backyard: El traspatio (2009) se centra no solo en la violencia machista, sino en la producción y circulación de las imágenes que reafirman ciertos estereotipos de género, raza, clase y geopolítica. Estos no pueden separarse de la mirada colonial que da forma y sentido a las herramientas de elaboración de las narrativas cinematográficas, que configuran ciertos modos de ver y habilitan o deshabilitan ciertos “pactos escópicos” sobre quiénes son los actores atroces y las víctimas sumisas.
Nos interesa por tanto, identificar las narrativas cinematográficas que refuerzan el encuadre patriarcal (Berlanga) y su relación con la colonialidad del género (Lugones) y la colonialidad del ver (Barriendos), puesto que entendemos que en algunas narrativas cinematográficas en torno a la violencia extrema contra las mujeres, ésta se vincula de manera opuesta y complementaria a las figuras de mujeres como víctimas, totalmente desposeídas de agencia, y con varones racializados que fungen de verdugos.
En este sentido, el encuadre patriarcal es “una forma de recortar la realidad desde la desigualdad estructural de género en una sociedad que todavía prescribe una masculinidad violenta y una feminidad sometida” (Melgar “Mirar el feminicidio”). Sin embargo, el encuadre patriarcal no se reduce a las narrativas de ficción o cinematográficas, sino que se trasvasa a la manera en que se retrata y repite el discurso sobre el feminicidio en los medios, los productos culturales e incluso en el ámbito forense, donde las asesinadas son capturadas desde un mismo ángulo que nos recuerda el discurso de pornomiserabilismo del que hemos hablado en párrafos anteriores.
La importancia de un análisis transversal de la representación de la violencia contra las mujeres radica en tener clara la potencia de la ficción para construir, estandarizar y normalizar modos de lectura sobre la realidad material y de invisibilizar ciertas relaciones de poder. Al mismo tiempo, al tener claras estas estandarizaciones de la representación, se pueden proponer otras formas de producir un discurso visual de oposición ante la normalización de la violencia contra las mujeres y su efecto anestesiante en el cuerpo social.
Siguiendo a Teresa De Lauretis entendemos el cine como una tecnología en plena vigencia que produce imaginarios diferenciados en torno al género y a la sexualidad. En este sentido, la facultad de crear realidad del cine y de la ficción audiovisual, en general, “construyendo subjetividad, otorgando sentido y legitimando conductas” (Herrera Sánchez “Hacia un cine performativo” 65) es incuestionable. Marisa Fernández y Laura Méndez sostienen que “el cine reproduce imaginarios sociales y también los produce, por tanto, refleja representaciones sociales acerca de la categoría de género imponiendo determinados modelos o antimodelos” (4). Por su parte, Contreras y Sierra afirman que en la actualidad se puede observar

una universalización mediática de un modelo cultural inspirado en los violentos impulsos de las imágenes descontextualizadas desprovistas de toda posibilidad de sentido que hoy copan los espacios públicos de la sociedad de la información, desimbolizando la comunicación en una operación semiótica de colonización del espacio social bajo el manto irreal del conjunto de símbolos producidos para su consumo público. (10)

Entonces, el cine, entendido como dispositivo de producción, re-traducción y diseminación de la realidad, puede diseminar contenidos que apoyan un sistema binario y misógino. Dicho sistema parece tener la facultad de reafirmar un patriarcado metaestable que Celia Amorós define como: “un pacto interclasista, interracial e intergeneracional entre varones en el que se apropian del cuerpo de las mujeres, como propiedad privada” (27).
Esta propiedad metaestable del patriarcado asienta las condiciones materiales para fundar las economías de la muerte y la fascinación por la violencia como un nicho de mercado que, a fuerza de saturarnos de imágenes violentas, anestesia la sorpresa, la indignación y la respuesta social ante el fenómeno.
A continuación, analizaremos dos películas latinoamericanas cuyo tema central es la violencia extrema contra las mujeres y el feminicidio. Para realizar nuestro análisis haremos uso de una metodología interdisciplinar, en la cual se intersecan la teoría fílmica feminista y el análisis crítico del discurso, para así proponer una metodología transfeminista de encriptación y re-codificación de las imágenes de la violencia, de modo que estas no pierdan su carácter de denuncia social.
Con encriptación de las imágenes hacemos referencia a “una imagen que puede ser percibida pero no puede ser leída sin el correlato social y cultural que la acompaña. Una especie de objeto que se construye fuera de sí, que necesita del consenso político feminista para develarse y unos lazos de solidaridad para mostrarse” (Valencia y Zúñiga 4).
La primera película, como ya se ha anticipado, es La mujer del Animal (2016), dirigida por Víctor Gaviria, director colombiano internacionalmente reconocido por sus películas Rodrigo D de 1990 o La vendedora de Rosas de 1998 que, en palabras de Guerrero y Matusiak: “logra despornificar estos cuerpos –es decir, desactivar la posibilidad de que sean utilizados como materias explotables y comerciables– para producir una de las cinematografías más conmovedoras y perdurables de América Latina” (135).
Analizaremos también la película mexicana Backyard: El traspatio (2009) dirigida por Carlos Carrera y escrita por Sabina Berman, la cual se desarrolla en la frontera entre Ciudad Juárez, México y el Paso Texas, EE.UU., y trata sobre el femigenocidio de mujeres (Segato “Las nuevas formas”) que se ha reportado en dicha ciudad desde el año 1993, coincidiendo con el Tratado de Libre Comercio (tlcan) entre México, los Estados Unidos y Canadá. Deseamos apuntar que, si bien, el término feminicidio se ubica como descriptivo del asesinato impune de mujeres solo por razón de género con la complicidad del Estado (Lagarde; Valenzuela)1, entendemos que la película aborda también el problema desde una perspectiva que interrelaciona tanto el feminicidio como el femigenocidio, que Rita Segato define como:

Este tipo de feminicidios se aproximan en sus dimensiones a la categoría ‘genocidio’ por sus agresiones a mujeres con intención de letalidad y deterioro físico en contextos de impersonalidad, en las cuales los agresores son un colectivo organizado o, mejor dicho, son agresores porque forman parte de un colectivo o corporación y actúan mancomunadamente, y las víctimas también son víctimas porque pertenecen a un colectivo en el sentido de una categoría social, en este caso, de género. (“Las nuevas formas” 365)

Esta interrelación se vuelve importante porque puede aplicarse como una matriz de análisis más fino, donde se intersectan violencias acumulativas de distintas intensidades. Estas son ejecutadas por distintos actores o cuyo actor principal es encarnado por un personaje masculino que es apoyado en el ejercicio de la violencia por otros pares, creando así una dimensión del feminicidio que es social y no solo de violencia individual ejercida de manera particular.

La mujer del Animal

En el filme de Gaviria la historia se centra en el personaje de Amparo, una joven menor de edad que, tras escapar de un internado de monjas, se va a vivir con su hermana a un asentamiento ultra-precario de Medellín, el del barrio Popular Uno. Una vez allí, la joven es raptada, violada y retenida a la fuerza como esposa de un hombre llamado Libardo, quien es conocido en el barrio como “el Animal” por su mirada torva, su extrema fiereza, su propensión al abuso sexual y su vinculación con el crimen. La película presenta un escenario de extrema marginación social donde se hace énfasis en la violencia contra la mujer, recreando escenas de gran crudeza. De hecho, tal como afirman Guerrero y Matusiak, “Gaviria nos convoca a fijar nuestros ojos en un film difícil de ver, pero que sin embargo constituye, a la vez, un film difícil de no ver” (136). Esta idea nos lleva a conectar con Susan Sontag cuando explica que “hay imágenes cuyo poder no mengua, en parte porque no se pueden mirar a menudo” (74), ya sea por la brutalidad de lo que se muestra o por la rudeza del tema que se aborda en sí. Asimismo, sucede, tanto en el filme de Gaviria como en el de Carrera que ambos convierten la experiencia espectatorial en un binarismo entre la imagen horrenda que genera rechazo y la necesidad de contemplar esa imagen para tomar conciencia del horror.
El largometraje de Gaviria no solo trata de las violencias de género acumulativas que se ejercen sobre la protagonista, sino que nos muestra una realidad producida en un contexto posfordista. Basada en hecho reales, y ubicada en 1975, el filme retrata un close up extremo de la miseria, tanto económica como humana, una especie de frame colonial donde la realidad aparece recortada y en desconexión espaciotemporal. Sin embargo, en algunas escenas nos da algunas pinceladas sobre Colombia y sus violencias acumulativas, en vinculación con el contexto capitalista, el paramilitarismo, el desplazamiento, la colonialidad del género, que se refleja en la precarización absoluta de ciertas poblaciones feminizadas.
Así sucede, por ejemplo, al inicio de la película, hacia el minuto 6:20, cuando tras un plano general de la comuna y de sus infraviviendas, Amparo, su hermana y su cuñado entran en una choza oscura donde Amparo conoce a doña Evangelina, la suegra de su hermana, quien alude al conflicto bélico en Colombia y le explica cómo fue que se asentaron en ese lugar: “Nosotros hace ya 10 años que nos vinimos porque muy brava la violencia entre políticos, muy brava. Fue muy duro y nos tocó venirnos a todos”.
Otro de los rasgos definitorios de La mujer del Animal tiene que ver con la representación de la emergencia de ciertas masculinidades criminales que utilizan la violencia como vía de gestión y rentabilización del maltrato y del abuso de las poblaciones más vulnerables a su alcance: mujeres, niñas y hombres con menor dominio de las técnicas del ejercicio de la violencia. En este sentido, el Animal reafirma el estereotipo del hombre pobre y racializado con comportamientos bestiales, encarnando la figura del sujeto endriago que en otros trabajos (Valencia Capitalismo Gore) se ha definido como el individuo que circunscribe una subjetividad capitalística pasada por el filtro de las condiciones económicas globalmente precarizadas. Asimismo, se observan las demandas de género masculinas que se basan en la respetabilidad económica, la indiferencia ante el peligro, el menosprecio de lo femenino, la reafirmación de la autoridad a cualquier precio y el ejercicio de violencia de alta y baja intensidad para acceder a la legitimidad tanto económica como de género.
El Animal no es una ominosa excepción de la masculinidad, sino un actor obediente a las encomiendas de género y raza otorgadas por Occidente para los hombres racializados, que con su machismo explícito mantienen “funcionando la expansión de ideales truncados de humanidad y subjetividad, así como de poder y de conocimiento” (Maldonado-Torres 64). En estos se reafirman proyectos contradictorios que los excluyen, pues fortalecen “jerarquías de ser y de valor que dividen al mundo, por un lado, entre blancos y sujetos de color en el Norte, y entre distintos tipos de mestizos y poblaciones excluidas de proyectos nacionales en el sur” (Maldonado-Torres 64), y justifican la aporofobia (es decir, la fobia al pobre solo por el hecho de serlo) que la racionalidad occidental siente hacia ellos. Es decir, cumplen con el mandato de ser violentos e inhumanos (infrahumanos) y, por tanto, evitan al espectador cualquier tipo de complejización y autocrítica de las condiciones económicas, políticas y sociales producidas por los procesos de colonización que aún subsisten a nivel material y simbólico sobre las poblaciones que habitan los espacios del sur global. Evitan también la reflexión sobre el enlace entre esa violencia brutal y otras violencias más atenuadas contra las mujeres y las personas empobrecidas y vulnerabilizadas que también se dan en coordenadas del Norte global.
En este sentido, el Animal es parte de la cartografía de las masculinidades subalternadas que configuran la compleja constelación del “orden de género mundial” que Raewyn Connell define como:

Las relaciones que constituyen el orden de género mundial son principalmente de dos tipos. La conquista imperial, el neocolonialismo y los sistemas de poder mundiales actuales –la inversión, el comercio y la comunicación– han puesto a diversas sociedades en contacto unas con otras. En consecuencia, los órdenes de género de estas sociedades también se han relacionado. En el caso de América Latina, región en donde la conquista y ocupación europeas se dieron por primera vez a gran escala, la interacción ocurrió a lo largo de cinco siglos, y los resultados han sido síntesis culturales profundas. [...] El resultado neto de estos dos tipos de relaciones es un orden de género global que se construye a partir de una serie de relaciones de género turbulentas, muy inequitativas y parcialmente integradas. (188-191)

Estas relaciones de género profundamente inequitativas y extremadamente violentas se muestran en una escalada de violencia contra la protagonista (Amparo), que parece no tener fin. Esta va desde la violencia simbólica, a través del menosprecio constante que el personaje recibe por parte del maltratador, así como de sus familiares y el círculo cercano de amistades, hasta la violencia física, ejercida sobre su cuerpo por medio de brutales palizas, la violencia sexual reiterada y la violencia económica, representada por las condiciones de precarización extrema  en las que vive la protagonista, que no cuenta con los recursos para poder alimentarse a sí misma ni a su hija y debe hurgar entre la basura para poder procurarse algo de comer. En ciertos momentos del filme el espectador siente que no es posible el despliegue de una violencia mayor, sin embargo, sucede. La violencia en cada escena irrumpe con más brutalidad. No cesa, pero tampoco se vuelve pedagógica y, por tanto, no espectraliza sus consecuencias, es decir, no da tregua ni da paso a la anestesia social, porque como el mismo director afirma: “La intención de la película no es el regocijo ante el maltrato, porque la puesta en escena del maltrato está construida con mucho pudor. […] En La mujer del Animal no estamos banalizando el mal; aquí lo volvemos insoportable” (Gaviria en Guerrero y Matusiak 140). Y la violencia contra Amparo se vuelve insoportable, al igual que el silencio cómplice de la comunidad en la que vive y que es testigo silenciosa del abuso de poder y de la violencia sin freno contra esta mujer y otras mujeres que también son víctimas del Animal, ya que, como mencionamos al inicio, Leobardo es un violador en serie, tanto de su hermana como de muchas otras mujeres de su comunidad.
El filme de Gaviria busca politizar el mal volviéndolo insoportable a los ojos de espectadores y espectadoras, exponiendo la violencia directa sin paliativos como estrategia de denuncia y logrando así que la experiencia espectatorial se convierta en algo físico y anímico: en el odio visceral al Animal por su fiereza, su crueldad y su desempeño de una masculinidad ultra-violenta y obediente con el orden heteropatriarcal. Pero si no se toma en cuenta que la producción de esta figura del macho violento latinoamericano, en su despliegue voraz, es también la reafirmación, por otros media, del proyecto de la modernidad colonial, estaremos obviando las relaciones de poder y la complicidad social que mantiene estas estructuras desiguales. Si lo hacemos así, entonces estaremos interpretando el relato a través de una mirada y un encuadre colonial que aplican ideas estandarizadas de empoderamiento a contextos o situaciones que difícilmente puedan ser leídas desde una óptica binaria. Esto nos lleva a retomar las reflexiones de María Lugones en torno a la intersección entre colonialidad y género, producida y repetida en los países con historia colonial en los cuales:

Dada la colonialidad del poder, es característica la co-construcción entre la colonialidad del poder y el sistema de género colonial/moderno. Problematizar el dimorfismo biológico y la construcción dicotómica de género es central para entender el alcance, la profundidad, y las características del sistema de género colonial/moderno. La reducción del género a lo privado, al control sobre el sexo y sus recursos y productos es una cuestión ideológica presentada ideológicamente como biológica, parte de la producción cognitiva de la modernidad que ha conceptualizado la raza como ‘engenerizada’ y al género como racializado de maneras particularmente diferenciadas entre los europeos-as blanco-as y las gentes colonizadas/no blancas. La raza no es ni más mítica ni más ficticia que el género –ambos son ficciones poderosas. (93-94)

Por tanto, al analizar la violencia machista, debemos tomar en cuenta que este modelo de género ha logrado el disciplinamiento y la obediencia de los cuerpos que se autoidentifican como varones. A través de su adscripción acrítica a estos ideales biopolíticos, fundados en argumentos “naturalistas”, han fortalecido la conservación del patriarcado como régimen metaestable (Amorós) y han eliminado del mapa discursivo la posibilidad de una autocrítica profunda.
Incluso en las últimas décadas, que se han venido elaborando estudios sobre masculinidades, es muy difícil que éstos, salvo honrosas excepciones, cuestionen a fondo las relaciones de poder y privilegio que los varones mantienen con las mujeres y con otras poblaciones que se consideran minoritarias por cuestiones de raza, clase, disidencia sexual, nacionalidad o diversidad funcional. Por ello, la masculinidad puede ser entendida, dentro de nuestro marco de análisis, como un dispositivo de implementación y conservación de un proyecto modernidad/colonialidad y nación que, en su transformación, se liga a la economía capitalista.
En este sentido, “la densidad de lo masculino depende de su magnitud semiótica. La masculinidad como categoría de género se produce culturalmente, no solo como una entidad percibible, sino también como un dispositivo de percepción; es un instrumento por medio del cual podemos conocer las peculiaridades de la cultura de una nación” (Domínguez 11). Así, la masculinidad, como ficción política (y no solo como cuerpo singular), es un fenómeno social emparentado al trabajo, a la violencia, a la opresión, como forma de dar continuidad a los proyectos de hegemonía social y económica que imbrica el régimen necropolítico con el biopolítico, a través del modelo de democracia iluminista y “nación heterosexual” (Curiel), que difícilmente podremos identificar como estructuras fundamentales en el despliegue de la violencia machista en Latinoamérica si leemos las imágenes solo desde los privilegios que nos dan nuestros ojos coloniales.
En este sentido, el Animal es un signo-cuerpo que desempeña de manera efectiva la obediencia hacia la masculinidad “salvaje”, que nos recuerda que las tecnologías de racialización y expolio del proyecto colonial produce a los varones de las comunidades no blancas como quimeras barrocas.  En las cuales, el concepto de masculinidad se une conflictivamente, a manera de prefijo, a las culturas locales, produciendo una disonancia cognitiva y cuyo significante triunfador resultará ser la gramática de Occidente que mantiene activa la producción del racializado como ese otro ingobernable y, por tanto, merecedor permanente de escarnio y castigo social. Sin embargo, esto no significa que el protagonista no disfrute de los dividendos patriarcales que su género le otorga aun en su condición de racializado.
Un claro exponente de ese castigo social lo encontramos en la secuencia final de la película cuando, tras el asesinato del Animal en plena calle, mientras este se emborrachaba, la mayor parte de la comunidad se regocija dando gritos de alegría y golpeando cazuelas y sartenes, aunque antes no hubieran sido capaces de enfrentar sus abusos y su violencia. La propia Amparo, agachada junto al cadáver, le agradece a Dios el haber escuchado sus plegarias y después echa a andar con sus hijos, alejándose y reivindicándose como sujeto ante el exabrupto de un vecino que llama a los niños “los animalitos”: “Estos no son los hijos del Animal, estos son mis hijos”.
De este modo, la cámara nos aleja del Animal y repara la agencia de la protagonista, en una suerte de desagravio, tanto para ella como para quienes al otro lado de la pantalla participan también del escarnio público del varón animalizado, deshumanizado y convertido en monstruo a lo largo de todo el relato fílmico.

Backyard: El traspatio

Por su parte, Backyard: El traspatio es una película a caballo entre el cine de ficción y el documental, en la cual se habla de manera explícita de lo que denominamos capitalismo gore (Valencia) y su enlace con el feminicidio2, en el que la violencia machista deviene gore al convertirse en violencia feminicida, particularmente, cuando hablamos de feminicidio sexual sistémico (Monárrez). El filme nos guía a través de los ojos de Blanca Bravo, una joven policía foránea que llega a Juárez con el encargo de investigar los crímenes de género que se están perpetrando en la ciudad fronteriza y, a través de la historia de Juanita, una mujer joven emigrada desde el sur de México en busca de oportunidades laborales y libertad sexual.
La película transcurre en 1993, al año siguiente de la firma del tratado de Libre Comercio entre México, Estados Unidos y Canadá que entró en vigor el 1 de enero de 1994. Esta cuestión es relevante porque el tlcan o nafta no es solo un tratado económico trilateral, sino una nueva disposición de paisaje urbano transfronterizo, así como la reafirmación de un imaginario social con marcada diferenciación de género, que sostiene “al sistema de género colonial/moderno” (Lugones 93), en donde queda muy claro que el antagonismo al que se somete a ambos géneros y su confrontación y racialización beneficiará a los poderes dominantes y disolverá posibles alianzas y solidaridades entre géneros3.
En el filme de Carlos Carrera se muestra cómo los circuitos económicos transfronterizos acelerados por el tlcan (como dispositivo que remarca la relación entre neoliberalismo y género en la frontera del norte de México) realizan un desplazamiento de los procesos de producción del trabajo a destajo en las maquiladoras hacia los cuerpos de las mujeres trabajadoras en dichas industrias (aunque no solo a esos cuerpos). Ello nos habla de una industrialización de la muerte a través de la maquinaria capitalista que se presenta bajo la forma de un bucle macabro donde los cuerpos de las mujeres son objetos de fragmentación/mutilación/destrucción, en un proceso inverso y proporcional a la elaboración de piezas en las maquiladoras donde la palabra pieza se recodifica y designa un feminicidio: las obreras de la maquiladora “son objetualizadas, convertidas en piezas utilizables y, supuestamente, reemplazables, al menos para el sistema” (Herrera Sánchez Cuando las heridas hablan 47).
En este sentido, según Melissa W. Wright, “los trabajos de Judith Butler sobre la producción discursiva de lo material aportan una dimensión teórica necesaria para analizar cómo las tecnologías discursivas de las maquilas contribuyen a la producción de la mujer mexicana como desperdicio” (30), transformada en “cosa insignificante, en materia maleable” (Mbembe 69), objetualizada, como una pieza más de la cadena de ensamblaje.
En Juárez, la vulnerabilidad y cosificación4 de las trabajadoras se plasma de diversas formas: feminización de la maquila y precarización de los puestos de trabajo, salarios de miseria, jornadas laborales de más de 12 horas diarias, ausencia de transporte seguro hasta las fábricas, acoso sexual callejero y laboral, infraestructuras y equipamientos urbanos deficientes en las colonias más empobrecidas… Así lo confirma Angela Davis en su ya clásica obra Mujeres, raza y clase:

[…] dadas las dimensiones que ha cobrado el ejercicio de la violencia sexual, es posible hablar de ella en términos de crisis, ésta constituye uno de los aspectos de una crisis profunda y declarada del capitalismo. La amenaza de violación, que es la cara violenta del sexismo, continuará existiendo mientras la opresión global de las mujeres siga siendo un sostén esencial para el capitalismo. (201)

Esto puede interpretarse como una mímesis necro-económica representada por los cuerpos mutilados como productos de la máquina feminicida (González-Rodríguez), la cual es un elemento troncal que conecta a las máquinas productivas, con las máquinas de control social y de producción del género dentro del capitalismo gore.
En este sentido, en su obra Capitalismo terminal. Anotaciones a la sociedad implosiva, Corsino Vela explica que “el estadio de reestructuración permanente en que nos encontramos apunta hacia esta violencia extrema del capital, que se realiza tanto en la destrucción directa y extensiva de la población (guerras, hambre, enfermedad) como en la sobreexplotación y humillación cotidianas” (231). En Backyard: El traspatio podemos observar esta sobreexplotación y mutilación de la dignidad se ceba particularmente en la vida y los cuerpos de las mujeres pobres. Es por ello por lo que el feminicidio en Ciudad Juárez está visiblemente vinculado a la clase social. La mayor parte de las víctimas del feminicidio en Ciudad Juárez tenían entre 10 y 35 años y eran obreras de la maquiladora, dependientas, estudiantes, etc. porque, tal como explica Julia Monárrez, “el asesinato de mujeres y niñas que nacieron inmersas en estructuras inequitativas está directamente relacionado con esas mismas estructuras” (250).
El filme, por su parte, a través de su puesta en escena de la violencia de género, recrea mediante un caso concreto lo que Rita Segato denomina femigenocidio. El cual ha definido como:

Aquellos asesinatos de mujeres que, por su crecimiento desmesurado, se aproximan en sus dimensiones a la categoría genocidio por sus agresiones a mujeres con intención de letalidad y deterioro físico en contextos de impersonalidad, en las cuales los agresores son un colectivo organizado o, mejor dicho, son agresores porque forman parte de un colectivo o corporación y actúan mancomunadamente, y las víctimas también son víctimas porque pertenecen a un colectivo en el sentido de una categoría social, en este caso, de género (Segato “Las nuevas formas” 365).

Esta expansión desbordante, que podría llamarse ya como crímenes de lesa humanidad, agrupados por el género, nos permite pensar en la máquina feminicida como un dispositivo de verificación extrema de la masculinidad en un contexto donde tanto la violencia como el machismo y la precariedad son estructurales; fomentados y distribuidos tanto por las instituciones como por las coreografías sociales, económicas y culturales que se derivan del primero y tienen sus puntos de referencia en la construcción dicotómica y misógina del género, donde ser varón sigue reportando privilegios y dividendos patriarcales en detrimento del ser mujer.
Dentro de esta lógica machista el habeas corpus es un privilegio exclusivo de los varones, negando macabramente lo que afirma Juanita, una de las chicas asesinadas, cuando se niega a volver con su novio y decide irse con otro chico que conoció en el salón de baile: “Mi cuerpo es mi cuerpo”. Con su asesinato, se reafirma la idea de que el cuerpo de las mujeres es impropio para ellas mismas y debe ser gobernado y gestionado por los varones desde la óptica de la necromasculinidad, quienes, pese a su diferencia racial o de clase, pueden hacer alianzas patriarcales metaestables y destruir dichos cuerpos o castigarlos por agenciarse. Estos castigos pueden pasar por la estigmatización injuriosa (el estigma de la puta), la cárcel (penalización del aborto) o el asesinato (feminicidio), como en el caso de Juanita que termina asesinada por su novio y un grupo de desconocidos que instruyen al primero en la cultura de la violación, de la crueldad y del asesinato en nombre de su honor masculino.
En Backyard: El traspatio podemos constatar la impropiedad del cuerpo de las mujeres asesinadas por la máquina feminicida, a través de la espectacularización de sus despojos, en la cual se despliega un “encuadre patriarcal” (Berlanga) que niega toda empatía con las víctimas, pues se distribuyen imágenes de cuerpos mutilados en una especie de zapping mediante el cual se asimilan éstos a las lógicas de la economía visual y la espectacularización de los mass media que lucran con el morbo y el sufrimiento de las poblaciones.

Reflexiones transversales: miradas sobre violencia feminicida y precarización de los cuerpos

Explica Judith Butler que “el cuerpo supone mortalidad, vulnerabilidad, praxis: la piel y la carne nos exponen a la mirada de los otros, pero también al contacto y a la violencia” (52). Si entendemos el cuerpo como lugar en el que se ejercita el poder (Marugán Pintos y Vega Solís) y deducimos que todo poder puede ser expropiado, las alusiones que encontramos tanto en Backyard: El traspatio como en La mujer del Animal a la práctica del bride kidnapping se convierten en una metáfora más que explícita esa desposesión del propio cuerpo.
Sobre esta expugnabilidad de los cuerpos femeninos, Segato conecta el sentido de disponibilidad con la anulación de la voluntad de la mujer por medio de la culminación de la violencia:

Si en el genocidio la construcción retórica del odio al otro conduce la acción de su eliminación, en el feminicidio la misoginia por detrás del acto es un sentimiento más próximo al de los cazadores por su trofeo: se parece al desprecio por su vida o a la convicción de que el único valor de esa vida radica en su disponibilidad para la apropiación. (“Las nuevas formas” 36)

En palabras de Nerea Barjola, esto convertiría la vida de las mujeres en lo que el filósofo italiano Giorgio Agamben denominó nuda vida5: “la vida despojada de toda significación, […] aquella vida que cualquiera pueda matar” (39), esto se ejemplifica en ambos filmes a través de la repetición de estereotipos de género sobre las mujeres asesinadas o maltratadas. Todas pertenecen a clases precarias, viven en condiciones de total desprotección pues no cuentan con redes de cuidado y afecto sólidas, son migrantes o desplazadas de sus hogares, son jóvenes y racializadas.
En la misma línea que Segato y Barjola, Rosalba Robles Ortega añade que “el cuerpo también es el instrumento mediante el cual una voluntad ajena se apropia e interpreta el significado cultural de un cuerpo que debiera ser para sí mismo” (174). De este modo sucede también en el cine. La mirada de quien dirige, escribe o ve el relato se adueña de la representación de los cuerpos que aparecen en la pantalla, los lee, como expresaría Donna Haraway, de forma situada, bajo sus experiencias, imaginarios y prejuicios, los filtra y los asimila y, en el mejor de los casos, los transforma más allá de los arquetipos habituales.
En lo que atañe específicamente a la violencia contra las mujeres, Laura Mulvey, en su ensayo “Placer visual y cine narrativo”, asevera que “en un mundo ordenado por el desequilibrio sexual, el placer de mirar se ha escindido entre activo/masculino y pasivo/femenino” (370). En esa misma línea se sitúa John Berger cuando afirma que “los hombres actúan y las mujeres aparecen. Los hombres miran a las mujeres. Las mujeres se contemplan a sí mismas mientras son miradas. Esto determina no solo la mayoría de las relaciones entre hombre y mujeres sino también la relación de las mujeres consigo mismas” (47).
Tradicionalmente esta mirada unidireccional ha sido trasladada también a los relatos cinematográficos donde la violencia contra las mujeres aparece tanto como eje principal de la trama como de forma tangencial de la misma. Por ello no es de extrañar que en Backyard: El traspatio y en La mujer del animal nos topemos con un “protagonismo” femenino pasivo, sustraído a la acción, a la espera del enésimo acto de violencia. El único personaje femenino que escapa de eso, en cierta forma, es Blanca Bravo, la inspectora de policía de Backyard: El traspatio que, por otra parte, cabe señalar que no es ni pobre ni racializada, como sí lo son Amparo y Juanita, víctimas ambas de la violencia machista más extrema, despojadas de toda agencia política.
Esta espectralización mediática se impone como filtro a la realidad que incomoda, esto se entiende como una forma de otrorizar y sacar del contexto de lo conocido a las asesinadas para crear un extrañamiento y una distancia, tanto simbólica como emocional, en el receptor/espectador y evitar la empatía hacia las víctimas y la movilización social en busca de justicia.
El cuerpo impropio de las asesinadas en el filme y en la realidad, en este contexto liminal, es concebido como una cartografía que intenta establecer un imaginario social macabro basado en la amenaza constante. Estas apariciones de la tragedia feminicida tienen el papel de dar una advertencia directa porque, como advierte Roberto Saviano, “todos entendemos el mensaje escrito en la carne” (145), y para los ejecutantes de esta violencia, parte del capitalismo gore, el cuerpo, en su desgarro y vulneración, es el mensaje. Asimismo, es también el símbolo encarnado de la perpetuación de una axiología heteropatriarcal aplastante y de un pacto homosocial donde la búsqueda de justicia para esos cuerpos impropiosno será otorgada en tanto que éstos son el residuo de una contraofensiva masculina a cualquier desobediencia de género y una respuesta violenta ante la ininteligibilidad cotidiana que la reestructuración económica traída por el tlcan representa, es decir, ante la falta de discurso para armar una comprensión común de la distopía social y económica que este cambio ha traído consigo.
Finalmente, en ambas películas podemos notar el ascenso y reforzamiento de tres elementos fundamentales en el ejercicio de la violencia contra las mujeres: la necromasculinidad, el pacto patriarcal metaestable y la cultura de la violación que actúan de manera recíproca y se afianzan en una espiral de horror. En los dos filmes analizados encontramos ejemplos de estos tres elementos. Así, por ejemplo, hacia el minuto 96 de Backyard: El traspatio, vemos una larga secuencia de más de tres minutos en la que se recrea la violación colectiva y posterior asfixia y asesinato del personaje de Juanita dentro de una camioneta, mientras la cámara y el montaje fragmentan su cuerpo en una suerte de découpage que acaba con su muerte y su cadáver desechado en el desierto. “Se nos muestra a una mujer –o a varias– sufriendo ataques y siendo agredidas, pero en el rol de aterrorizada mártir que no tiene posibilidades de enfrentarse a su agresor. Sumida, pues, en una situación de pánico total. No es un oponente para el psicópata o ‘el malo’, es una víctima. Por ello, la puesta en escena destaca la inmovilidad de los personajes femeninos” (Aguilar 266).
También en La mujer del Animal se nos muestran de forma explícita varias agresiones sexuales tumultuarias. Este tipo de violencia sexual responde a lo que Rita Laura Segato denomina “la fratria mafiosa”:

Los miembros de estas fraternidades sellan su pacto de silencio y lealtad cuando, en comunión nefasta, manchan sus manos con la sangre de las mujeres mediante su muerte atroz, en verdaderos rituales donde la víctima sacrificial es colocada en esa posición por ninguna otra razón más que la marca de su anatomía femenina –índice último de subalternidad en la economía desigual del género–, destinada al consumo canibalístico en el proceso de realimentación de la fratria mafiosa. Lejos de ser la causa del crimen, la impunidad es su consecuencia. (“Las nuevas formas” 255)

En el mismo sentido nos preguntamos sobre la urgencia de reflexionar no solo sobre la representación explícita de las imágenes de violencia contra las mujeres y las personas feminicidas, sino también sobre la responsabilidad social de quienes fungimos de espectadorxs y cómo normalizamos a través de un consenso silencioso –quizá indignado pero silencioso– la tolerancia social hacia múltiples tipos de violencias sociales que recaen de manera cotidiana sobre sujetos construidos históricamente como vulnerables: los sujetos femeninos y/o los sujetos feminizados.
Así, con nuestra fascinación social por la violencia extrema transmitida por los medios de comunicación y los productos culturales, damos cuerpo y sostenemos un régimen de gobierno necropolítico contra las mujeres. La falta de reprobación, incluso de las formas más extremas de violencia machista, como las que aparecen representadas en Backyard: El traspatio y en La mujer del Animal, fortalecen los alcances pedagógicos de las imágenes de la violencia que, a su vez, afirman los pactos necroscópicos, tanto de la mirada colonial como de la necromasculinidad de los sujetos endriagos (Valencia). Esto lo vemos en la manera en la cual personajes como Juanita y Amparo son representadas y confinadas por el necropatriarcado como absolutamente indefensas.
Una muestra de esta indefensión aprendida se puede observar tanto en la secuencia del feminicidio de Juanita descrita anteriormente como en la del secuestro y violación de Amparo (hacia el minuto 20 de la película) que transcurre en una penumbra lumínica y narrativa solventada por los sonidos de la violencia (los golpes de él, los gritos de auxilio de ella) y los silencios de los testigos.
Por lo que respecta a las películas que hemos analizado, consideramos que al “descentrar la mirada”6 podemos hallar otra forma –quizás más autorreferencial– de analizar este adormecimiento social, no desde la experiencia espectatorial, sino acercándonos a la indiferencia y la complicidad de algunos personajes ante la violencia contra las mujeres, como ejemplo de éxito de la cultura individualista impuesta por el capitalismo gore en las sociedades neocoloniales frente al comunitarismo, y de la política del miedo o “doctrina del shock” reflejada por la espiral del silencio de la población ante las diversas formas de violencia machista que pueden observar a su alrededor y ante la cual se convierten en meros voyeurs.
En unas sociedades postmodernas, globalizadas, hiperconectadas a las pantallas y expuestas a altos niveles de violencia visual tanto en los medios de comunicación tradicionales como en las nuevas pantallas digitales, los efectos de esa exposición pueden transitar desde el rechazo y la negación de la mirada a la normalización y performatividad de la violencia, pasando, inevitablemente, por la revictimización a través de la violencia simbólica de buena parte de la población que puede ser potencial víctima de esa violencia o supervivientes de ella. Como mujeres, la exposición simbólica y material del cuerpo a los otros de la que hablábamos anteriormente nos conecta automáticamente con el hecho de ser “susceptibles de violencia a causa de esta exposición” (Butler 46).
Rita Laura Segato habla de una “pedagogía de la crueldad” (81) ejercida en y desde el cuerpo de las mujeres, una crueldad que crea “un terror reticular y teledirigido, que se transfiere de los cuerpos violentados y asesinados hasta los cuerpos de quienes no han sufrido aún dicha violencia” (Valencia 105).
Si tal como sostienen Davis o Segato, la violación es una forma ejemplarizante de represión, adoctrinamiento y disciplina sobre los cuerpos de las mujeres, su misma representación audiovisual puede contribuir también a promover una pedagogía de la subalternidad y el acatamiento que ahogue “el deseo de resistir en las mujeres” (Davis 32) a través de un mensaje unívoco: “En ese imaginario compartido, el destino de la mujer es ser contenida, censurada, disciplinada, reducida, por el gesto violento de quien reencarna, por medio de este acto, la función soberana” (Segato “Las nuevas formas” 23). Así lo confirma también Nerea Barjola en su libro Microfísica sexista del poder: “Las representaciones sobre el peligro sexual no solo son la estructura que da soporte a la existencia de la violencia sexual, sino que son, en sí mismas, violencia sexual” (29).
Ahora bien, ¿cómo salir del bucle de la representación/denuncia de la violencia con más violencia?, ¿cómo crear estrategias de visualización de la violencia que no revictimicen a las víctimas?, ¿cómo romper con el entumecimiento emocional y generar empatía activa en contra de la violencia machista y la violencia feminicida?
Finalmente, debemos apuntar que, en un mundo de estética explícita, la estrategia micropolítica y horizontal de construir lugares, símbolos e imágenes de memoria parece difícil dado el saqueo y la reabsorción de los vocabularios críticos de los movimientos sociales. En ese sentido, proponemos la encriptación de imágenes como una metodología transfeminista (Valencia; Preciado) de representación de las violencias machistas que apelen a desafiar las reglas visuales de lectura binaria que reproduce obedientemente las nociones de verdugos y víctimas y las ubican en espacios empobrecidos donde habitan culturas “lejanas”, “incivilizadas” y “crueles”, tal como hemos visto en la películas analizadas.
Para salir de la mirada voraz, colonial y necropatriarcal hegemónica en los relatos que abordan la violencia contra las mujeres es necesario que las imágenes producidas por las industrias culturales, especialmente la audiovisual, promuevan formas de representación capaces de generar una sensibilidad compartida, basada en códigos de lectura disidentes pensado y creados colectivamente, con los cuales se pueda denunciar dignamente la violencia machista y feminicida y que esta denuncia no se quede en la mera recreación, sino que desate conversaciones y convergencias para exigir justicia de forma colectiva. De este modo, las imágenes pasarían a convertirse en herramientas útiles para vislumbrar caminos alternativos o, volviendo sobre las palabras de Rita Segato Contra-pedagogías de la crueldad que se opongan a los elementos característicos del orden patriarcal y a la vulnerabilización de los cuerpos feminizados, precarizados y racializados como los que encarnan las protagonistas de los filmes que han guiado estas reflexiones.

Notas

1 Celia Cheyenne Verité explica que “el feminicidio es un crimen de Estado, porque en este concurren de manera criminal el silencio, la omisión, la negligencia y la colusión de las autoridades encargadas de prevenir y erradicar esos crímenes. Podemos afirmar categóricamente que, cuando el Estado no da garantías a las mujeres y no crea condiciones de seguridad para sus vidas en comunidad en el ámbito privado o público, el feminicidio encuentra su caldo de cultivo” (4-5).

2 Existen varios análisis sobre las causas de los feminicidios en México, sobre todo en torno al caso de Ciudad Juárez, realizados por teóricas feministas como Marcela Lagarde, Laura Rita Segato y Julia Monárrez como tres de las más representativas. Sonia Herrera, en su tesis doctoral titulada Cuando las heridas hablan. La representación del feminicidio en Ciudad Juárez en el cine documental desde las epistemologías feministas, recoge todo este bagaje teórico y reflexiona, a partir de los planteamientos de Valencia, sobre el devenir gore de la violencia machista, específicamente a través del de feminicidio sexual sistémico.

3 Importa destacar que dentro de esta reflexión se parte de la dicotomía masculino/ femenino como una forma estandarizada bajo la cual se articulan las coreografías sociales del género en México. Sin embargo, somos conscientes de que esta dicotomía no agota otras formas de encarnar y performar otras variaciones del género y la sexualidad.

4 Siguiendo a Achille Mbembe, entendemos por cosificación “el devenir-objeto del ser humano” (24).

5 El concepto de nuda vida fue acuñado por el filósofo italiano Giorgio Agamben en su obra Homo Sacer. El poder soberano y la nuda vida.

6 Tomamos prestada la frase del sugerente título del libro Descentrar la mirada para ampliar la visión. Reflexiones en torno a los movimientos sociales desde una perspectiva feminista y antirracista de Florencia Brizuela González y Uriel López Martínez.

 

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Fecha de recepción: 05/11/2019
Fecha de aceptación: 15/01/2020