DOI: 10.19137/anclajes-2019-2313
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ARTÍCULOS
A medio borrar. Sobre la autosubversión del sentido en Juan José Saer
A medio borrar. On the self-subversion of meaning in Juan José Saer
Meio apagado. Sobre a autossubversão do sentido em Juan José Saer
Agustín Lucas Prestifilippo
Universidad de Buenos Aires
Argentina
alprestifilippo@gmail.com
ORCID: 0000-0002-4199-2478
Resumen: la obra de Juan José Saer remarca el carácter mediado del lenguaje a través de la constatación de la presencia ineludible de una mirada. Sin embargo, las detalladas descripciones de las percepciones de los personajes en sus novelas presentan un problema que trasciende ese reconocimiento. Pues en sus narraciones la mirada se enfrenta a obstáculos que dificultan su proyección, convocando una pregunta. En este escrito estudiamos las dimensiones de esta figura de cesura como espacio privilegiado de indagación acerca del sujeto de la mirada. A partir del seguimiento de una serie de operaciones textuales incluidas principalmente en El limonero real (1974)y en Nadie nada nunca (1980), en las que el proceso de la lectura se subvierte en sus presupuestos básicos, reconocemos el estatuto ambivalente, “a medio borrar”, del sentido del texto literario entre los intentos de comprensión y su negación.
Palabras clave: Juan José Saer; Literatura argentina; Narrativa; Siglo XX; Imagen.
Abstract: the work of Juan José Saer highlights the mediated nature of language through the verification of the unavoidable presence of a gaze. However, the detailed description of the characters’ perception in his novels presents a problem that transcends that recognition. For in his narrations the gaze faces obstacles that hinder its projection, summoning a question. In this paper we study the dimensions of this caesura figure as a privileged space of inquiry about the subject of the gaze. Based on the follow-up of a series of textual operations included mainly in El limonero real (1974) and in Nadie nada nunca (1980), in which the reading process is subverted to its basic assumptions, we recognize the ambivalent “half-erased” status of meaning in the literary text between understanding attempts and their denial.
Keywords: Juan José Saer; Argentinean literature; Narrative; 20th century; Image.
Resumo: a obra de Juan José Saer destaca o caráter mediado da linguagem através da constatação da presença inevitável de um olhar. No entanto, as descrições detalhadas das percepções dos personagens em seus romances apresentam um problema que transcende esse reconhecimento. Assim, em suas narrativas o olhar enfrenta obstáculos que dificultam sua projeção, evocando uma questão. Neste escrito estudamos as dimensões dessa figura de cesura como espaço privilegiado de indagação sobre do sujeito do olhar. A partir da investigação de uma série de operações textuais incluídas principalmente em El limonero real (1974) e Nadie nada nunca (1980), nos quais o processo de leitura se subverte em seus pressupostos básicos, reconhecemos o status ambivalente, “meio apagado”, do sentido do texto literário entre as tentativas de compreensão e sua negação.
Palavras-chave: Juan José Saer; Literatura argentina; Narrativa; Século XX; Imagem.
A diferencia de las posiciones que niegan de forma abstracta la estructura representacional de la narración, sea por una confianza ingenua en sus potenciales de adecuación a la complejidad de lo real, sea por una renuncia oscurantista frente a una idea pre-lingüística de un objeto exterior al orden del discurso, los textos de Juan José Saer no cesan de insistir en el carácter mediado del lenguaje. Esa mediación es repuesta con base en la presencia constante de la percepción visual. La mirada traza sobre el mundo su círculo de visión, volviendo imposible un sentido que no esté marcado por su perspectiva. Como se lee en “Poesía danesa contemporánea”: “Y deberías todavía aprender, / especie fugitiva, que del solo mirar / no se saca más que la polvorienta / llama de la pupila que contempla” (Saer El arte de narrar 27).
Sin embargo, los textos de Saer no solamente vienen a constatar la presencia ineludible de un sujeto de la mirada. En sus narraciones, también, la visión se enfrenta a obstáculos que dificultan su proyección. En muchas escenas se presentan situaciones donde una inversión entre sujeto y objeto de la mirada parece indicar que "mediación" no implica necesariamente la proyección soberana de un sujeto. La proyección de la mirada se tropieza con una primacía del objeto en la que este, como decía Benjamin a propósito del aura (163), devuelve la mirada haciendo también, del sujeto, un objeto cuyas pretensiones quedan extrañadas. No obstante, plantear este problema en los términos de una dicotomía epistemológica entre sujeto y objeto confunde aquello a lo que las narraciones de Saer parecen apuntar. ¿Cómo entender esas imágenes en sus textos?1 El problema que ellas plantean no descansa en las relaciones que establecen las instancias de conocimiento; sino que, por el contrario, su asunto consiste en el proceso de lectura. Cuando desplazamos el eje de la cuestión, “el problema gnoseológico deviene problema literario” (Gramuglio 298).
En muchos de los fragmentos novelescos de la obra de Saer la mirada de los personajes atraviesa un marco a través del cual ella se proyecta. Ese marco oficia, en las secuencias en las que se pone de relieve la percepción subjetiva de los personajes, como una instancia que traza límites entre un espacio interior y una exterioridad. La ventana es, en tal sentido, un “lugar de acceso” que incesantemente reaparece (Saer El concepto de ficción 222). Diversas novelas lo hacen patente. En Cicatrices (1994), por ejemplo, el juez observa constantemente por la ventana de su despacho de Tribunales (174, 178, 208); el anciano que escribe sus memorias en el presente de la narración de El entenado (2004) describe en el ambiente de su habitación blanca “la ventana abierta a la oscuridad estrellada y tranquila” (69, 136); una veintena de personas en La ocasión (1997) tratan de mirar vanamente por la ventana del rancho buscando a Waldo (194); en Glosa (2010), el matemático mira por la ventana del avión al releer por enésima vez el poema de Tomatis; en Lo imborrable (2003), el trompe-l´oeil de la burbuja solidificada en el vidrio de la ventana le abre a Tomatis una experiencia visual novedosa (36 y 37). Pero es, sin dudas, en Nadie nada nunca (2011) donde el acceso visual al mundo se da mediante el marco de una ventana, asumiendo así este motivo algo más que el lugar de un mero tema para volverse un elemento central en la construcción del texto (11, 33, 47, 48, 53, 58, 72, 134)2.
El Gato se encuentra recluido junto con Elisa, y en esos tres días que narra la novela es la observación, a través de la ventana, el medio privilegiado de comunicación entre los personajes que habitan la casa blanca y los que transitan por la vereda, la playa y el río. ¿Qué se presupone en las escenas de una observación distanciada a través del umbral de la ventana? A diferencia de la movilidad que permite ese otro "lugar de acceso", la puerta3; el vínculo que posibilita la ventana se caracteriza por cierta pasividad y fijeza. Atravesando la cortina azul hacia la galería trasera, entre el dormitorio y la cocina, cuando se dirigen a la playa el domingo –luego de comer el asado que prepara Tomatis–, Elisa y el Gato cruzan las distintas puertas pintadas de negro transitando por los ambientes de la casa. En este sentido, la puerta también divide el espacio, pero admite como determinante el cruce dinámico de su límite. Esta lógica de circulación se repite en otras novelas, en las que los protagonistas transitan en medios de transporte. En ellas los personajes se ponen en movimiento con la ayuda de implementos técnicos, desde el carro tirado a caballos hasta el avión, pasando por el automóvil. De esta manera, los individuos circulan por el espacio4. En estas secuencias, ellos transitan colocando a la exterioridad en una imagen en movimiento. Y sin embargo, en ellos, los personajes experimentan una “impresión de inmovilidad”, una “ilusión de no avanzar”:
El desplazamiento es tan uniforme que el coche negro parece inmóvil sobre una cinta sin fin que estuviese corriendo en sentido contrario. [...] Al entrar en la costanera nueva, más amplia, sin puntos inmediatos de referencia, por un momento no hay más que el automóvil y la niebla, en una especie de inmovilidad. No hay más que el gran globo blancuzco cuyas partículas giran en su lugar, como planetas diminutos, y el automóvil moviéndose y dando la ilusión de no avanzar, tan uniforme es la densidad de la niebla (Saer Cicatrices 152 y 167).
El proceso de petrificación del movimiento que sufren los personajes a nivel de la intriga (dejando en suspenso las indicaciones retrospectivas de Glosa5, la lectura de Nadie nada nunca no sabe en ningún momento por qué el Gato y Elisa se mueven en un espacio tan restringido) se refleja en la contraposición de las disposiciones pre- estructuradas en la puerta y en la ventana. De protagonistas de su historia, “héroes épicos” de acciones con un sentido teleológico (Saer Trabajos 79), cruzando los límites que separan a la interioridad del yo del mundo exterior, los personajes retroceden a una fijeza pétrea en la cual la mirada que contempla trastoca la distancia, no ya negándola y absorbiéndola en una positividad superior, sino de otro modo. En este lugar es que el motivo de la ventana cobra significación estructural. Su disposición material impide el cruce del límite que separa el adentro del afuera de la casa, y así el Gato y Elisa observan el transcurrir de los fenómenos sin intervenir en ellos. Pero en el vidrio de la ventana, también son reflejados en sombras. Así, pues el trabajo con la distancia que posibilita la mirada a través de la ventana des-cubre, en su reflejo, un “afuera” en su propio interior (Merleau-Ponty 20 y 52). La visión que se orienta al exterior a través del marco de la ventana, ahora se redirecciona a sí misma en una fascinación que la inmoviliza6.
El proceso de inversión de las disposiciones activas de los personajes en rigidez, que hemos comentado mediante la contraposición de las figuras de la puerta y la ventana, se precisa con el vínculo central que Nadie nada nunca establece entre el protagonista y el caballo. Ante el enigma de la sucesión de asesinatos de caballos, Layo le confía al Gato Garay su bayo amarillo para que lo mantenga a salvo en el fondo de su casa de la costa del Paraná. A diferencia de la actitud de solidaridad que manifiesta el Gato frente al protagonista de El limonero real, entre animal y personaje se narrará una relación de tensión y hostilidad. Ese conflicto silencioso será constatado por el monólogo del Gato, que coincide con el punto de vista del narrador del texto, en el inquietante hecho de que “los ojos del caballo le sostienen la mirada” (158):
El bayo amarillo tasca tranquilo, entre los eucaliptos del fondo. Cuando el Gato sale a la galería, alza la cabeza y lo contempla, sin dejar de masticar. […] Su mirada parece pasar a través del cuerpo del Gato para fijarse más allá, en un punto impreciso, pero es en realidad al Gato a quien mira (13).
Más adelante, la escena del encuentro con la mirada del animal se narra desde el punto de vista del protagonista, asumiendo la voz de primera persona:
Creo ver venir, desde la penumbra, hacia mí, la mirada, más espesa, aunque menos visible, que el aire azul, del caballo. Sale por los ojos, de ese cuerpo caliente, de pelo y sangre, que se sacude y que palpita, material. Atraviesa, blanda, el aire azul, sin dejar en él ningún rastro, y llega hasta mí. Ahora nos estamos mirando, inmóviles (21-22).
La mirada que direcciona el caballo hacia el Gato produce una atracción no exenta de disgusto de la que el narrador-protagonista no logra sustraerse. No será la única vez en la que un personaje se confronte a una mirada que lo sorprende, poseyéndolo. En términos similares es descripto, por ejemplo en El entenado, el efecto del ojo de un pescado en la comida del capitán:
La mirada del capitán, encendida y vaga al mismo tiempo, permanecía fija en el pescado y, sobre todo, en el ojo único y redondo que la cocción había dejado intacto y que parecía atraerlo, como una espiral rojiza y giratoria capaz de ejercer sobre él, a pesar de la ausencia de vida, una fascinación desmesurada (25).
El “ojo único y redondo” permanece intacto en la cocción haciendo aparecer un aspecto que obstaculiza el proceso de significación en el que el animal había sido introducido para volverse parte de la cultura culinaria del personaje. Sea porque su carne haya permanecido cruda, sea porque su forma no haya sido modificada por el proceso de cocción, el ojo del pescado muestra una instancia anacrónica que interrumpe las expectativas del capitán. Modifica el papel que el personaje cumple en el ritual de alimentarse y lo hace retroceder de la función devoradora del sujeto que niega al objeto, a la función contemplativa de quien no puede escapar del poder que ejerce sobre él ese resto arcaico similar a una “espiral rojiza y giratoria”.
Algo parecido ocurre en La ocasión, con el personaje de Bianco en su “disputa” interna con el cuerpo encinto de Gina. Allí se asiste a la inversión en su contrario de la pretensión declarada por el protagonista al comienzo de la novela: “liberar a la especie humana de la servidumbre de la materia” (11). Al “territorio desconocido […] inabordable” del cuerpo de Gina, del que irradia una “fuerza adversa”, Bianco sabe que debe mantenerlo a distancia, “no dejarse arrastrar”; y, sin embargo, “le gustaría sumergirse igual que en un agua profunda” (115, 141 y 248). ¿A qué responde esta lógica de sustracción que imponen los objetos y los cuerpos? Evidentemente, el abismo que interponen entre los proyectos trazados por los personajes (proteger, comer, tomar distancia) y la posibilidad de realizarlos obliga a retrotraer la atención sobre los supuestos invisibles de esos planes.
No es muy diferente el proceso al que se asiste en la escena del cruce de perspectivas entre el caballo y el Gato. La mirada del caballo emana, según el narrador, un resplandor aurático (76, 81, 134, 158, 170) que también fascina al personaje: “Estoy en el interior de un círculo que emana, más cálido, continuo, del bayo amarillo” (23). En el encuentro entre el caballo amarillo, en el patio trasero de la casa, y la observación del protagonista se produce un espacio de confrontación solapada que exige de este último una sumisión particular: “—Don Layo me lo mandó para protegerlo del asesino –dice el Gato–. Pero tengo la impresión de que él preferiría que lo protejan de mí. No me puede ni ver. […] —No me puede ni ver. Fijate cómo me mira –dice el Gato” (156 y 158).
En este “círculo” agonal los términos se transforman. Quien debería sentirse seguro de su propia soberanía pierde la certeza de la estabilidad de su identidad, mientras quien simplemente existiría entre las cosas del mundo externo, reflexiona y obtiene, así, un rendimiento:
Ese animal que me contempla, parsimonioso, desde el fondo, ahora que salgo a la galería, recién bañado, recién afeitado, con el vaso de vino blanco en la mano, hacia Elisa, que me sonríe de un modo vacuo, desde la perezosa, mientras toma, es sin duda un poco más real que yo, un poco más denso –y sin duda lo sabe (78, las itálicas son nuestras).
De esta manera, el texto expone una reformulación propia del mito de la metamorfosis (González 27), pues el animal es presentado con rasgos pertenecientes a lo que conocemos como humano. Entretanto, el Gato es narrado en experiencias de extrañamiento en un devenir semejante al animal: “Como la de un caballo, sí” (136), dice Gato en referencia a su erección frente al cuerpo de Elisa7. El nombre del protagonista delata desde un comienzo la tendencia a la inversión de atributos.
Las narraciones de Saer parecieran dar a entender que del extrañamiento los personajes no deducen lección alguna. Esta es una de las razones que explican que en algunas ocasiones Saer le atribuya a la literatura un carácter trágico (Saer El concepto de ficción 217). Como Edipo, los protagonistas de las narraciones saerianas no extraen del dolor un sentido que permita justificarlo o incluirlo en un proceso de aprendizaje. Inevitablemente, su lenguaje se ve afectado por este proceso de negación. Es lo que acontece en la escena de El limonero real en la que, por primera vez, Layo asume la voz narradora en primera persona. Describiendo el movimiento del aleteo de unas mariposas blancas en el farol de su rancho, “chocando a veces contra el vidrio y a veces aleteando en el mismo lugar sin salir de él”, y “otras dos mariposas negras, enormes” (143), sin quedar del todo claro si allí no se está en medio de un sueño, deviene él mismo aleteo, (“zdzzzzz zaczaczac”), sonido inarticulado cuyo “extremo” es el silencio figurado por la mancha negra que sólo admite ser descripta en su literalidad pura (Saer 144-148). Llegar a ese límite de lo decible responde al hecho de haber sido mirado por “el órgano irreconocible” (114), una “cosa” que no se logra distinguir, pero que, espectralmente, acecha desde las profundidades del río marrón:
Hay algo que me mira desde el arcón. pero no alcanzo a ver bien. Arriba las mariposas blancas zddzzzz zac zddzzzz zac. No esnoy neguno. Nanece qunena auno nenacón neno nesnoy neguno. Está sentado en el cómo se llama. Me mira ahí sentado en el cómo se llama [...]. Alguno sentado también, cómo se llama mirándome (148).
Para llegar a ese rectángulo negro cercado por conjuntos fónicos casi impronunciables que corta al relato, la narración ha puesto en juego una serie de estrategias textuales y de motivos elocuentes, cuyo efecto no ha sido, precisamente, la elaboración organizada de un mundo literario coherente sino que, por el contrario, esa acumulación de procedimientos formales ha conducido, al despeñadero de su propia descomposición. El “final” del relato, que no es el excipit de la narración, tendrá su inicio y su causa inmanente en “el difícil, lento y complicado mecanismo que desencadena una mirada” (Montaldo 41).
El punto de vista de los narradores, puesto que en El limonero real no podríamos reconocer un único sujeto que habla8, desde donde la percepción y el recuerdo podrían haber colaborado para ordenar el relato, es constantemente amenazado por la precariedad de su capacidad enunciativa, asediada por sueños, desmayos y delirios. Sin embargo, no hace falta remitirse a las ensoñaciones de Layo para dar con el proceso de desarticulación de lo real, pues ya en la mirada es posible reconocer la génesis de una imposibilidad: “Wenceslao mira el espacio con atención, fijamente” (107). De esa fijación proviene la dificultad del relato y su lectura: “el obsesivo drama de narrar” (Jitrik 729).
En El limonero real el punto de vista del narrador adquiere un matiz particular. Su voz adopta una tercera persona del singular mediante la cual se presenta el material. Sin embargo, a diferencia de la tradicional perspectiva omnisciente, su voz presenta los hechos y las acciones adoptando una posición distanciada en la que se desdibujan las posibilidades de organizar jerárquicamente los elementos que forman parte de la trama. La equidistancia de las acciones y los sucesos del relato, en referencia al punto de vista del narrador, obstaculizan la posibilidad de emitir hipótesis interpretativas con base en esquemas causales de lectura. Cada uno de los elementos que componen el texto se encuentra, como en un círculo, a una misma distancia del centro. Asistimos a este obstáculo desde el comienzo de la novela:
Wenceslao acaba de despertarse, presume lo que puede estar queriendo hacer su esposa, pero tiene impedido el acceso a su conciencia. Al narrador le ocurre algo parecido: éste ha descrito desde afuera, no solamente las acciones de Wenceslao, sino también lo que podría estar queriendo hacer su esposa. Pero esa distancia del narrador en relación con sus objetos queda patentizada del modo más acabado cuando describe los movimientos de uno de los perros del protagonista como si de una persona se tratase:Mientras está acostado, moviendo una que otra vez el brazo o la pierna, rascándose o suspirando, ella o bien simula dormir, o bien quiere creer que duerme todavía, o bien cree de veras que sigue durmiendo y que todavía no ha despertado y que recién despertará cuando él se levante y salga de la cama (12).
El Chiquito se queda inmóvil, mirando fijo el aire, la cabeza alzada, las orejas verticales y tensas, la cola arqueada hacia arriba, como si estuviese invadido por un recuerdo más que por un pensamiento. [...] Por la expresión de su cara pareciera estar pensando algo ya pensado muchas veces, tantas que la costumbre misma de ese pensamiento le da a su cara no sólo un aire de profunda meditación sino también de profunda certeza (15 y 23).
Para el narrador, lo que ocurre en la conciencia de los personajes es tan inaccesible como lo que puede suceder dentro de un animal. Los personajes aparecen así como cáscaras vacías y, en contraste con ellos, los animales parecen expresivos. El protagonista, su mujer, y los animales a su alrededor se le aparecen al narrador de la misma forma: sólo como cuerpos en movimiento. La hipótesis del narrador, a propósito de lo que la esposa de Wenceslao esté haciendo, tiene las mismas probabilidades de ser corroborada que la hipótesis que se esboza sobre lo que “recuerde” o “piense” el Chiquito.
El punto de vista del narrador, por lo tanto, se confronta con imágenes que no dan a “ver” nada que cuente con mayor significación que el resto para entrar en el relato. Semejante ceguera de las imágenes a la hora de ponderar el material narrativo se refleja en las complicaciones de la mirada que tienen los personajes a lo largo de la novela. En varias circunstancias, observamos al protagonista “como si hubiese quedado ciego de repente y tratara de palpar el aire” (28). Los ojos de su mujer “han ido achicándose desde que él (su hijo) murió. [...] parecen incluso ciegos y no existir” (19). Cuando Wenceslao recuerda la primera vez que llega con su padre a la isla donde actualmente vive, la evocación aparece teñida por una niebla que todo lo borra, haciendo perder la nitidez de los objetos que se le presentan ante los ojos (27). Más adelante, la narración se detendrá en las percepciones del protagonista, en las que los destellos de luz producirán imágenes cegadoras: “El verano arde a su alrededor. Wenceslao mira el cielo, el sol alto que acaba de pasar el mediodía, y comienza por lo tanto a declinar, y queda por un momento como ciego” (89). En la escena en la que viajan con su cuñado en carro al mercado para vender las sandías, la tormenta hace desaparecer el campo de lo visible: “La chata disminuye la velocidad y los caballos tantean ciegos en la oscuridad antes de avanzar. [...] Lo único visible para él es su propia fosforescencia interna que palpita en medio de la más ardua oscuridad” (96). Estas escenas en las que los personajes quedan cegados –tanto por una luz blanquecina, como por una oscuridad total, o por las partículas de la niebla o, finalmente, por la sustancia barrosa del río– son confirmadas por una de las frases que Layo reitera sin cesar luego de que la narración haya caído en el extremo del silencio absoluto. En ese recomenzar del relato, cuyo tema narrativo es precisamente la génesis de la vida (del relato), y que recupera una larga serie intertextual de fragmentos y formas del decir propias de géneros tradicionales, como los cuentos infantiles, la Odisea y el Génesis bíblico (Stern 967), releemos una y otra vez la expresión “Después no ve más nada” (178).
Cuando los personajes y el narrador no ven, se dificulta la posibilidad de circular en el espacio trazando trayectos con una teleología que los determine. Los protagonistas se mueven, viajan en canoa, caminan al almacén, van y vienen, pero el “tantear en la oscuridad” los coloca en un presente en el que pareciera que no avanzan. Como si fueran capturados por una imagen que los fija, los personajes “parecen tratar de avanzar sin resultado, como una plataforma que estuviese desplazándose horizontal bajo sus pies” (27).
Los intentos de comprensión del texto tampoco parecen encontrar elementos que le permitan trazar una lectura causal y ascendente de lo que sucede. La reiteración de lo ocurrido con base en las ocho versiones que presenta el texto, divididas por las nueve veces en que se presenta el “verso” con el que comienza la novela (“Amanece / y ya está con los ojos abiertos”), incluye a la lectura como parte de la trama circular que estructura al relato. ¿No queda ella también petrificada al ser conducida a mirar con la perspectiva que impone la narración? El limonero real narra una historia absolutamente sencilla, la serie de acciones y sucesos en un día de fin de año en la casa de una familia de isleños. Esos sucesos pueden ser enumerados sin dificultades, pues se limitan a unos pocos. Reducir la trama equivale a trivializar la anécdota; pero ese empobrecimiento llega al punto de que la lectura ya no tiene nada que le resulte suficiente a los fines de colocar un acento interpretativo. Ella también queda en situación de “tantear en la oscuridad”. En la contraposición entre la movilidad y la inmovilidad de los personajes, la lectura es implicada en el texto, involucrándola en la búsqueda de un avanzar que nunca llega.
Hasta ahora hemos realizado un seguimiento de la imagen en Saer en el caso de Nadie nada nunca mediante el estudio de dos parejas de figuras mutuamente excluyentes que tienen a la mirada como su objeto de indagación: el conflicto entre la puerta y la ventana y la disputa entre el animal y el ser humano. La estructura de las puertas en la casa de los Garay estimulaba y presuponía el logro de las capacidades de los sujetos en la superación móvil de los umbrales. En el contexto de Nadie nada nunca –así como también con ejemplos similares en otras novelas en las cuales los objetos técnicos del automóvil y el avión contenían disposiciones pre-estructuradas de desplazamiento como medio para la realización de fines prácticos–, sin embargo, las puertas eran inscriptas en un espacio de simultaneidad con su opuesto: las ventanas. Estas no solamente inducen al paso de la acción a la pasividad de la contemplación, sino que, en el interior de la lógica de la mirada, las ventanas presentan una espesura que bloquea los potenciales de proyección subjetiva que solemos reconocer en el acto profano del mirar. El reflejo de la mirada en la ventana invierte su lógica proyectiva. No es del todo correcto entonces decir que los personajes miran a través de la ventana; por el contrario, ellos son mirados en la ventana.
La reversibilidad que presenta la experiencia de la ventana en Nadie nada nunca se concreta en el vínculo entre el Gato y el caballo. Allí también las cosas se invierten. Si en un principio podríamos esperar que el Gato cuide del caballo en un contexto de hostilidad externo, pronto notamos en la lectura que la hostilidad se replica entre ambos en el interior de la casa. Para el caballo, el Gato es una amenaza, y a la inversa. De allí, la fijación de su examen sobre el protagonista a lo largo del fin de semana que narra la novela. Esa mirada produce un gran poder sobre el Gato, el cual en varios pasajes es narrado en una situación de posesión en el interior de un círculo trazado por el ojo perturbador del animal. La reversibilidad de la mirada no puede ser identificada aquí como análoga de lo que solemos entender por reciprocidad intersubjetiva. Si en las interacciones sociales los sujetos aspiran a tener éxito en sus pretensiones de reconocimiento (Honneth 65), el resultado de los vínculos que aquí se analizan conduce al extrañamiento. La fascinación de la que es presa el Gato lo coloca en una posición de asimetría en relación con el animal. Él deviene semejante al animal, mientras que quien debería ser objeto de su soberanía, somete desde el aura de su inmutabilidad (Saer Trabajos 74 y 76).
Nuestra primera hipótesis al respecto es que estas dos parejas de opuestos no se entienden en su especificidad si se las interpreta como metáforas de un problema gnoseológico. No refieren al acceso cognoscitivo del sujeto al objeto. La singularidad de su función aparece cuando se las interpreta haciendo visible la experiencia implícita de lectura pre-estructurada en las estrategias textuales que organizan la narración. Esta evidencia de la lectura muestra aquello que experimenta cuando franquea los pasajes más escabrosos del texto. Dado que en ambos conjuntos recorremos un tránsito de la disposición de las capacidades subjetivas de la mirada a su interrupción en una condición de pasividad y extrañamiento, la lectura puede reconocer en estos procesos las dificultades que problematizarán su relación hermenéutica con el sentido novelesco, evidenciando algo que en nuestras prácticas cotidianas de uso del lenguaje queda ausentado. Ahora bien, ¿en qué consiste este movimiento de dar a ver? ¿Cuáles son las determinaciones en que se reconoce ese invisible? ¿Cómo se evidencia?
Las menciones a los matices cromáticos, frecuentes en los textos de Saer, son producto de la estrategia narrativa de describir el contenido de las percepciones visuales de los personajes. Los destellos de luz, los colores que aparecen como manchas en las retinas de los ojos de los narradores (“colorada, verde y azul”), las estaciones del año que plasman en el cielo y en el río, tonalidades infinitas, etc.; esta serie de matices ponen en evidencia la complejidad y riqueza de la imaginería saeriana. Como se podrá recordar en “A medio borrar”, Héctor es un artista que invita a Pichón y al resto de los amigos a su taller para organizar una fiesta de despedida. Allí, luego de haber comido un asado y a medianoche, “Los recién llegados, que son seis, contemplan, dispuestos en semicírculo frente al caballete, el último cuadro de Héctor, la superficie blanca. Lo admiran, cada uno de distinta manera” (Saer Cuentos completos 154).
A diferencia de la precisión micrológica con la que las narraciones perciben los colores, la tela de Héctor presenta sobre los contempladores una monotonía que se caracteriza por borrar todo y cualquier color. Cuando se pasa revista a otros relatos y narraciones, volvemos a encontrar la presencia enigmática del blanco en la página. Por ejemplo, en el argumento“Pensamiento de un profano en pintura”, el narrador admira los marcos de los cuadros, puesto que presentan aquello que se encuentra más próximo al “exceso del sentido”; a saber, el vacío del blanco. “Todo cuadro se me presenta como una pared blanca que ha sido atenuada, disminuida”. Para dar a entender su posición, el narrador utiliza una analogía procedente del orden verbal: “La palabra cortada también puede servir, como cuando la usamos para decir que se corta el vino con agua” (175). La palabra cortada asume así, en el texto, lo que el blanco produce en la superficie de la tela.
En las narraciones de Saer los cortes de las palabras presentan “blancos” que intercalan las oraciones. Estas hendiduras aparecen como espacios vacíos que fragmentan las oraciones desarticulando sus nexos de sentido. Se puede observar un ejemplo en la escena del borramiento del lenguaje de Wenceslao que hemos revisado más arriba.
Ahí chocamos contra algo duro que estaba parado en el fondo con las piernas abiertas y que después se nos prendió de un tobillo y empezó a tirar para abajo cosa de llevarnos también a nosotros zac zac zac y dejarnos ahí. Zac Así que ciegos nomás tiramos la mano y empezamos a buscar zac bajo el agua zac zac zac (145).
Esa extensión vacía entre el punto y el “Zac” se repite una vez más en el texto. Como si la narración quisiese desbaratar “la ilusión de continuidad” que produce mediante las articulaciones sintagmáticas, la lectura se enfrenta literalmente con manchas blancas que espacian el texto, desmoronando los principios constructivos que podrían haber colaborado en la búsqueda de una coherencia semántica. Ese desvelamiento de sí misma que realiza la narración consiste en una imagen que da a ver la procedencia olvidada de su sentido. El origen de la narración es, precisamente, el blanco en el que virtualmente las posibilidades se extienden al infinito. En el argumento“El viajero” los blancos del texto se presentan desmesuradamente, disolviendo la unidad del cuerpo del texto (201-205).
Primera página de “El viajero”.
En la lectura de este extraño texto se cae en la cuenta de un curioso fenómeno. Podemos, aun chocando con los espacios vacíos que no se ocultan, comprender el sentido de lo que se dice. ¿Es posible que el sentido, incluso cuando el texto se desarma en sus partes constituyentes, espaciando su diagramación, se salga con la suya? ¿Se presenta aquí un destino que complica enormemente a la literatura que pretende cuestionar la ideología, y del que no se podría escapar? No parece que esa sea la forma más correcta de entender la conclusión que extrae esta pieza narrativa. Lo que muestran los blancos, dicho con más precisión, pareciera no ser tanto las posibilidades infinitas de un origen puro al que es posible regresar sin contradicciones, ni tampoco la imposición irrebatible del contenido semántico de las palabras que debilita a modo de destino las estrategias textuales subversivas sino, por el contrario, aquello que dan a ver esos blancos es el proceso de los actos de colmado mediante la selección significante y la unificación sintagmática. Lo que vemos en estas imágenes literarias son los blancos a medio borrar, la simultaneidad del blanco de la página y del negro de los sintagmas expuestos a la lectura, y, a su vez, aquello que la lectura olvida cuando pretende comprender el sentido.
Si regresamos a los pares de figuras analizados previamente se puede constatar una dificultad: las relaciones establecidas están y no están en el texto. No forman parte puesto que no son declaradas positivamente por él, ellas son el resultado de una interpretación. Aunque ellas no son meramente el producto de una hipótesis hermenéutica, dado que son pautadas por la estructura del texto. Él ejerce un control sobre la lectura, invitando tácitamente a la articulación de lo dicho y de lo no dicho. La curiosidad de este proceso descansa en el efecto auto-subversivo que produce en la lectura la producción de semejante acoplamiento. Esto puede constatarse en la siguiente situación de Nadie nada nunca:
Sobre esa franja húmeda, el Gato alza la cabeza y contempla la isla: chata, compacta, la vegetación polvorienta y la barranca rojiza, irregular, que baja al agua. Casi cincuenta metros separan las dos orillas.
El agua ciñe los tobillos del Gato.
El agua tibia corre sobre su cuerpo. Se jabona con vigor la cabeza, las axilas, el culo, los genitales, los pies (14).
En este pasaje se destacan dos procedimientos. El primero de ellos puede ser entendido como un constreñimiento del momento semántico del lenguaje por parte de una espacialización de la escritura. Entre la frase del final del primer párrafo citado (a) -“Casi cincuenta metros separan las dos orillas”- y la del comienzo del otro párrafo (c) -“El agua tibia corre sobre su cuerpo”- se intercala una frase (b) –“El agua ciñe los tobillos del Gato”– que corta, separando por un espacio, la unidad sintagmática. Ahora bien, el contenido semántico de la frase (a) repite la forma de disposición de las frases en el espacio de la página. Es así que (a) y (c) se encuentran separadas, como “dos orillas”, por (b) que, al igual que el “agua” de un río de “Casi cincuenta metros”, se intercala entre ellas. El isomorfismo del plano semántico y del plano grafemático se resuelve, por su nivelación, en la sustracción del sentido ante la “evidencia material del lenguaje y de la forma” (Saer Trabajos 122).
En el segundo de estos procedimientos también asistimos a una mitigación de la semántica del lenguaje, sólo que la causante ahora es la consolidación de su dimensión rítmica. En esta operación se produce un juego de promesa y decepción. Por un lado, el pasaje fomenta una expectativa de comprensión, a partir de recursos que le otorgan verosimilitud a una determinada hipótesis. Inmediatamente, sin embargo, el texto niega esa lectura, revelando así la precariedad de la tentativa de reducir en una determinada hipótesis las “posibilidades del relato” (119). Sucede que así el texto evidencia su estructural indeterminación. Este fenómeno se muestra en el movimiento vacilante de una exigencia de colmado de los espacios vacíos o “blancos” en la página y de una negación de los intentos realizados en ese sentido por la lectura. Por los indicios de la descripción de la percepción del Gato, podemos deducir que se encuentra cerca del río mirando (“contempla”) el horizonte. Teniendo en cuenta que la novela nos informa que la casa se ubica en la costa del Paraná, tenemos dos posibilidades en la formulación de la hipótesis interpretativa: o bien la mirada del Gato se proyecta desde el interior de la casa a través de la ventana, o bien su contemplación se realiza afuera, en la playa. La frase (b) no solamente confirma la interpretación, sino que la precisa: si “El agua ciñe los tobillos del Gato” es porque el personaje se encuentra parado en su orilla. La frase (c), por último, nos hace pensar que posiblemente el Gato se haya sumergido en el río, pues ahora “El agua tibia corre”, no solamente ciñendo sus tobillos, sino también “sobre su cuerpo”. Sin embargo, esta interpretación se desbarata cuando seguimos leyendo la frase siguiente donde se explicita que el Gato se está bañando. La repetición de “agua” en los tres niveles de enunciación nos induce a creer, por nuestra necesidad de consistencia, en una identidad espacio-temporal para la acción, creencia que reconocerá su propio error al continuar la lectura. La “impresión de continuidad” se desvanece y nuestra expectativa de identificar una unidad melódica de la acción, con inicio, desarrollo y fin se ve frustrada, obligando a la lectura a retroceder y a repetirse una vez más.
Como se sabe, en Nadie nada nunca, la repetición no solamente se produce a nivel microestructural de los significantes y de los sintagmas, sino que estructura la totalidad de la novela. ¿Cuántas veces leemos la declaración con la que comienza la novela: “No hay, al principio, nada. Nada”? (Sarlo 34-37). El texto realiza aquella idea saeriana de una narración circular en la que “la posición del narrador sería semejante a la del niño que, sobre el caballo de la calesita, trata de agarrar a cada vuelta los aros de acero de la sortija” (Saer Cuentos completos 200). El puntillismo de la percepción en el desplazamiento de los puntos de vista obliga a la narración a repetir miradas diferentes de un mismo suceso. Dado que, como se ha podido sostener más arriba, los datos que recibe la percepción son erróneos, aquello que creemos que es la realidad no es sino una serie de versiones diferentes. La pluralización de las perspectivas sobre un mismo objeto da a ver la imposibilidad de determinarlo de manera acabada y unívoca. Ese obstáculo, sin embargo, es lo que impulsa a la narración a intentar una vez más, indefinidamente, decir lo percibido: “Hacen falta suerte, pericia, continuas correcciones de posición”. Consecuentemente, la lectura asiste a una iteración caleidoscópica de posiciones por las que el sentido del objeto es diferido sin cesar. Ese aplazamiento es reconocido por la lectura en una acumulación de capas narrativas donde aquella imposibilidad es visibilizada.
Así como en el caso analizado la expectativa de la lectura, inducida por el propio texto, era frustrada, así también –a nivel de la trama– el asesinato del Caballo Leyva produce una prórroga que sólo puede conducir a la decepción. En la secuencia en que el Gato se adentra en el campo se atestigua otra manera en que la novela descubre el carácter empobrecedor de las hipótesis de lectura. Podemos recordar que allí se asiste a la manifestación de la ausencia de todo y cualquier mensaje comunicable: “No había nada que denunciase, nada detrás, delante, más arriba, que pudiese haber, en otra dimensión, o entre las cosas mismas, un invisible del que pudiese esperarse, alguna vez, la manifestación. De esa tierra desnuda y calcinada no saqué otra lección” (80). La tierra aparece para el Gato como asemántica y, por lo tanto, aproblemática. La ausencia de significación no afecta la experiencia de su recorrido. Para Elisa, por el contrario, el campo resulta ser un espacio de amenaza donde “yuyos, víboras incluso, huesos, alimañas de todas clases” y “sobre todo, carroñas, cuerpos en descomposición” pueden interceptar al caminante sumergiéndolo “en las profundidades de la tierra” (84). Luego, el Gato contrapone el agua a la tierra como verdadero elemento de violencia y de horror, amenaza de disolución de su propio yo en una corriente indiferenciada9. Ante esta sugerencia, no obstante, “Elisa no parece haber escuchado” nada; lo cual significa que ella no se implica afectivamente en el testimonio de la alocución.
Tierra y agua, así, se suman a las parejas de opuestos diseminados a lo largo de Nadie nada nunca. En ambos casos, los términos son colocados en un movimiento ondulatorio que consiste en establecer un significado identificable: tierra-nada, agua-horror para luego negar esas afirmaciones en su contrario: tierra-horror, agua-nada. La singularidad del objeto a expresar, el horror de las desapariciones forzadas por parte de los responsables de la última dictadura cívico-militar, determina una modalidad específica de expresión, donde las posiciones fracasan en su intento de transmitir un sentido unívoco en un diálogo. El juego de espejos que se produce entre ambos testimonios, lo hace también en el interior de cada uno, cohabitándolos, relativizando el tono asertivo de ambos frente a una opacidad creciente en el contenido de las frases. Así, el texto revela, en la negación de lo afirmado, la indeterminabilidad narrativa, su blanco inagotable10, frente a la limitación de toda lectura.
Las estrategias descriptas de promesa y decepción, de espaciamiento y de inscripción de pares de opuestos en una misma plataforma retórica funcionan en el texto como un mecanismo de puesta en escena de conflictos irresolubles “entre el ser y el signo” (Saer El concepto de ficción 154)11. El juego pendular, en el interior de cada uno, revela un blanco que no podría ser determinado positivamente, pero que tensiona la lectura del texto con una vacancia inagotable que impide la identificación acumulativa del sentido narrado linealmente. Un blanco que presenta las determinaciones, como se lee en Nadie nada nunca, de un “intervalo”, un “espacio vacío”, un “lapso incalculable”, donde “ninguna medida se adecuaría”, donde “todo permanece, subsiste, aislado y simultáneo” (222).
Las estrategias textuales analizadas en las narraciones de Saer evidencian las tensiones que les dan origen, desmintiéndose a sí mismas como unidades inconmovibles. Contra la “ilusión de continuidad que da, por momentos, el coro circular” que “no pareciera provenir de otra cosa que del error, o de la aceptación sin examen” (24), el texto en Saer se muestra como una co-presentación de lo producido, el sentido comprendido de las unidades sintagmáticas, y de aquello que lo produce, el proceso agonal de las oposiciones que lo constituyen y que, en sí mismas, no son semánticas12.
Este ensamblaje de capas narrativas vuelve a sus textos semejantes a un palimpsesto, donde conviven elementos mutuamente excluyentes que “se contradicen, se desmiembran, se transforman” (Saer Trabajos 120). El blanco como matriz generativa no induce a un análisis cognoscitivo de las partes que lo componen sino al regressus (Saer El río sin orillas 31)13, hacia una sobreabundancia en la que la unidad sintagmática aún no ha sido limitada14.
Como efecto de la transfiguración que producen estas operaciones textuales en el proceso de la lectura, se asiste a la presentación formal de un blanco, indecible, que exige ser colmado, el cual –precisamente por ser indeterminable por la función semántica del lenguaje– no admite ser reintegrado en una “leyenda”, sino que revela, en la leyenda, su contingencia. La evidencia que promueven las operaciones textuales en las narraciones de Saer podría ser entendida como un desdoblamiento de la lectura. Como si fuese contemplada desde una mirada exterior que la confronta con su propia imagen, la lectura “ve” el proceso de obliteración de sus presupuestos olvidados.
Así, se vuelve legítimo hacer extensible a sus narraciones la tesis de que en literatura “lo invisible aparece, a través de la forma, a la luz del día” (Saer El concepto de ficción 105 y 114). El retorno pulsional a la tierra, así lo revelaba la escena mencionada del Gato, no deja lugar al reposo de un sentido profundo, pleno, anterior a las normas que organizan el uso ordinario de las palabras. La tarea de “abrirse paso, por entre la selva de la lengua, […] hacia […] lo que escapa al radar de las normas generales del lenguaje” (153) parece encontrar un viso de posibilidad en el recuerdo del proceso de exclusión implícito en las pretensiones de legitimidad de esas normas.
Notas
1 En un mismo sentido, se pregunta Miguel Dalmaroni si “¿Hemos pensado lo suficiente […] en las imágenes saerianas?” (“Cinco razones sobre Saer” 3).
2 No es un detalle menor en el contexto de nuestra hipótesis de lectura la inclusión de “Vidrios esmerilados” (1976) de Renzi en la cubierta de la edición de Seix Barral.
3 “El hombre es el ser fronterizo que no tiene frontera. […] su delimitabilidad encuentra su sentido y su dignidad por vez primera en aquello que la movilidad de la puerta hace perceptible: en la posibilidad de salirse a cada instante de esta delimitación hacia la libertad” (Simmel 135).
4 Por mencionar algunos ejemplos, podemos recordar que el juez Garay López, en Cicatrices, recorre desde el interior de su coche las calles de Santa Fe; a su vez, Layo describe en El limonero real la sensación de que los caballos "no avanzan" junto a Rogelio, en el carruaje lleno de sandías camino al mercado; Elisa también lo hace en Nadie nada nunca; en Glosa, el Matemático también experimenta algo similar en un avión de regreso luego de una estancia en París; por su parte, Tomatis y el dispositivo Vilma/Alfonso viajan en un Falcon en Lo imborrable.
5 “El año anterior, […] en junio, el Gato y Elisa, que estaban viviendo juntos en la casa de Rincón desde que Elisa y Héctor se separaron, han sido secuestrados por el ejército y desde entonces no se tuvo más noticias de ellos” (Saer, Glosa 99). Sobre el efecto en la lectura de esta revelación retrospectiva en la obra de Saer (Gamerro 250).
6 Esta inversión en la cual los ojos que miran pasan a ser mirados recuerda al juego de la pintura del siglo XX con el mito pictórico del ojo como ventana del alma.
7 No será la última vez que encontremos en los textos de Saer este trabajo con el mito de la metamorfosis. Por ejemplo, en El entenado, a diferencia del otoño, del invierno y de la primavera, donde “cada uno de los miembros, hasta el más humilde, desde el recién nacido hasta el viejo moribundo, tenía asignado su exacto papel” (87) en el “tembladeral” orgiástico del ritual veraniego, los miembros de la tribu se convierten en “peores que animales feroces” (80), “Los niños parecían viejos y los viejos niños; las mujeres se habían vuelto rudas y sin gracia como los hombres y los hombres blandos y frágiles como mujeres” (77).
8 Por lo menos tres narradores pueden diferenciarse en la novela: una voz narradora anónima, la narración desde el punto de vista de Layo y los momentos en los que, intermitentemente, otros personajes –como la Negra, Rogelito, o el Ladeado– asumen la voz narrativa.
9 Con claras referencias a la desaparición clandestina de personas en la última dictadura, el diálogo continúa del siguiente modo: “Si un asesino, argumenta, quisiera desembarazarse de un cuerpo, ¿adónde se le ocurriría hacerlo desaparecer? En el campo. –O en el río -digo yo–. Dos buenos bloques de cemento, uno en cada pie, y hasta la vista” (85).
10 Esos blancos testimonian, en el texto, el “excedente espectral, aquella X huidiza que no cesamos de buscar”, un “«no sé qué», un resto que ningún predicado logra describir” (Scavino 32).
11 Sobre la “fórmula de la simultaneidad” (Iser 239). También la afirmación de Merleau-Ponty: “Sólo ella (la mirada) nos enseña que los seres diferentes, «exteriores», extraños uno a otro, están sin embargo absolutamente juntos: la «simultaneidad»” (62).
12 Esa fuente no semántica podría ser llamada, también, “antidiscursiva” (Dalmaroni “El empaste y el grumo” 400).
13 Desde otra perspectiva de análisis, Julio Premat (2000) le otorga a esta expresión un valor paradigmático para organizar su lectura de la obra de Saer.
14 "Escribir, en nuestros días, se ha acercado infinitamente a su fuente" (Foucault 148).
Referencias bibliográficas
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Fecha de recepción: 17/09/2017
Fecha de aceptación: 31/07/2018