DOI: 10.19137/anclajes-2019-2317
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RESEÑAS
Lectoras del siglo XX. Imaginarios y prácticas en la Argentina. Graciela Batticuore. Buenos Aires: Ampersand, 2017, 174 páginas.
Mujeres románticas, gauchas gaceteras, madres dedicadas o jóvenes enamoradas que eluden los mandatos paternos. Lectoras despliega su mirada crítica sobre una multiplicidad de figuraciones de la mujer y su relación con la letra escrita; figuraciones que se encarnan de un modo ejemplar en la "pose de la lectora con el libro en la mano"(162). Desde la literatura y el cine, la prensa y la pintura, la lectora del pasado y la mujer del presente advienen a la representación bajo diversos lenguajes que, a pesar de sus diferencias, se tensan con persistentes prejuicios que llegan hasta el presente: la lectura adecuada o instructiva que se opone a aquella otra que se abre al libertinaje, la insistencia del cuerpo de la mujer como el espacio para su aprobación pública antes que sus prácticas intelectuales o artísticas. La constelación de figuraciones se dispone en tres capítulos que equivalen a tres tipos de lectoras: la lectora de periódicos, la lectora de cartas y la lectora de novelas. Batticuore ve en su trabajo "un pequeño atlas de lectoras" (16). Pero, también, es mucho más que eso. Es una efectiva cartografía de la relación entre la mujer y la lectura en el siglo XIX argentino, así como de sus vínculos con el pasado y el futuro. En ese sentido, el libro de Graciela Batticuore acontece en un momento preciso —aquel en el que el movimiento feminista toma un protagonismo inédito— para realizar un aporte significativo a una historia de conflictos que, poco a poco, va siendo deconstruida y para el que esta autora brinda un nuevo capítulo que se suma a su obra anterior.
La lectora de periódicos es fuente de tensiones. Mencionaré solo dos casos de los analizados en el libro. En el cuadro de Prilidiano Pueyrredón, Familia de don Pedro Bernal y una criada, el padre es el que lee el periódico, quien opera como un "mediador de lectura" (24) para la mujer. El papel impreso guarda información pública y esos son asuntos de hombres para el siglo XIX. A la mujer le pinta mejor un libro en la mano, y más aún si es un misal. Pero no todo fue aceptación de ese modo de ejercer la autoridad que implicaba la mediación paternalista que el hombre ejercía. En 1816, pleno contexto de la Revolución, cuenta Batticuore, una mujer que firma Emilia P. envía una carta al periódico El Observador donde critica que los hombres prefieran el mérito de las figuras de las mujeres antes que su instrucción e intelectualidad. Mediante esa intervención, "al menos por un momento las mujeres dejan de estar bajo la mirada de lo que hace falta corregir [...] para poner a los hombres en el banquillo de los acusados" (38).
La escritura de la carta aparece como un dispositivo de enunciación en primera persona que habilitaba aquello que se consideraba propio de la naturaleza emotiva de la mujer; pero, al mismo tiempo, sería el espacio propicio para la emergencia de disonancias y disidencias, entre otras tantas tretas del débil —para emplear ese sintagma que eternizó otra mujer sagazmente lectora, Josefina Ludmer. Erotización de la mujer, referencias a la revolución o la lucha facciosa, diagramación escrita de vivir en el exilio: variantes que la letra, leída y escrita, de las mujeres del siglo XIX ponen en juego en esa dialéctica de demanda vampírica que caracteriza al género epistolar amoroso y en donde "la ausencia de cartas se traduce en vacío" (85). El relato de amor se entrecruza con el interés por la coyuntura política y ese modo de practicar el intercambio epistolar saca a la mujer del mero lugar doméstico. Así, por caso, se observa en las cartas que se enviaron Guadalupe Cuenca y Mariano Moreno allá por 1811, o en aquellas misivas que Carmen Belgrano escribe a Juan Thompson "en el contexto de la lucha facciosa instalada por el rosismo" (89).
Cabe destacar que la perspectiva del libro cobra un espesor particular por dos motivos centrales: por un lado, por la abundante erudición y trabajo sobre las fuentes que despliega; pero, también, porque no considera a estas lectoras argentinas como un espacio autónomo y aislado del resto del mundo. Lectoras lleva a cabo un trabajo preciso de contextualización y apertura de esas figuraciones hacia una serie que atraviesa a la cultura occidental, desde Rembrandt a Marilyn Monroe. Porque la "lectura femenina planteó interrogantes en todas las épocas y lugares" (92). Un interrogante, precisamente, sucedió con la famosa obra de Prilidiano Pueyrredón en la que retrata a Manuela, hija de Rosas. Para decidir cómo llevar a cabo esa representación pictórica se reunió un comité supervisador, nos cuenta Batticuore. Allí, las preguntas devinieron en decisiones en el momento en que el rojo punzó pasó a ser dominante en la estética del cuadro, cuando no lo era en el primer boceto del artista. En el contexto del rosismo, "no resulta inocente que Manuela se presente en esta escena apoyando una mano sobre lo que podría ser una esquela" (99) que tampoco estaba en el boceto primero, donde lo que tocaba Manuela era un libro. La carta tiene otro peso y resulta más acorde al "rol de medidora amorosa, compasiva o misericordiosa, entre él [Rosas] y el pueblo"(102). Mujer y política, lectura e identidad se anudan en esta pintura de mediados del siglo XIX.
El apartado "La lectora de novelas" comienza con un texto clásico del XIX argentino reversionado en el cine, Amalia (1936), y se continúa con Camila (1984) para mostrar, en la serie, la persistencia de un prejuicio: "los libros de imaginación son lectura inflamable porque activan una sensibilidad femenina siempre propensa al desborde, a la fantasía, y que se resiste al control" (128). El conflicto bovarista que así se abre es leído por Batticuore con una mirada aguda y precisa que no evita el señalamiento de los matices y las persistencias, evidenciando los límites y las posibilidades que las ficciones analizadas han desplegado y contextualizándolas en el momento propio de su producción y recepción. El capítulo analiza, desde esa perspectiva, una diversidad de textos donde esas tensiones se ponen en juego, así como los modos en que la crítica sancionaba o intentaba regular qué era deseable a ser leído por la mujer. Pero también recala sobre ese momento tan particular del fin del siglo XIX y el albor del XX en que diversas mujeres "se reconocieron a sí mismas en tanto lectoras y autoras de novelas" (154) conformando discursos que cuestionaban aquellas normas que intentaban imponerse y que vuelven, en una dialéctica constante, a través de nuevos matices y ribetes en los diversos dispositivos (la televisión, el radioteatro) por los que la ficción ha circulado.
Por último,y volviendo a lo dicho al inicio, Lectoras define una performatividad singular al poner sobre la mesa a esas pretéritas mujeres lectoras que, en toda su potencia estética y política, interpelan al presente. No porque los conflictos que exponen fueran estrictamente comparables en su particularidad epocal, sino porque permanecen e insisten en diversas variantes. Por ejemplo, en esa noción de "igualdad intelectual" (34) que se puso en discusión al calor de la Revolución de Mayo y que hace mella aún hoy. Lectoras no es, entonces, solo "un pequeño atlas de lectoras". Es, antes bien, una intervención lúcida y precisa que llega en un momento oportuno.
Juan Ignacio Pisano
Universidad de Buenos Aires
Facultad de Filosofía y Letras
Argentina
ORCID: 0000-0001-8989-2022