https://doi.org/10.19137/anclajes-2020-2435
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ARTÍCULOS
Chicas muertas: tres relatos ‘atípicos e infructuosos’ para armar
Chicas muertas: three ‘atypical and fruitless’ stories to put together
Chicas muertas: três histórias ‘atípicas e infrutíferas’ para montar
Tatiana Navallo
Université de Montréal
Canadá
ct.navallo.coimbra@umontreal.ca
ORCID: 0000-0001-8951-8911
Resumen: En Chicas muertas (2014) –texto anterior al movimiento #NiUnaMenos– Selva Almada narra los femicidios impunes de tres jóvenes de diferentes localidades del interior argentino durante los años ochenta, reiniciado el período democrático, luego de la última dictadura militar. La cronista apela al registro de la no ficción para presentar el marco contextual sociopolítico y mediático en el que se ejecutaron las muertes de Andrea Danne (Entre Ríos), María Luisa Quevedo (Chaco) y Sara Mundín (Córdoba). Con el fin de relatar estos casos particulares en el marco de la necroliteratura, y a través de una “poética de la desapropiación” de acuerdo a Cristina Rivera Garza, Almada pone al descubierto, en clave de archivo abierto, el creciente número de crímenes con motivación de género ocurridos hasta la actualidad.
Palabras clave: Selva Almada; Literatura argentina; Femicidio; Crónica; Necroliteratura.
Abstract: In Chicas muertas (2014) –published prior to the #NiUnaMenos movement– Selva Almada (1973) tells the story of the unpunished femicides of three young women from various locations in Argentina during the 1980s, a time coinciding with the restoration of democracy after the last military dictatorship. Almada uses non-fiction to present the sociopolitical and media context in which Andrea Danne (Entre Ríos), María Luisa Quevedo (Chaco) and Sara Mundín (Córdoba) were murdered. Using Cristina Rivera Garza’s framework of necrowriting and a “poetics of disappropiation” to narrate these cases, Almada, as if opening a file, exposes the growing number of gender-motivated crimes that have occurred up until our time.
Keywords: Selva Almada; Argentine literature; Femicide; Chronicle; Necrowriting.
Resumo: Em Chicas muertas (2014) –texto anterior ao surgimento do movimento # Nenhuma a Menos– Selva Almada narra os femicídios impunes de três jovens de diferentes povoados do interior da Argentina durante a década de 1980, quando recomeçava o período democrático após o última ditadura militar. A cronista apela ao registro da não-ficção para apresentar o contexto sociopolítico e midiático no qual foram levadas a cabo as mortes de Andrea Danne (Entre Ríos), María Luisa Quevedo (Chaco) e Sara Mundín (Córdoba). Com o objetivo de relatar esses casos particulares a partir da perspectiva da necroliteratura, e através de uma “poética da desapropriação” de acordo com Cristina Rivera Garza, Almada revela, numa lógica de arquivo aberto, o crescente número de crimes motivados pelo gênero cometidos até o presente.
Palavras-chave: Selva Almada; Literatura argentina; Feminicidio; Crônica; Necroliteratura.
Oh, oh, oh, oh, oh, oh, oh, oh, paren, paren.
Oh, oh, oh, oh, oh, oh, oh, oh, paren de matar.Salí para el trabajo y no fui,
salí para la escuela y no llegué,
salí del baile y me perdí,
de pronto, me desdibujé.
[…]
Si tocan a una, nos tocan a todas,
el femicidio se puso de moda,
[…]
mujer alerta, luchadora,
organizada, puño en alto,
y ni una menos, vivas nos queremosParen de matarnos, Miss Bolivia
En lo que sigue propongo un acercamiento a Chicas muertas (2014) de Selva Almada (Villa Elisa, Entre Ríos, 1973), puesto que el texto pone al descubierto estrategias extremas de control y dominación ejercidas en cuerpos y subjetividades femeninas, en tanto superficies donde se lee una condensación de significantes históricos y políticos, respecto de los modos de ejercer violencia y femicidio. De publicación previa al movimiento #NiUnaMenos, Chicas muertas transparenta la problemática de la violencia de género, poco atendida por las editoriales en un pasado reciente, si se considera que hoy ésta es incorporada a una agenda que responde a la necesidad de exponer, denunciar y concientizar sobre el hecho de que las mujeres mueren por ser mujeres, ya sea desde la ficción, la no ficción o el ensayo. Cabe aquí apuntar que el colectivo #NiUnaMenos, con la marcha en la Plaza del Congreso de Buenos Aires, inaugura el 3 de junio de 2015 un movimiento imparable contra los femicidios y contra la violencia de género, viralizado por las redes sociales, alcanzando así un fuerte impacto y repercusión a nivel nacional e internacional.
Desde el “Paren de matarnos” de la canción de Miss Bolivia (2017), transcrita parcialmente en el epígrafe, resuena un imperativo crítico que se hace presente con una aguda contundencia en las calles, los escenarios, las pantallas de pequeño y gran formato, los medios, las redes y las editoriales. El ritmo y presencia que ha cobrado la visibilización de la violencia en sus múltiples facetas, junto a la variedad de prácticas performativas que trae consigo, indica la editora de Paidós, Ana Ojeda, se remonta a un momento de quiebre –el 2012– ligado a “la modificación del artículo 80 del Código Penal, que generó las condiciones de posibilidad de la producción literaria en torno al tema, cuando se tipificó judicialmente el femicidio” (Saidón “#NiUnaMenos”). Desde ese momento la industria editorial no ha dejado de nutrirse por publicaciones que diversificaron el circuito de consumo, revitalizando, sin duda, el vínculo “corpus / canon” del campo literario, arrojando luz también sobre la falta de inserción de escritoras mujeres en los planes y programas de estudio, en todos los niveles de escolarización.
Entre el actualizado y extenso catálogo que pone sobre la superficie la realidad teñida de violencia, se encuentran La virgen cabeza de Gabriela Cabezón Cámara; Beya. (Le viste la cara a Dios), también de Gabriela Cabezón Cámara con ilustraciones de Iñaki Echeverría; Mandinga de amor de Luciana De Mello; Yo te creo hermana de Mariana Carbajal; Filósofa punk. Una memoria de Esther Díaz; Malas madres. Aborto e infanticidio en perspectiva histórica de Julieta Di Corleto; La nación vacuna de Fernanda García Lao; Errantes de Florencia Etcheves; Violencias de género. Las mentiras del patriarcado, compilado por Liliana Hendel; Una nena muy blanca de Mariana Komiseroff; Hay cadáveres de Lucila Lastero; Mona de Pola Oloixarac; La revolución de las hijas de Luciana Peker; Cometierra de Dolores Reyes; #NiUnaMenos de Paula Rodríguez; La guerra contra las mujeres de Rita L. Segato; Las malas de Camila Sosa Villada; Rara de Natalia Zito; entre otros textos literarios, ensayos provenientes de diferentes disciplinas y entrevistas. Se trata de una renovada apuesta escrituraria, en la que tampoco se escamotean los abusos intrafamiliares ni su registro en primera persona, como bien lo hilvanan las propuestas de Belén López Peiró en Por qué volvías cada verano, Thelma Fardin en El arte de no callar. Autobiografía entre el silencio y la impunidad y Virginia Ducler en Cuaderno de V.
En este marco, entendemos que las disímiles situaciones de violencia a las que se ven sometidos tanto cuerpos femeninos como feminizados, de acuerdo a lo subrayado por Rita Segato respecto de las mujeres asesinadas en Ciudad Juárez, son un enunciado altamente expresivo:
Es por su calidad de violencia expresiva más que instrumental –violencia cuya finalidad es la expresión del control absoluto de una voluntad sobre otra– que la agresión más próxima a la violación es la tortura física o moral. Expresar que se tiene en las manos la voluntad del otro es el telos o la finalidad de la violencia expresiva. Dominio, soberanía y control son su universo de significación. (18)
Al no perseguir un fin, la carga simbólica condensada en esta yuxtaposición de significantes irrumpe produciendo un desplazamiento disruptivo en los lenguajes que presentan y (d)escriben estas situaciones de femicidio, –permeando y desarticulando en alguna medida– la normatividad histórica discursiva, al tiempo que propone sus propios “trabajos [escriturarios] de memoria”, en términos de Elizabeth Jelin (2002). En lo que sigue, realizaré un acotado recorrido de lectura de Chicas muertas de Selva Almada, crónica en la que, en la aniquilación de los cuerpos, se transparenta tanto la historicidad de los modos de violencia y sus divergentes alcances en la producción de subjetividades de género, como las dinámicas relacionales entre política y muerte. Lectura que devela –en el “entre” su propio montaje– un espacio instersticial dotado de afectividad.
En Chicas muertas, Selva Almada narra los femicidios impunes de tres jóvenes de diferentes localidades del interior argentino durante los años ochenta, reiniciado el período democrático, luego de la última dictadura militar (1976-1983). Cabe aquí una digresión respecto del término, pues en Argentina el más extendido es el de “femicidio”; no obstante, se utiliza aquí de manera intercambiable el de “feminicidio” de acuerdo a la reformulación de Marcela Lagarde y de los Ríos, –recuperado de la traducción de “femicide” de Diana Rusell y Jill Radford–. Si bien la antropóloga mexicana entiende que la traducción de femicide es femicidio (homicidio de mujeres), aclara que prefiere la voz “feminicidio” y denominar así al conjunto de violaciones a los derechos humanos de las mujeres:
que contienen crímenes y las desapariciones de mujeres y que, estos fuesen identificados como crímenes de lesa humanidad. El feminicidio es el genocidio contra mujeres y sucede cuando las condiciones históricas generan prácticas sociales que permiten atentados violentos contra la integridad, la salud, las libertades y la vida de niñas y mujeres. (216)
En estrecha relación con lo expuesto, y sin desatender la actualizada distinción entre “femicidio” y “femigenocidio” establecida por Rita Segato ([2016] 2018), retomo la propuesta de Selva Almada, quien, recurriendo al registro de la no ficción, en Chicas muertas se adentra en la escritura de una crónica, presentando el marco contextual, tanto inmediato como social, en el que se ejecutaron las muertes de Andrea Danne (Entre Ríos), María Luisa Quevedo (Chaco) y Sara Mundín (Córdoba). Con el fin de narrativizar estos casos particulares, y sin descuidar el creciente número de crímenes con motivación de género ocurridos hasta la actualidad, cerca de tres décadas más tarde la autora recurre tanto a los archivos periodísticos y expedientes judiciales, como a entrevistas a familiares y amigos de las víctimas, personal policial y de la justicia. Así, el recorrido de lectura devela una alternancia de voces subsumida al registro autoficcional (Alberca 2007), puesto que el yo enunciador apela a recuerdos de su temprana adolescencia junto a su inserción en el presente de la investigación, haciendo claramente explícito un proyecto de escritura, en tanto montaje de los hechos donde se reúnen varias temporalidades, y en el que confluyen regímenes de veracidad y ficcionalidad. Marcada por esta cadencia, Almada narrativiza lo ya informado y reconfigura, de acuerdo a las reflexiones de Graciela Falbo acerca del giro que alcanza el periodismo narrativo ensayístico desde inicios del 2000, “las piezas segmentadas, desarticuladas, desde nuevos encuadres, [de modo que] la escritura, entonces, no es solo relato sino develación, recuperación de derechos, construcción de memoria y resistencia” (9), evidenciando una trama afectiva que es también un gesto político ante la violencia, la corrupción e impunidad que marcaron estos casos, como bien se sintetiza en las primeras páginas:
La mañana del 16 de noviembre de 1986 estaba limpia, sin una nube, en Villa Elisa, el pueblo donde nací y me crié, en el centro y al este de la provincia de Entre Ríos.
Era domingo y mi padre hacía el asado en el fondo de la casa […] Cerca de la parrilla, acomodada entre las ramas de la morera, una radio portátil, a pilas, clavada siempre en LT26 Radio Nuevo Mundo. Pasaban canciones folclóricas y a cada media hora un rotativo de noticias, pocas.
[…] Entonces dieron la noticia por la radio. No estaba prestando atención, sin embargo la oí tan claramente.
Esa misma madrugada en San José, un pueblo a 20 kilómetros, habían asesinado a una adolescente, en su cama, mientras dormía.
[…] Yo tenía 13 años y esa mañana, la noticia de la chica muerta, me llegó como una revelación, la casa de cualquier adolescente, no era el lugar más seguro del mundo. Adentro de tu casa podían matarte. El horror podía vivir bajo el mismo techo que vos.
[…] Un verano, pasando unos días en el Chaco, al noroeste del país, me topé con un recuadro en un diario local1. El título decía: A veinticinco años del crimen de María Luisa Quevedo. Una chica de 15 años asesinada el 8 de diciembre de 1983, en la ciudad de Presidencia Roque Sáenz Peña. María Luisa había estado desaparecida por unos días y, finalmente, su cuerpo violado y estrangulado habría aparecido en un baldío, en las afueras de la ciudad. Nadie fue procesado por este asesinato.
Al poco tiempo también tuve noticia de Sarita Mundín, una muchacha de veinte años, desaparecida el 12 de marzo de 1988, cuyos restos aparecieron el 29 de diciembre de ese año, a orillas del río Tcalamochita, en la ciudad de Villa Nueva, en la provincia de Córdoba. Otro caso sin resolver. (13-19, destacados míos)
Se trata claramente de “femicidios” (18) cuando todavía en Argentina, aclara la cronista, “desconocíamos el término” (18) ni se sabía que “a una mujer podían matarla por el hecho de ser mujer” (18); sin embargo hoy, los casos se ven atravesados por un denominador común, ya que son acciones de aniquilación de mujeres cuyos cuerpos son considerados maltratables y desechables, como bien lo ilustra la aparición del cuerpo de María Luisa en un baldío, “y, desde luego todos [los feminicidios] coinciden en su infinita crueldad [y] concurren, de manera criminal, el silencio, la omisión, la negligencia y la colusión parcial o total de las autoridades encargadas de prevenir y erradicar estos crímenes” (Lagarde 216).
Víctimas de crímenes de odio sin resolver: por violación y estrangulamiento, en el caso de María Luisa de quince años de edad; por apuñalamiento en el corazón con arma blanca y sin rastros de defensa en el caso de Andrea, quien muere a los diecinueve años en la intimidad de su dormitorio; y, sin motivo determinado, en el caso de Sarita de veinte años, madre de Germán, a quien se la vio por última vez con su amante, el empresario Dady Olivero. Sin determinar, pues “nueve meses después, a finales de 1988, aparecieron unos restos de mujer a orillas del río Tcalamochita” (125) que, ante los ojos de la hermana de Sarita –Mirta–, “no era más que una pila de huesos” (125). Huesos que diez años más tarde, y luego de haber sido exhumados y sometidos a una doble prueba de ADN, dieron como resultado “negativo” (127), anulándose así todo reconocimiento identitario y reforzando la sospecha de haber sido víctima de trata de personas, ya que el tío de Sarita, después de encontrado el supuesto cuerpo, recibió un llamado en el que le decían que la joven se encontraba “en un prostíbulo de Valladolid, España” (127).
Este derrotero induce a un interrogante reflexivo respecto del cómo narrar la crueldad, con el fin de devolverles voz y dignidad humanas a las jóvenes asesinadas, sabiendo de antemano que se trata de una investigación “atípica e infructuosa”, tal como se explicita en la contraportada de la crónica. Interrogante que se replica constantemente en un marco transcontinental, de acuerdo a lo apuntado por Cristina Rivera Garza en Los muertos indóciles…, quien parte de un análisis anclado en la acuciante realidad mexicana, pero que pronto, advierte, se fue deslizando hacia otras geografías. Así, frente al “¿qué significa escribir hoy en ese contexto?” (19) se adjuntan otros interrogantes: “¿Qué tipos de retos enfrenta el ejercicio de la escritura en un medio donde la precariedad del trabajo y la muerte horrísima constituyen la materia de todos los días? ¿Cuáles son los diálogos estéticos y éticos a los que nos avienta el hecho de escribir, literalmente, rodeado de muertos?” (19).2
La serie de cuestionamientos subrayada se inscribe y actualiza mutuamente, al menos, en una doble temporalidad: por una parte, en un presente de escritura en el que su ejercicio se pretende crítico “del estado de las cosas”, buscando desarticular “la gramática del poder depredador del neoliberalismo exacerbado y sus mortales máquinas de guerra” (Rivera Garza 19), en un momento en el que el término homicidio es reemplazado por el de “femicidio” para el contexto argentino, si se tiene en cuenta que recién en diciembre de 2012 se promulga la ley 26.791, con la que se modifica el artículo 80 del Código Penal Argentino, donde se incorpora la figura como tal3. Dicha actualización se transforma, por otra parte, en condición de posibilidad para abordar hechos de un pasado cercano –los crímenes de las tres jóvenes– que tienen como antecedente inmediato las prácticas de tortura sistemática y desaparición de personas, en manos de militares y paramilitares, que trajeron consigo una suma de 30.000 desaparecidos. Si durante la última dictadura militar (1976-1983), el régimen desplegó su poder y capacidad de administración de la muerte, el texto de Almada apuesta por visibilizar la impunidad de crímenes de odio hacia las mujeres, desde el retorno de la democracia hasta la actualidad. Por lo mismo, la cronista establece vínculos entre los vicios del régimen dictatorial y los nuevos manejos políticos; así, refiriéndose al tratamiento amarillista con el que fue tratado el asesinato de María Luisa Quevedo, asevera que al principio el llamado Caso Quevedo debió competir en la agenda:
del flamante gobierno democrático y el interés de los ciudadanos: la apropiación ilegal de bebés y niños en la dictadura, el hallazgo de cadáveres no identificados […] Pero rápidamente ganó espacio y protagonismo […] un relato de intrigas, sospechas, pistas falsas y falso testimonio […] La falta de resultados inmediatos en la resolución del caso […] y una policía con vicios de la dictadura… (151-152)
Con el asesinato de Sarita Mundín queda al descubierto un intrínseco lazo entre prostitución y encubrimiento del sistema político, pues una vez que la joven se inicia en la prostitución:
de yirar en la ruta, [Sarita] pasó a tener una cartera de clientes del Comité Radical. Ella y su amiga Miriam García eran militantes del partido, dos muchachas jóvenes y lindas que enseguida acapararon la atención de los señores mayores, de buena posición social y doble discurso […] con los radicales le iba bastante bien”. (57)4
Lo que el texto pone en escena, es que en el caso de las tres protagonistas, junto a otros tantos intercalados en la crónica, la impunidad se expresa desde una triple ausencia: “ausencia de acusados convincentes para la opinión pública; ausencia de líneas de investigación consistentes; y como consecuencia de las dos anteriores: la repetición sin fin de este tipo de crímenes” (Moret 89). Por lo mismo, la enumeración constante, in crescendo a lo largo del relato, pone en evidencia que el ejercicio de matar se ha incrementado a un ritmo exponencial, pues “al menos una mujer de entre 19 y 50 años fue asesinada cada treinta horas en 2013”, asevera Fabiana Tuñez una de las fundadoras de La Casa del Encuentro5; por su parte en el Epílogo se describen sucintamente otros diez femicidios en el mes previo a la publicación de Chicas muertas6, como si el registro acumulativo de los nombres de las víctimas “fuera capaz de devolverles la voz en este testimonio colectivo” (Cabral 5). En esta línea, Almada aclara en una entrevista:
Escribí el libro porque sentía que tenía cosas para decir sobre un tema que me ocupa constantemente desde hace muchos años y como una manera de recuperar la memoria de Andrea, Sarita y María Luisa, de sus vidas arrancadas de cuajo por personas que nunca pagaron por sus crímenes. Me parecía que primero las había matado un asesino, que luego había vuelto a matarlas la justicia cuando dejó impunes sus muertes, y volvía a matarlas el olvido. El libro era un intento modesto del que al menos sus historias no se perdieran en el tiempo. (Lecturafilia, “Entrevista Selva Almada”)
Y luego añade que, desde las redes, da cuenta de los femicidios evitando la reproducción de fotos y de artículos periodísticos, al tiempo que individualiza los crímenes con el fin de evitar que el registro se reduzca y cristalice en una simple cifra:
escribo el nombre, la edad de la víctima y del victimario, en qué lugar del país vivían, y la forma en que la mujer fue asesinada. Me parece importante dar cuenta del nombre de esa mujer porque si no parece que simplemente es un número en una estadística, la muerta cada 30 horas y nada más. Pero esa mujer tiene una historia, tenía una vida, tenía hijos o no, tenía amigos, un trabajo… yo necesito no perder eso de vista: que esa mujer estaba viva y alguien decidió borrarla del mapa. (Lecturafilia, “Entrevista Selva Almada”)
Siguiendo esta lógica leemos en el portal de Facebook de la escritora:
–Valeria Copa tenía 40 años, dos hijos y vivía en Bariloche. La mató su ex marido de un disparo en la cabeza, ayer, frente a la catedral. (30 de enero de 2019)
–Mientras en La Plata siguen los rastrillajes buscando a Gissela Solís, en un descampado de Resistencia encontraron el cuerpo de Angelina Cáceres, una nena de 13 años que desapareció el 23 de diciembre, cuando salió de su casa para ir a la iglesia. Está detenido un chico de 21 años. (Lecturafilia, “Entrevista Selva Almada”)
Almada expone así, la vulnerabilidad e indefensión, la violencia y la mortalidad a la que fueron sometidos los cuerpos de las mujeres, otorgándoles una dimensión invariablemente pública y transformando “el dolor en un recurso político” (Butler 57), lo cual no significa un gesto de resignación que lleva a la inacción, sino más bien debe considerarse como un proceso de mediana y larga duración mediante el cual se debe alcanzar “una identificación con el sufrimiento mismo” (Butler 57), que acompañe políticas preventivas contra la violencia y de acción de los sistemas de procuración de justicia.
Chicas muertas ha recibido y continúa recibiendo una preeminente atención por parte de la crítica académica7; no obstante, propongo aquí que las motivaciones que subyacen a su trabajo escriturario transparentan un proceso centrado en el dialogismo, que habilita igualmente un deslizamiento en el que la autoría, en tanto productora de sentido, cede paso a la función del lector, en los términos planteados por Rivera Garza, puesto que “en lugar de apropiarse del material del mundo que es el otro, se desapropia” (22). En esta línea, añade la autora:
A esa práctica, por llevarse a cabo en condiciones de extrema mortandad y en soportes que del papel a la pantalla, es lo que empiezo por llamar necroescritura8[…] A la poética que la sostiene sin propiedad, o retando constantemente el concepto y la práctica de la propiedad, pero en una interdependencia mutua con respecto al lenguaje, la denomino desapropiación. Menos un diagnóstico de la producción actual y más un efecto de lectura crítica de lo que se produce actualmente, estos términos pretenden animar una conversación donde la escritura y la política son relevantes por igual. (22)
Más adelante, explicita que las estrategias de desapropiación se engarzan en un movimiento constante que va de lo propio a lo ajeno en tanto ajeno, pero siempre manteniendo las inscripciones del o de los otros en el proceso textual:
Y aquí, ese mantener las inscripciones de los otros, trabajar con este acoplamiento o este abrazo, no es un asunto menor. Se trata de una poética […que] explora críticamente […] el adentro y el afuera del lenguaje, es decir, su acaecer social en comunidad, justo entre los discursos y los decires de los otros en los que nos convertimos todos cuando estamos relacionalmente con otros. (25)
Las citas precedentes permiten subrayar que en Chicas muertas las estrategias de esta poética desapropiacionista, inscritas en las actuales propuestas de necroliteratura, se evidencian en varios niveles, a través de la inscripción y acoplamiento de “decires de los otros” en el “proceso textual”, en contrapunto con las intervenciones de la cronista. Así, en capítulos intercalados, la cronista se centra en el lugar que ocupaban las jóvenes en sus familias y cómo los miembros de sus respectivos núcleos reaccionaron durante y años después de los asesinatos: con dolor y resignación, tanto el hijo huérfano, la hermana como la madre de Sarita Mundín; luchando y reclamando justicia, parte de la familia de María Luisa Quevedo, en particular su hermano a quien Almada consigue entrevistar y acceder al registro fotográfico del caso; con indiferencia e incluso olvido, los padres y la hermana de Andrea Danne. Lo cierto es que este haz de actitudes, que trae aparejada la inserción de las diferentes voces, tiene su lugar en la crónica “y no hay una [voz] más importante que otra”, [en cuanto] “la disposición consiste en sacar a la luz otros aspectos de la existencia de las jóvenes que trascendieron por la muerte trágica” (Elizondo Oviedo 7).
En este marco, desde las primeras páginas Almada recurre a una serie de recursos enunciativos y desplazamientos de la mirada, de los cuales solo me centraré en dos, que se alternan con el eje de la configuración del relato, en torno a las vidas de Andrea, María Luisa y Sarita. El primero de estos elementos está ligado a la recuperación de anécdotas que se suceden en una myse en abyme9–sean éstas contadas por otros o propias– que con el tiempo, en palabras de la cronista, ella “fue hilvanando”, anécdotas que no se reducían a la muerte de mujer “pero que sí habían hecho de ella objeto de la misoginia, del abuso, del desprecio (18). Dos historias ocurridas en Villa Elisa “que había oído de boca de [su] madre” (18): una, la de una chica que había ido a tomarse las medidas a la modista y terminó perdiéndose en el camino. Al acercarse a un coche, la secuestraron, “apenas le daban de comer y de beber para mantenerla viva. La violaban cada vez que tenían ganas […] Nunca pudo reconocer el sitio donde la tuvieron cautiva ni a sus captores” (19). La otra, ocurrida unos dos o tres años atrás, es recuento de la vejación que sufrió una joven al salir de un baile. Dos muchachos “la esperaron en un baldío, al lado de su casa […] La interceptaron en la oscuridad, la golpearon, le entraron los dos, cada uno a su turno, varias veces. Y cuando hasta las vergas se asquearon, la siguieron violando con una botella” (20). A estas se suma un haz de recuerdos personales en los que la cronista y una amiga se vieron fuertemente acosadas, “al hacer dedo” (29) para llegar desde el pueblo hasta Paraná, la capital de la provincia, donde seguían sus cursos universitarios. De vez en cuando, entre las idas y venidas ocurría algún “episodio incómodo”, dice Almada, como las insinuaciones del camionero que decía que “algunas estudiantes se acostaban con él para hacerse unos pesos, que a él no le parecía mal, que así se pagaban a los estudios y ayudaban a los padres” (30). Pero donde realmente creyó que se encontraban en peligro fue durante un viaje en el que el conductor empezó a “palmear la rodilla” de la amiga, luego la misma mano “subiendo y acariciándole el brazo” mientras el conductor le decía a su amiga: “Tu novio debe ser un pendejo, qué puede enseñarte de la vida. Un tipo maduro como yo es lo que necesita una pendejita como vos. Protección. Solvencia económica. Experiencia” (32). Aunque no recuerda haber sostenido ninguna conversación puntual sobre la violencia de género ni que su madre la haya prevenido alguna vez, aclara Almada, “el tema estaba siempre presente” (54), ya sea cuando se hablaba de una vecina golpeada, de la que se colgó en su casa o de la esposa del carnicero que lo denunció por violación. Prevalecía, sin embargo, una omisión entre estas experiencias y era que no se hablaba de que “podía violarte tu marido, tu papá, tu hermano, tu primo, tu vecino, tu abuelo, tu maestro. Un varón en el que depositaras toda tu confianza” (55). A lo dicho se añade todo un repertorio en el que el padre de una amiga de la cronista prohibía a su esposa que se maquillara; la compañera de la madre le entregaba el sueldo para que el esposo lo administrara, junto a la que “tenía prohibido usar zapatos de taco porque eso era de puta” (55-56)10.
Lo cierto es que estas anécdotas ponen al descubierto disímiles formas de naturalización de la violencia en la vida cotidiana, que permean el conjunto del espacio social en las esferas pública y privada; por esto mismo, la naturalización de la subordinación y la violencia –incluso la violencia extrema, en la que queda implicado el asesinato de personas–, se inscriben en procesos estructurados y estructurantes que producen y reproducen esa naturalización. En esta línea, resultan pertinentes las reflexiones de José Manuel Valenzuela Arce, quien recupera la noción de “violencia simbólica” de Pierre Bourdieu, en tanto se trata de la violencia que se ejerce sobre un agente social con su anuencia, lo cual “implica una mirada naturalizada que se construye de la propia interiorización de relaciones de poder entendidas desde un orden naturalizado de las cosas” (61). Es así como la dinámica propia del relato dentro del relato devela que la violencia rebasa el dominio privado y particular, puesto que la yuxtaposición de referencias esboza una escalada incontenible en incidencia y formas de crueldad, que va desde su naturalización en el fuero íntimo hasta aquella impresa en contextos también marcados por la impersonalidad, lo cual busca presionar “la imaginación colectiva a desprivatizar y retirar de su domesticación el papel de la mujer y de lo femenino en las relaciones de poder” (Segato 164), a lo que agregaría dinámicas de sujeción propias de la “colonialidad del poder” (Quijano 2014). Por esto mismo, e inscritos en esta misma lógica, los crímenes son retomados en el texto desde diferentes perspectivas: ya sea a partir de los enunciados radiales o la prensa gráfica años más tarde; a partir de la relación contrastiva entre los registros periodístico y judicial, donde juegan un papel nodular la fotografía y el expediente policial; desde la confrontación de las diversas versiones de los testigos –de vista y oído– que tuvieron mayor o menor proximidad con las jóvenes, como así mismo desde las inferencias sugeridas de los encuentros entre la cronista y la tarotista. Una vez más la crónica expone un relato fragmentario y discontinuo dentro de otro, proponiendo su propio trabajo abierto –de escritura y lectura– de la(s) memoria(s), cuyos espacios en blanco se nos imponen como un imperativo susceptible de actualización, asumiendo una responsabilidad que, más allá de la lectura personal, está destinada a afincarse en una reflexión más bien colectiva.
El segundo aspecto que apuntala esta poética desapropiacionista –y que atraviesa el anterior– se basa en el uso de ciertos elementos contrastivos que parecieran coexistir sin conflictos, y que responden a una motivación que no se ajusta al esclarecimiento de los casos, sino al desplazamiento entre el juego de “el ser miradas” y “el cómo mirar”, de las jóvenes. Le dice la tarotista, “la Señora”, a la cronista: “Yo creo que lo que tenemos que conseguir es reconstruir cómo el mundo las miraba a ellas. Si logramos saber cómo eran miradas, vamos a saber cuál era la mirada que ellas tenían sobre el mundo ¿entendés?” (109). Se trata de una mirada posicional, marcada por un constante desplazamiento temporal entre un presente y un pasado que, al tiempo que evoca la exacerbación de ciertas condiciones sociales y políticas marcadas por el machismo, “especialmente cuando los medios de autodefensa son limitados” (Butler 46), configura un espacio narrativo en el que se insertan “elementos díscolos”, inapropiados al registro del testimonio (Cabral 5) ya que, en búsqueda de esclarecimiento, los familiares de María Luisa y el novio de Andrea Danne recurrieron a videntes para contrastar los datos inferidos en ese espacio de consulta con los de los expedientes judiciales y coberturas mediáticas. Más aún, “estas voces de otros personajes del lugar, tan fuera de acuerdo a los regímenes de construcción de verdad propios de la investigación del crimen, serán los que suplan el centro vacío del testigo ausente” (Cabral 5).
Como se ha mencionado, la cronista también visita a una tarotista, conocida como “la Señora”, quien en el primer encuentro hace referencia al mito de “La huesera”, en el que una mujer muy vieja “que vive en algún escondite del alma” (50) se dedica a juntar huesos en el desierto, los reúne formando un esqueleto y les canta hasta que una loba cobra vida y sale aullando, transformándose en “una mujer que corre libremente hacia el horizonte, riéndose a carcajadas” (50). Se trata de un ritual que conjura los aspectos muertos y descuartizados de la vida, acentuando esa doble faceta en términos arquetípicos –creación y muerte– que le es propia y que, por su naturaleza dual, es necesario aprender a distinguir “entre todo lo que nos rodea y lo que llevamos dentro, qué tiene que vivir y qué tiene que morir […] Captar el momento más oportuno para ambas cosas; para dejar que muera lo que tiene que morir y que viva lo que tiene que vivir” (Pinkola Esthés 41). Esto último redunda en la sugerencia que la Señora le hace a la cronista, insistiendo en que tal vez su misión sea la de “juntar los huesos de las chicas, armarlas, darles voz y después dejarlas correr libremente hacia donde sea que tengan que ir” (50).
Es en este marco que se retoma la pregunta inicial acerca del cómo devolverles a los cuerpos esa humanidad arrebatada, sin descuidar que, debido a las condiciones de extrema vulnerabilidad y precarización económicas en las que se encontraban, eran consideradas de antemano “vidas ya negadas” (Butler 60)11 –incluso mercancías y, por extensión, cuerpos [y espectros] desechables– con el impacto implícito que esto acarrea en la conformación de las propias subjetividades. Al respecto, cabe considerar que María Luisa “trabajaba de mucama” (100) en una casa; Andrea no trabajaba pero estudiaba sicología porque “su novio le pagaba los estudios” (111). Ante falta de opciones, Sarita también trabajó desde pequeña limpiado casas hasta que se quedó embarazada y se casó, pero como era demasiado linda “el marido […] la mandó a prostituirse”, una vez que nació su hijo Germán (112), así es como conoció a Dady Olivero, cliente y luego su protector, “última persona con la que la vieron” (57).
Una vez más, ante la interrogante acerca del cómo devolverles voz a las Chicas muertas, nos encontramos con aquella mirada posicional, aquella mirada más bien sesgada ofrecida por la baraja de tarot, que permite en algún punto amarrar aquellos cabos que quedaron sueltos y, sobre todo, contrastar los datos de los expedientes policiales y el tratamiento mediático, con las aspiraciones de las jóvenes. Así, ante la conmoción que produjo en el pueblo el asesinato de Andrea Danne, la policía decidió retirar el cuerpo para evitar la intromisión de los vecinos; el peritaje se lee en los siguientes términos:
Sobre una cama de madera de 1.90 cm. de ancho y 50 cm. de alto, la cual está ubicada sobre la pared del lado oeste de la pieza […] se encuentra el cuerpo de la señorita María Andrea Danne, en posición de boca arriba, con la cara ligeramente inclinada hacia la derecha, reposando sobre la almohada, con mucha sangre sobre su pecho, sábana, colchón, parte de la cama […] y un charco de sangre en el piso, al costado derecho de la cama, la misma se encuentra sin vida, tapada hasta la cintura con una sábana y un acolchado […] En la cama no se observan prendas de la misma desordenadas, es decir que no hay signos de violencia, los cabellos de la muerta están arreglados. (69-70)
En contraste con la total desafección del registro judicial, la vidente asevera: “Andrea quería otra cosa, dice la Señora. No es cierto que soñara con casarse, tener hijos y recibirse de profesora. Si no la hubiesen matado Andrea se habría tomado el palo. Ella quería irse. Ella no veía futuro en lo que la rodeaba. En las cartas de tarot aparece un amante, un hombre mayor que ella. En el expediente, también” (112). Frente a la posibilidad de que Pepe Durand, el chófer de la empresa de ómnibus El Directo, fuera uno de los sospechosos, el mazo responde:
Él no la mató. Él estaba enamorado de Andrea, dice la Señora. En algunas culturas de la antigüedad se creía que el alma vivía en los ojos ¿sabés? Entonces los amantes se intercambiaban las almas a través de la mirada […] Cuando uno de los dos muere, deber ser parecido. Andrea se llevó también el alma de Pepe […] Hace un par de años, el Pepe amaneció ahorcado. Se colgó de una viga del techo de su casa. (115)
Con respecto a Sarita, en el tarot nunca aparece ningún rastro suyo, ni viva ni muerta. Es la única de las tres que se mantiene en silencio. “La Señora dice que siente que Sarita está viva o, al menos, lo estuvo hasta hace poco tiempo” (129), si se tiene en cuenta que el cuerpo que se encontró, como bien señala su hermana Mirta, es la de otra mujer muerta “por la que nadie reclama o a la que todavía su familia la sigue buscando” (128). En lo que atañe a María Luisa, el mazo deja entrever su frescura:
María Luisa no fue obligada, fue porque quiso a ese paseo o lo que fuera. Tal vez la invitó el muchacho ese con la que la vio el hermano, tal vez noviaban o ella estaba enamorada de él, tal vez la convencieron las amigas, pero no fue secuestro. Ella fue porque quiso. Después, por alguna razón, todo se desmadró. No está enojada. Creo que aún no entiende lo que le pasó. Era tan nenita todavía. Para ella, todo era una novedad: el nuevo trabajo, las amigas nuevas, el muchacho este… (109)
Igualmente en el juego de cartas se consolida el vínculo entre María Luisa y su hermano quien, a lo largo de los años, ha seguido la causa judicial: “María Luisa lo quería mucho a este hermano [Yogui Quevedo], me dice la Señora. Ella está contenta de que él sea su vocero. Está contenta del lugar que él consiguió luego de su asesinato. Te digo más, ella no quiere que se resuelva. Si algún día se resolviera, él ya no tendría nada más para decir” (162-163).
A manera de cierre cabe subrayar que la circulación del afecto recorre el espectro que va desde los archivos judiciales y mediáticos a su representación figurada, de manera que sobre el tapete verde, donde se arroja el mazo del tarot, se arroja también una proyección imaginaria que devuelve las acciones como un espejo, invirtiendo las imágenes estereotipadas y/o victimizadas de las jóvenes, al dotarlas de deseos. Basada en una poética desapropiacionista, esta circulación del afecto trae consigo una estrategia de metaforización de las rajaduras del poder al mostrar no solo la ineficacia del sistema judicial, sino también las transformaciones profundas de los sistemas de interacción social. El afecto se presenta así, en el orden representacional de la escritura de Selva Almada –mediante un pacto empático de lectura ante la violencia exacerbada en el que se enmarca la crónica–, y frente a la imposibilidad de establecer un régimen de veracidad contrastable con la realidad, como un dispositivo que si no amenaza, al menos, ofrece una lectura que cuestiona el orden social, redescribiendo las múltiples luchas por la visibilización de los femicidios mediante un trabajo de memoria en constante actualización.
Notas
1 La noticia a la que se hace referencia, titulada “Hace 25 años se consumaba el crimen aún impune de María Luisa Quevedo”, y publicada en el diario Norte (Chaco, 10-12-2008), pone énfasis en la prescripción de la causa, no obstante el constante reclamo de la familia: “Trascurridas dos décadas de aquel homicidio, el 4 de diciembre de 2003 se resolvió la prescripción de la causa que investigaba el homicidio de María Luisa Quevedo, por lo que se disponía ‘declarar extinguida la acción penal por prescripción en la presente causa, la que se sobresee definitivamente’ (artículo 59 inciso 3˚y 62˚Inc. 2˚del Código Penal y Art. 318 Inc. 4˚del CPP)”. https://www.diarionorte.com/article/23240/hace-25-anos-se-consumaba-el-crimen-aun-impune-de-maria-luisa-quevedo.
2 De acuerdo a los indicadores del Observatorio de Igualdad de Género de América Latina y el Caribe (Naciones Unidas, CEPAL), la información oficial para 15 países de América Latina y el Caribe muestra que al menos 3287 mujeres han sido víctimas de feminicidio o femicidio en 2018. En la mayoría de los países de América Latina, 2 de cada 3 feminicidios se producen en contexto de relaciones de pareja o ex pareja; en este marco, Argentina se posiciona en el puesto 16 de los 29 países reportados entre América Latina, el Caribe y la Península Ibérica, alcanzando el número absoluto de 163 y una tasa de 0.7, para 2018.https://oig.cepal.org/es/indicadores/feminicidio, http://www.seguridadciudadana.org.ar/estadisticas/violencia-de-genero/femicidios.
3 El femicidio no fue incorporado como figura penal autónoma sino que se lo considera un agravante del homicidio, ya sea cometido por su ascendiente, descendiente, cónyuge o ex cónyuge o la persona con quien mantiene o ha mantenido una relación de pareja mediare o no convivencia, de acuerdo al Inciso 1 del artículo 52. Por otra parte, en el Inciso 4 se aclara que este homicidio agravado puede realizarse “por placer, codicia, odio racial o religioso […] por razones de género o a la orientación sexual, identidad de género o su expresión”. http://www.saij.gob.ar/valerio-emanuel-contini-femicidio-una-forma-extrema-violencia-contra-mujer-dacf130232-2013-08-20/123456789-0abc-defg2320-31fcanirtcod.
4 Al respecto María Celeste Cabral asevera que el texto de Almada, entre otros aspectos, dialoga con un corpus narrativo sobre la última dictadura militar, en cuanto a los modos y alcances del testimonio. Cabral establece tres etapas en las que se muestra “la sistematicidad entre los regímenes de la memoria sobre la violencia del pasado reciente y su correlato con las estéticas literarias que acompañaron esos cambios sociales” (2). La primera que va desde mediados de los ochenta, abocada “al trauma social […] con las investigaciones de la CONADEP que dieron origen al informe Nunca Más… ” (2); una segunda, iniciada a principios de los noventa, con un nuevo giro hacia poéticas realistas, favorecidas por un contexto de impunidad. Finalmente, una tercera que tiene como “punto de inflexión el estallido social del 12 y 20 de diciembre de 2001”, ya que coincide con el surgimiento de narrativas “de la segunda generación de la posdictatura […]” (2-3); propuestas insertas en un contexto de “avance del proceso de juzgamiento de los represores”, lo cual puso en el centro de la escena “desplazamientos de tonos [y] el uso de una estética corrosiva de los sentidos del pasado reciente se combina con un registro autoficcional” (3).
5 https://www.clarin.com/genero/femicidios-muertes-mujeres-violencia-violencia-genero-2013-casa-encuentro-genero_0_HkcvCKvmg.html. Para el momento de la escritura de la crónica no existía un ente oficial que elaborara estadísticas sobre el tema, según Fabiana Tuñez, una de las fundadoras de La Casa del Encuentro. Esta ONG, fundada en octubre de 2003, se ha ocupado hasta la actualidad de realizar un sondeo sistemático. Se trata de una entidad cuyo objetivo es el de promover un movimiento feminista por los derechos humanos de las mujeres en el país, mediante talleres de capacitación, de asistencia y orientación sicológica para víctimas de violencia y trata de personas. La Casa del Encuentro coordina a su vez el Observatorio de Femicidios Adriana Marisel Zambrano, que registró 2979 femicidios entre 2008 y 2017, junto a 3378 hijas e hijos que quedaron sin madre, víctimas colaterales del femicidio. Por su parte, la Corte Suprema de Justicia de la Nación elabora un registro de datos estadísticos de las causas judiciales por muerte violenta de mujeres por razones de género, desde el año 2015. http://www.lacasadelencuentro.org/femicidios03.html, https://www.csjn.gov.ar/omrecopilacion/omfemicidio/homefemicidio.html.
6 Hace un mes que comenzó el año [2014]. Al menos diez mujeres fueron asesinadas por ser mujeres. Digo al menos porque estos son los nombres que salieron en los diarios, las que fueron noticia.
Mariela Bustos asesinada de 22 puñaladas en Las Caleras, Córdoba. María Soledad Da Silva, a golpes y arrojada a un pozo, en Nemesio Parma, Misiones. Zulma Brochero, de un puntazo en la frente, y Arnulfa Ríos, de un disparo, ambas de Río Segundo, Córdoba. Paola Tomé, estrangulada, en Junín. Buenos Aires. Priscila Lafuente, a golpes, medio quemada en una parrilla y luego arrojada a un arroyo, en Berazategui. Carolina Arcos, de un golpe en la cabeza, en una obra en construcción en Rafaela, Santa Fe. Nanci Molina, apuñalada, en Presidencia de la Plaza, Chaco. Luciana Rodríguez, a golpes, en Mendoza capital. Querlinda Vásquez, estrangulada, en Las Heras, Santa Cruz.
Estamos en verano y hace calor, casi como aquella mañana del 16 de noviembre de 1986 cuando, en cierto modo, empezó a escribirse este libro, cuando la chica muerta se cruzó en mi camino. Ahora tengo cuarenta años y, a diferencia de ella y de las miles de mujeres asesinadas en nuestro país desde entonces, sigo viva. Sólo una cuestión de suerte (181-182).
7 Ver María Inés Bugallo y Susana Inés Souilla (2014) y su aproximación al texto desde sus procedimientos narrativos; María Verónica Elizondo Oviedo (2015) y su planteamiento sobre la relocalización y exposición del archivo en la crónica, siguiendo a Jacques Derrida; Fermín A. Rodríguez (2016) y su lectura de textos recientes en los que la violencia es un producto de la condición de un poder exasperado por el mercado; María Celeste Cabral (2016, 2018) y su crítica acerca de los mecanismos de narración de la violencia extrema durante y posteriormente a la última dictadura militar argentina, a partir prácticas y trabajos de la memoria y memorias subterráneas, siguiendo a Elizabeth Jelin y Michelle Pollak, lo cual trae consigo un agudo reposicionamiento del canon reciente; Zulema Moret (2018) y su lectura a partir de los parámetros de la no ficción, el contexto social y político que lo enmarcan, junto a la imposibilidad de establecer un régimen de verdad; Susanna Nanni (2019) y su reflexión sobre la representación del femenicidio, a partir de vínculos entre literatura y derechos humanos.
8 El término se encuentra íntimamente ligado al de “necropoder” introducido por Achille Mbembe (2006) en Necropolítica, quien parte de las nociones de soberanía y biopoder desarrolladas por Michel Foucault para repensar el actual despliegue de los poderes de la muerte, utilizando la noción de necropoder para indicar la manifestación específica del terror actual.
9 Mi lectura se complementa con la de Zulema Moret, al exponer las anécdotas como myse en abyme (90).
10 Otras historias son las del asesinato de Rosa, hija de polacos, y el posterior suicidio del paraguayo en los años cincuenta (89-90); la violación y muerte de la evangelista Andrea Strumberg en 1997 (87); la desaparición y asesinato de Alejandra Martínez en 1998 (67); el caso recordado por el suegro de Almada, la hija de una familia tradicional del pueblo, de apellido Carahuni (86-87); el asesinato de Ángeles Rawson y posterior aparición del cuerpo en la cinta transportadora de una planta de residuos en Buenos Aires en 2013 (120-121).
11 De acuerdo a Judith Butler, respecto de si la violencia se ejerce contra sujetos irreales, lo cual implicaría que desde el punto de vista de la violencia ningún daño o negación posibles, pues se trata de vidas ya negadas. Y, en el caso en el que tuvieran una forma de conservarse animadas, entonces, “deben ser negadas una y otra vez”, puesto que “la violencia se renueva frente al carácter aparentemente inagotable de su objeto. La desrealización del ‘Otro’ quiere decir que no está vivo ni muerto, sino en una interminable condición de espectro” (60).
Referencias bibliográficas
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6. Clarín. “En 2013 en Argentina cada 30 horas una mujer fue asesinada por violencia sexista”, Clarín, 7 marzo 2014, https://www.clarin.com/genero/femicidios-muertes-mujeres-violencia-violencia-genero-2013-casa-encuentro-genero_0_HkcvCKvmg.html.
7. Contini, Valerio Emanuel. “Femicidio: una forma de extrema violencia contra la mujer”. Sistema argentino de información jurídica, http://www.saij.gob.ar/valerio-emanuel-contini-femicidio-una-forma-extrema-violencia-contra-mujer-dacf130232-2013-08-20/123456789-0abc-defg2320-31fcanirtcod.
8. Elizondo Oviedo, María Verónica. “Femicidio y exhumación del archivo en Chicas muertas de Selva Almada”. Ponencia presentada en el IV Congreso Internacional de Cuestiones críticas. Centro de Estudios de Literatura Argentina, UNR, 2015, pp. 1-8. https://www.academia.edu/34796744/Femicidio_y_exhumaci%C3%B3n_del_archivo_en_Chicas_muertas_de_Selva_Amada.
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Fecha de recepción: 30/12/2019
Fecha de aceptación: 23/02/2020