DOI: 10.19137/anclajes-2017-2111
ARTÍCULOS
Dialogues between art and recent history in Argentina (Ezeiza paintant by Fabian Marcaccio and the 70s trilogy by Alan Pauls)
Cecilia González
Université Bordeaux Montaigne
cecilia.gonzalez@u-bordeaux-montaigne.fr
Resumen: Entre los diversos modos de acercamiento a un momento preciso del pasado argentino reciente, los años 1970, se destaca una línea que recorre un conjunto de narraciones artísticas, cinematográficas y novelescas de los años 2000. Su lema común podría resumirse en este postulado: para poder ver y pensar la época bajo una nueva luz, es necesario despojarla del aire familiar y reconocible que le forjan los relatos memoriales dominantes. Para comprender los alcances de este modo de acercamiento al pasado reciente, este artículo analiza las estrategias de desfamiliarización y distanciamiento llevadas a cabo por dos manifestaciones, una literaria, otra plástica: la composición Ezeiza paintant (MALBA 2005) y el tríptico de Alan Pauls sobre los 70, especialmente en sus dos primeras novelas, Historia del llanto e Historia del pelo, que acompañaron los debates memoriales de comienzos del siglo XXI en Argentina. En diálogo abierto con el gran arte político experimental del siglo XX, estas producciones vuelven a plantear el problema de las relaciones entre arte e historia.
Palabras clave: Alan Pauls; Fabián Marcaccio; Estudios culturales; siglo XXI; Argentina
Abstract: Among the various ways of approaching the 70s in Argentina there emerges a theme which runs through a set of artistic, cinematographic and fictional narratives from the first decade of the 21st century. Their common motto could be summed up with this premise: In order to view and think about that time period in a new light, it must be divested of its familiarity, brought about by dominant memorial narratives. To grasp the extent of this method in approaching Argentina’s recent past, this article analyzes strategies of defamiliarization manifested in two ways, one literary, the other visual: the work Ezeiza paintant (MALBA 2005) by Fabian Marcaccio, and Alan Pauls’ trilogy on the 70s, especially his first two novels, Historia del llanto and Historia del pelo, which accompanied memorial debates in the beginning of 21st century in Argentina. In open dialogue with the great experimental political art of the 20th century, these works raise the issue of relations between art and history.
Keywords: Alan Pauls; Fabián Marcaccio; Cultural Studies; 21st century; Argentina
Desde finales de los años 1990 y hasta el presente, un interés creciente por “los 70”, entendidos a la vez como manifestación paradigmática y momento extremo de un proceso de subjetivación política que se inicia en la década anterior, se manifiesta a través de una profusa producción novelesca, testimonial, historiográfica, cinematográfica y plástica. Entre los diversos modos de acercamiento a este momento del pasado argentino reciente –el testimonio, la perspectiva de la generación de los hijos de militantes desaparecidos o sobrevivientes, el trabajo sobre los mitos de la narración política revolucionaria de los 70– se destaca una línea que recorre un conjunto de narraciones artísticas, cinematográficas y novelescas de los años 2000. Su lema común podría resumirse en este postulado: para poder contar, para poder ver, para poder pensar la época bajo una nueva luz, en suma, es necesario despojarla del aire familiar, reconocible o consabido que le forjan los relatos memoriales dominantes. El objetivo que, en toda su diversidad, persiguen películas como Los rubios (2003) de Albertina Carri y El predio (2010) de Jonathan Perel, novelas como Museo de la Revolución (2006) de Martín Kohan o Historia del pelo (2007), Historia del llanto (2010) e Historia del dinero (2013) de Alan Pauls, composiciones plásticas como Ezeiza paintant (2005) y Rapto (2009) de Fabián Marcaccio, es menos una imaginaria captura del pasado que la posibilidad de abrir vías de acceso renovadas para interrogarlo.
La exigencia de extrañar para ver o distanciar para pensar una “historia recibida” (Young 21, la traducción es nuestra) bajo la forma de testimonios, fotografías de archivo, filmaciones, novelas, narraciones historiográficas, no es nueva. Y si historiadores como Carlo Ginzburg la han retomado en los últimos años, no han dejado de recordar su deuda con viejas categorías como la de ostranenie, teorizada a comienzos del siglo XX por Víctor Sklovski. Sin ser entera invención del arte de la vanguardia, nociones como la de extrañamiento encarnan, no obstante, el proyecto del arte moderno de llevar al espectador o al lector y aun al artista mismo –a través de la experimentación y el “hallazgo”– a descolocar críticamente las claves de su pre-comprensión de la realidad. O, dicho de otro modo, a ser capaces de transformar en conocimiento el re-conocimiento y la
mera confirmación de lo ya sabido: “Mostrar que se está mostrando −afirma en este sentido Didi-Hubermann retomando a Brecht− […] es convertir la imagen en una cuestión de conocimiento y no de ilusión” (67, subrayado en el original, la traducción es nuestra).
En estas producciones literarias y artísticas de los últimos veinte años, el pasado argentino reciente se postula abiertamente como una construcción basada en la manipulación artística de materiales preexistentes. Por eso se lo aborda, en efecto, y tomando libremente las palabras del poeta, a partir de la “selva de símbolos” (Charles Baudelaire 13, la traducción es nuestra) que lo observan con miradas familiares: un conjunto de materiales iconográficos y discursivos que constituyen un archivo memorial hecho de fotografías, secuencias televisivas, afiches, fotogramas o narraciones pasadas y presentes: testimonios, crónicas, recuerdos. Estos materiales, scripts del pasado, como gusta llamarlos Alan Pauls (Entrevista “Se busca un lector incómodo”, 2010, en línea), suelen recortar un repertorio de episodios y personajes más o menos estables: Ezeiza, Trelew, la amnistía de los presos en 1973, el secuestro y la muerte de Pedro Aramburu, la muerte de Juan Domingo Perón, el surgimiento de la Triple A, el paso por los centros clandestinos, el duelo por los ausentes, por mencionar los más destacados. En ellos, y a fuerza de repetición, se reconoce la época. En ellos, también, corre el riesgo de cristalizarse.
Contra estos sentidos solidificados, contra lo que Albertina Carri ha llegado a llamar “memoria de supermercado” (“Esa rubia debilidad”, en línea), estas narraciones apelan a la gran tradición del arte, y del arte político experimental, del siglo XX. Dialogando con prácticas, concepciones, autores de la modernidad estética del siglo XX, estas narraciones desordenan los modos de narrar (Ana Amado 186) de géneros caracterizados por su fuerte anclaje referencial como el testimonio, el documental o la pintura de historia. Entre los ejemplos paradigmáticos de este tipo de acercamiento encontramos, a lo largo de la primera década del siglo, esas peculiares “vistas de pasado” (Beatriz Sarlo 13) que proponen Marcaccio, Carri o Pauls. Sus trabajos parten de una común apuesta por la experimentación como vía de acceso privilegiada ya a la época, ya a las narrativas memoriales que sobre aquellos años se construyen en el presente. Así, Pauls reivindica la herencia vanguardista apelando explícitamente a las categorías de desfamiliarización y distanciamiento1; Carri pone sus películas bajo la advocación de cineastas de la Nouvelle Vague y del cine político de los 60-70 como Jean-Luc Godard y Chris Marker; Marcaccio desarrolla una reflexión muy consciente sobre el lugar de la propia producción dentro del arte contemporáneo y sobre el
recurso a la abstracción en la composición de lo que denomina sus abstract based history tellings2.
Para presentar algunos de los aspectos de este modo de acercamiento al pasado argentino reciente proponemos centrar este artículo en el análisis de la composición Ezeiza paintant, que se expuso en el año 2005 en el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires (MALBA) y en la propuesta desarrollada por Alan Pauls en su tríptico sobre los primeros 70, especialmente en sus dos volúmenes iniciales, Historia del llanto e Historia del pelo, que acompañaron los debates memoriales del inicio del siglo XXI en Argentina.
Ezeiza es un paintant, monumental por su tamaño, de cuatro metros de altura por treinta de largo. Pide así un recorrido que le “lleva tiempo” al espectador y esta duración misma promueve y confirma la expectativa de una narración. Como se ha dicho más arriba, Marcaccio define sus paintants como relatos históricos basados en la abstracción (“abstract based history tellings”) y vincula especialmente Ezeiza −no sin distancia pero con menos ironía de lo que podría pensarse– con dos géneros de carácter narrativo: la pintura de historia y el reportaje investigativo. A diferencia de otros ilustres antecedentes de pinturas de masacres históricas −piénsese en La matanza de los hugonotes de François Dubois o el propio Guernica de Picasso– que congelan un instante con múltiples facetas, Ezeiza incorpora el tiempo y la transformación propios de la gran tradición de la pintura mural y el arte callejero (la estructura de friso caído del paintant mima, por ejemplo, el destino efímero del afiche).
La composición se organiza en secuencias narrativas que se dejan leer diacrónicamente y que vuelven a representar (en el sentido, aquí teatral, de la actuación) una escena que se desarrolla a medida que el espectador va recorriendo los 30 metros de su composición: la llegada de la gente y las columnas a las inmediaciones del aeropuerto, la desbandada general al estallar el tiroteo, las secuencias reiteradas una y otra vez en la televisión del palco al que se sube a los supuestos “perturbadores”, el caos y la confusión final.
Los personajes de las imágenes iniciales son los más cercanos a la figuración; están de pie y miran hacia adelante, en dirección al palco desde el que Perón hubiese tenido que hablar a la multitud reunida de no haberse producido el enfrentamiento armado. Estos personajes erguidos parecen mirar no sólo hacia adelante sino también hacia el futuro. El carácter trágico de esta marcha se pone de manifiesto en el desfase entre lo que ellos esperan, la realización del histórico
encuentro con el líder político, y lo que el espectador sabe: que se están dirigiendo hacia una histórica masacre.
Los documentos de archivo –materiales del historiador, del pintor de historia o del reportero (de guerra)– son sometidos a un doble trabajo de montaje y de transformación. En primer lugar, porque se trata, en parte, como lo señala Graciela Speranza, de un trabajo de falso documentalismo: son los familiares y amigos de Marcaccio los que han servido de modelo a esas siluetas y rostros coloridos:
Marcaccio ‘movilizó’ a familiares y amigos hasta un parque de Rosario, teatralizó escenas de la marcha en base a documentación histórica y ‘revivió’ algunas de las fotos de archivo caracterizando a los participantes (su mujer, su padre, el curador Carlos Basualdo, el crítico Reinaldo Laddaga y él mismo, entre muchos otros, como personajes de uno y otro bando (170).
Las imágenes digitalizadas ponen, por otra parte, color al blanco y negro de la televisión y la fotografía de prensa de la época, con secuencias claramente reconocibles para el espectador. El blanco y negro no desaparece, sin embargo, pero pasa a constituir un rastro ominoso y anticipatorio en la franja superior del paintant donde se lo utiliza en la representación del humo, las nubes, las figuras del palco.
Por otra parte, la manipulación de las fotografías lleva a cabo diversas operaciones: fragmenta y superpone los cuerpos de los manifestantes; los difumina o los vuelve transparentes; presenta rostros inexpresivos e impenetrables que evocan la marcha ciega de los aparecidos en el cine de horror; los acompaña con espectrales trazos pictóricos que al tiempo que subrayan el carácter dinámico de la escena, “llenan” el espacio de presencias, irrepresentables en la fotografía, que tienden a irrealizar la captura analógica de lo real en la fotografía.
Fabián Marcaccio, Ezeiza paintant (detalle), 2005.
La segunda secuencia narrativa invierte la dirección principal del movimiento de la primera. Ya no estamos frente a cuerpos que avanzan sino frente a cuerpos que huyen en dirección contraria en una desbandada generalizada. Si siluetas y escenas son perfectamente reconocibles, la misma “transparencia sucia” (Fabián Marcaccio, en línea) −parasitada por trazos, presencias, deformaciones− afecta la figuración. A la posición erguida y el paso firme de los manifestantes en la primera secuencia se contrapondrá, cada vez más, la posición agachada o a ras del suelo de los cuerpos que intentan evitar las balas. No hay en las dos primeras secuencias ni consignas ni carteles ni banderolas que identifiquen la pertenencia política de los manifestantes, salvo la bandera argentina del inicio.
Se llega así a la tercera secuencia que reproduce la conocida imagen del palco. En la franja superior de la composición, las ominosas imágenes en negro y blanco de la primera secuencia se continúan en el humo de la segunda para desembocar en un tercer movimiento, en la fotografía retocada del palco, una de las imágenes más conocidas y reproducidas de la masacre de Ezeiza, con el comandante de Gendarmería, Pedro Antonio Menta, blandiendo su arma en alto, el paraguas abierto y el hombre que es izado a la tarima.
Fabián Marcaccio, Ezeiza paintant (detalle), 2005.
Es esta misma franja superior de la composición la que anuncia el movimiento siguiente: a partir de la cuarta secuencia, en efecto, la narración se detiene para desembocar en una pintura-collage no figurativa que incorpora publicidades, textos y objetos de la época. La horizontalidad de las líneas de la franja superior del paintant se quiebra en dos paralelas oblicuas orientadas hacia abajo, al mismo tiempo que las figuras −personajes, coches, elementos del decorado− de la franja inferior se deshacen en una gran mezcla, una “sopa semiótica de pasto, signos y propagandas de la época sacudidos como en una batidora” (Marcaccio, en línea).
El conjunto de la cuarta secuencia sigue un movimiento de caída: también los postes de la luz amenazan con desplomarse. Puede trazarse, por otra parte, una diagonal que va de las líneas quebradas del palco a la cabeza herida del manifestante cuya sangre y masa encefálica se desparraman, fuera del marco del paintant, por el piso en el que pasea el espectador. Este brusco movimiento hacia abajo desemboca así en un cruce de fronteras entre el mundo representado y el mundo exterior que puede caracterizarse como una inquietante metalepsis pictórica por la cual el pasado se desborda hacia el presente. A esto hay que añadir, por otra parte, el derrumbe literal y material del paintant en la quinta secuencia, que toma la forma de un friso caído en el que, nuevamente, los materiales se desparraman por el suelo de la terraza.
Caída, derrumbe, desmoronamiento, disolución. ¿Cómo nombrar estas operaciones sin interpretarlas a través del propio acto de nominación? ¿Cómo renunciar, por otra parte, a interpretar? Lo que se puede constatar sin excesos hermenéuticos es que a la caída de los cuerpos corresponde el fin de la figuración o más bien a una suerte de des-figuración que puede, como lo propone Speranza, ser calificada de entrópica: afloramiento de “restos desechables de la masacre” (171). No se consigue cerrar la trama narrativa sino como mezcolanza de elementos. Se trata de elementos significantes por cierto, dado que estamos ante una sopa “semiótica”, pero que ya no procuran esa inteligibilidad que la Poética aristotélica atribuía al arte de fabricar fábulas o muthos.
Ahora bien, ¿el abandono de la representación figurativa mima el impacto, la radical experiencia del shock definida por Walter Benjamin, que hace entrar en crisis la narración? Esta hipótesis reactualizaría la tan mentada frase de Theodor Adorno sobre la imposibilidad de la poesía después de Auschwitz, entendida aquí como poiesis mimética, en todo caso. Esta es una de las líneas de lectura que el paintant abre, sin dudas.
Pero habríamos avanzado poco en el análisis de la apuesta de este trabajo plástico si nos limitáramos a dejar sentado que la violencia del acontecimiento genera el fracaso –que la abstracción y la técnica del collage vendrían a poner de manifiesto– de la construcción de tramas narrativas dadoras de inteligibilidad; o si diéramos por sentado que este fracaso entronca con la dificultad para acceder una simbolización capaz de hacer pasar de una vez ese pasado que no termina de pasar una y otra vez.
La inmediatez de la relación entre el arte no figurativo y la supuesta inenarrabilidad del acontecimiento histórico definido como “traumático” no es, sin embargo, una evidencia. En “Sentido y figuras de la historia”, un ensayo dedicado, precisamente, a la pintura de historia en cuyo girón Marcaccio sitúa al paintant Ezeiza, Jacques Rancière reflexiona:
Sería demasiado simple […] asimilar dos movimientos: el que aleja el arte de la representación y el que hace de la Historia la potencia devastadora, que encuentra en los campos de nuestro siglo su punto culminante. A la sombra de una expresión precipitada de Adorno, el horror irrepresentable de los campos y el rigor antirrepresentativo del arte moderno celebran con excesiva facilidad unas nupcias retrospectivas: ‘Lo que no puede verse’, sería imposible o ilegitimo mostrarlo. Pero la consecuencia es falsa: ‘No se puede mirar’, escribe Goya en uno de sus dibujos. Pero no por eso deja de fijar la vista en él. Porque lo propio de la pintura es ver y hacer ver lo que no se deja ver (65-66).
Efectivamente, en esta peculiar versión de la pintura de historia, la exclusión entre lo figurativo y lo no figurativo no es pertinente: en tanto “relato histórico basado en la abstracción”4, Ezeiza paintant trabaja con ambos regímenes. Pero los pone en relación y es la relación misma lo que hay que interrogar en esta composición porque hay en ella algo de tensión y algo de com-posición también: “la inestabilidad del compuesto alienta toda una serie de tensiones insidiosamente irresueltas. Ni figurativa, ni abstracta, ni expresiva ni conceptual, ni consagrada a la pequeña ni a la gran escala” (Speranza 171).
Transformando el régimen mimético en un régimen alegórico, la “sopa semiótica” termina, es cierto, y bruscamente, con la inteligibilidad que procuraban el recorrido visual de las imágenes conocidas. No se limita por ello a alegorizar el caos a través de la des-figuración, o a anunciar la amenaza de disolución y la presencia ominosa de la muerte. Hay que leer lo alegórico en sus diversos planos.
Fabián Marcaccio, Ezeiza paintant (detalle), 2005
Conocemos, gracias a Walter Benjamin, el vínculo que une alegoría y duelo en el drama barroco alemán. Y el paintant de Marcaccio no se priva de la alusión colocando en medio de su paisaje entrópico una figura que evoca un casco blanco. Símil o metonimia de la calavera, este detalle trae al siglo XXI el memento mori de la pintura barroca.
Ahora bien, como recuerda Idelberg Avelar retomando a Benjamin y a Benedetto Croce, la alegoría no se vincula sólo con el duelo sino también con lo críptico: “Croce […] capta un componente fundamental del problema: las relaciones entre alegoría y cripta. En sus orígenes, en la iconografía medieval y en los libros de emblemas barrocos, la alegoría toma la forma de una relación entre una imagen y una leyenda” (7).
La “sopa semiótica” del paintant de Marcaccio no se limita entonces a des-figurar y constatar un fracaso de la mímesis o una imposibilidad de la diégesis sino que opera, precisamente, un activo procedimiento de cifrado o encriptamiento. Entre sus componentes hay textos, fotos y objetos de la época que son vectores de significancia, aunque su articulación en un relato dador de coherencia quede sustraída a los ojos del espectador. Lo que se pone en jaque, precisamente, es la familiaridad del relato y de las imágenes que se han venido componiendo en las secuencias anteriores: el reconocimiento especular, el recuerdo de las fotografías de prensa y las imágenes televisadas una y otra vez, el recorrido de lo consabido. Estas imágenes se ponen en jaque a la vez que se refuerzan; son el suelo posibilitador desde donde la obra despega, aquello que la constituye aún en esta reconstrucción extrañada5.
Este trabajo de distanciamiento no es ajeno a una reflexión sobre la potencia de lo críptico: “La inscripción escrita operaría, protobrechtianamente, –prosigue en este sentido Avelar– impidiendo que la imagen se congele como forma naturalizada, a menudo proponiendo un enigma que vaciaría cualquier posibilidad de una lectura ingenuamente especular de la imagen” (Avelar 6). Las palabras del crítico cobran aquí todo su peso: ¿qué le pide este “encriptamiento” al espectador? No le pide que recorra un dispositivo narrativo en el cual un comienzo enigmático se resuelve, un jeroglífico se descifra, una incógnita se despeja con los metódicos pasos del detective, lingüista, el matemático o el historiador. El recorrido que se busca en el espectador es justamente el inverso. La pintura de historia cumple menos aquí el papel de explicar o echar luz, atestar o transmitir −algo que nuestra cultura de la imagen hace profusamente– que el de volver enigmático lo evidente. Trabaja experimentalmente la imagen hasta desembocar en una pintura, por así decirlo, escritural.
Marcaccio ha definido sus composiciones como “action-painting para el observador” (en línea). La obra o manifestación cuenta con esta actividad desde su concepción misma. Unas palabras del artista plástico sobre Ezeiza paintant ponen de manifiesto esta expectativa que él integra en la composición: “El espectador, como las víctimas, –afirma Marcaccio– entra con su mirada alta y segura en celebración. Terminando cuerpo a tierra, con sus miradas agazapadas tratando de esquivar las balas” (en línea). La reactuación de la escena pone al espectador en una situación de “action-painting” (Marcaccio, en línea), de productor. Pero la reactuación sabotea aquí el régimen de la identificación o de empatía que suscita lo compasional, que es imaginario en resumidas cuentas, puesto que pasa por la identificación especular con una imagen que está, irreductiblemente, enfrente. La reactuación fabrica pasado desde otro lugar: supone conocer con el cuerpo y convoca otra acepción, dicho sea entre paréntesis, del verbo experimentar. La composición pide que se la descifre o por lo menos que no se crea reconocer “a simple vista” las sempiternas imágenes que guardamos en nuestro archivo mediático mental. Produce un descolocamiento y una incomodidad, del cuerpo –a tierra– y de la mente, en lugar de una confirmación. A medida que van avanzando, los espectadores recorren un camino análogo al de los participantes en la manifestación, el que lleva de la seguridad de lo familiar a la pura y simple dificultad para distinguir, reconocer o entender lo que está sucediendo.
Por eso la estructura de friso caído señala menos una imposibilidad expresiva del arte figurativo que una exigencia de este nuevo formato de la pintura de historia6 que deja de estar ahí para ilustrar, enseñar, proponer un ejemplo. El proceso de encriptamiento tiene así una doble función: al mismo tiempo que la cripta es, en resumidas cuentas, un monumento memorial en el que inscribir un epitafio a las víctimas de la masacre de Ezeiza, desordena los relatos de la memoria recibida renovando, en consonancia con el gran arte del último siglo, el lugar de la pintura de historia en la historia del arte. La memoria conmemorativa o ritualizada pide así convertirse en trabajo.
Escalas y enfoques en las Historias de Alan Pauls
Si Ezeiza entra a la época a través de uno de sus episodios emblemáticos, las historias mínimas narradas en el tríptico de Alan Pauls buscan captar algo de su especificidad por caminos más indirectos. Estas novelas conversan con la microhistoria, a cuyos objetos aluden sus títulos no desprovistos de ironía. Y lo hacen jugando con uno de los postulados fundamentales de esta corriente de la narración historiográfica: la reducción de escala. Enfocando ya lo cotidiano ya el hecho excepcional pero menor, la microhistoria apunta, en efecto, a volver visibles relaciones o zonas que las fuentes de una historia “evenemencial” o fáctica no permitirían ver. Se entiende, de este modo, por qué Pauls considera el llanto, el pelo y el dinero como yacimientos, desde un punto de vista historiográfico (“Se busca un lector incómodo”, en línea), a partir de los cuales entrar en la época. La reducción de escala le permite al narrador de ambas novelas postular de entrada la dimensión política tanto de lo íntimo o privado como de lo público e, incluso, para decirlo con un término que vuelve en Historia del llanto, su reversibilidad.
Pero acompañando esta primera operación, la desfamiliarización de los relatos sobre el pasado pasa también por la elección de enfoques a primera vista inapropiados o frívolos para volver la vista a una época precisamente muy densa. En el caso de Historia del llanto, se adopta la perspectiva de un testigo ocular en principio insignificante, el niño o el lector adolescente, para contar grandes hechos de la década como la acción de grupos político-militares en Argentina o la caída de Salvador Allende en Chile. En Historia del pelo, por su parte, opera una suerte de zoom sobre un detalle del “fresco de época” de los 70, el pelo, cuyo crecimiento hiperbólico o delirante ocupa por entero el espacio narrativo como ocupa los pensamientos de su protagonista.
A estas operaciones de reducción de escala y variaciones de enfoque se suman en Historia del llanto otras dos. En primer lugar, la irrealidad que afecta al conjunto de lo narrado difumina las demarcaciones precisas entre lo factual y lo ficcional (del relato del sueño, el recuerdo infantil, el guión del fantasma): el testigo ocular percibe o recuerda hechos insignificantes para la historia pero lo hace además de manera borrosa o afectada enteramente por la ficcionalidad. En esta novela de prosa autoconsciente, el narrador afirma: “El, la ficción la usa […] para mantener lo real a distancia, para interponer algo entre él y lo real, algo de otro orden, algo, si es posible, que sea en sí mismo otro orden” (73).
La exhibición de los procedimientos de construcción del relato, rasgo mayor de las estéticas de filiación vanguardista, constituye, en segundo lugar, un punto de apoyo desde el cual discutir el efecto de presencia y atestación que subtiende el testimonio en primera persona (ver supra). Ambos aspectos conectan las novelas de Pauls con los trabajos de Marcaccio o el cine de Albertina Carri. Se trata de un vínculo que el escritor asume, por otra parte, tanto en sus entrevistas como en sus novelas.
Historia del llanto recurre, en efecto, a dos citas pictóricas que, situadas en lugares estratégicos del texto o el paratexto, proponen definiciones metaficcionales de la propia poética. La primera es la ilustración de tapa que acompaña al título de la novela interpretándolo y generando una expectativa de lectura. Se trata, precisamente, de un detalle de Ezeiza paintant que corresponde a la secuencia de la huida. El trabajo pictórico ha convertido las fotografías de los manifestantes en figuras espectrales y fragmentarias que remiten menos al registro o la certificación de un real ocurrido, propias de la narración factual, que a su reelaboración como sueño o rememoración. Algo semejante propone Pauls cuando retoma el término borgeano “afantasmar” para caracterizar su tratamiento narrativo de las historias del pasado reciente.
Este procedimiento se manifiesta claramente en la secuencia del sueño que el vecino militar le ha contado al protagonista: se trata de una reescritura parcial del comunicado de Montoneros publicado en La causa peronista el 3 de septiembre de 1974, en el que se narran las circunstancias del secuestro y la ejecución de Aramburu. El narrador presenta este relato –única pieza documental reconocible de la novela– alternando la primera persona del singular y del plural. Es el único momento en el que se produce un cambio de focalización narrativa y aparece un narrador interno cuyo discurso está entrecomillado:
Pasaba en el futuro. Éramos cuatro, yo con una peluca rubia y tres compañeros, todos de uniforme. Insignias, gorras, pantalones, medias, toda la ropa la habíamos comprado en una sastrería militar. Íbamos a secuestrar a un famoso fusilador del ejército para juzgarlo. El plan era ir a su casa a ofrecerle custodia y llevárnoslo, y si se resistía matarlo ahí mismo. Subíamos, era un octavo piso, nos atendía la mujer y nos ofrecía café mientras esperábamos que el tipo terminara de bañarse. Al fin aparecía y tomaba café con nosotros mientras le hacíamos la oferta de la custodia. Después de un rato nos parábamos, desenfierrábamos y le decíamos: “Mi general, usted viene con nosotros” (112).
La inversión entre el onirismo de la narración del recuerdo del niño y la sequedad documental del relato del sueño es una de las manifestaciones de este procedimiento recurrente. El espacio, incluso, se desdobla, pero invertido entre el departamento del protagonista y el del vecino militar, donde “todo lo que él encuentra allí repetido lo encuentra al revés, dispuesto en sentido inverso” (108). De la misma manera, si la penumbra del departamento difumina los contornos de las cosas “perdiéndolos en la confusión que tarde o temprano lo invade todo” (109), nada es confuso en el sueño cuya claridad meridiana permite, incluso, citar textualmente las palabras del general. La delimitación entre lo visto, lo recordado, lo soñado, lo deseado es incierta. El personaje no sabe si la escena del vómito al salir del ascensor ha sucedido o si la ha inventado. O, inversamente, ve lo que no puede ver: la figura de la madre que, lo sabe, ya se ha ido: “le parece verla de nuevo, a la vez en el pasado inmediato y en el presente […] Ve lo que no ha visto, lo que ha sucedido a sus espaldas, lo que quizá no ha sucedido nunca” (104).
La segunda cita pictórica ya no es iconográfica sino textual. Aparece en la secuencia en la que el personaje descubre la identidad del vecino militar, que no es otro que la comandante Silvia, cuyo cadáver ha visto fotografiado en La causa peronista. Para confirmar la importancia de esta cita hay que señalar que, aunque esta novela desarticule en más de un aspecto el armado clásico de la trama, la anagnórisis abrirá, aquí también, la puerta al desenlace ya que, gracias al reconocimiento, el personaje obtiene, al fin, la prueba de la veracidad de sus recuerdos, que es lo que intenta vanamente comunicar a su madre en el fragmento final. ¿Pero qué dice esta cita verbal del cuadro The Nigthmare (1791) de Johan Heinrich Füssli?7 El texto propone una comparación entre el narrador y la durmiente, por un lado, entre el súcubo y la fotografía de la cara de la muerta, por otro:
No vuelve a ver la cara de la comandante Silvia hasta mucho más tarde, en la cama, cuando el golpe de una llave contra una morsa hace estallar el sueño sin imágenes en el que flota. Se despierta y la ve de un modo brutal, imposible, como si la durmiente del cuadro de Füssli se incorporara de golpe y pudiera ver el rostro bestial del súcubo contemplándola entre los dos paños de cortinado, y reconoce en ella al vecino de Ortega y Gasset, el militar, el abusador que le ha cantado al oído, le ha dado asilo, ha leído en los hollejos de sus dedos el secreto de su dolor, ha soplado dormido su propio bigote, el bigote falso que eligió llevar durante meses para, como dice La causa peronista, entrenarse, prófuga de la justicia, en el arte de vivir clandestina en campo enemigo, el más difícil y elevado en el que puede aventurarse el combatiente revolucionario. Descubre al mismo tiempo quién es y que ha muerto (123).
Es el narrador, ahora, el que aparece asimilado a una figura femenina mientras que la muerta vuelve para sorprenderlo bajo la figura demoníaca del súcubo (que sustituye en el relato al íncubo de la tela de Füssli). Si vamos de la cita novelada del cuadro a la tela del pintor, vemos que esta utiliza, por otra parte, un procedimiento que no es ajeno a las operaciones narrativas de Pauls: la tela representa una joven dormida y, sentado sobre ella, un íncubo que en una de las versiones del cuadro −la que el narrador parece recordar− mira a la joven durmiente mientras una cabeza de caballo (para algunos un retruécano pictórico ya que “mare”, yegua, es parte del sustantivo “nigthmare”) se asoma entre dos paños de cortinado. Lo que interesa en la tela es que el plano de lo soñado −el íncubo y el caballo− no se distingue del plano del soñador: aunque el tratamiento cromático podría ayudar a diferenciarlos gracias a la utilización del claroscuro, el pintor parece haber incluido en un mismo plano al soñador y el contenido de su sueño.
Inversiones e indistinción entre recuerdo verdadero y recuerdo falso, tratamiento documental del sueño y onírico del documento, confusión en la percepción afectan el conjunto de la narración en Historia del llanto. Y es que no sólo el testigo ocular no es pertinente −no “vive” su época, no le es contemporáneo, como él mismo se lamenta− sino que tampoco su visión es fiable, unívoca o meramente coherente: la memoria está a cargo de un sujeto escindido. El discurso interior del personaje –traspuesto por el narrador en tercera persona– está emparentado con el relato onírico, tal como este se emparenta con el del recuerdo infantil o con el del paciente en situación de asociación.
La mirada desajustada del testigo ocular impertinente, que es también la mirada que introduce lo pictórico, permite iluminar desde otro lugar el personaje de vecino militar/comandante Silvia: no el del tono épico que el fragmento citado reescribe sometiendo a una estilización paródica. A la estampa del exemplum, que invita a la imitación o a la meditación, esta novela le contrapone la cotidianeidad. La historia se cruza en el camino del protagonista en la intimidad de las tardes compartidas con el “vecino militar” durante las cuales ve llorar a la comandante Silvia ante las imágenes televisadas del entierro de un militante, descubre su revólver, se percata del disfraz imperfecto, sospecha ocupación clandestina y parcial del departamento, experimenta la compasión y el consuelo que le brinda.
Además de aportar esta perspectiva de la vida cotidiana en la clandestinidad como elemento de contraste con el relato épico de la necrológica, el recuerdo infantil convierte al ambiguo vecino, erotizado en su denominación de vecino “abusador”, en un doble invertido de la madre: una abandona, está ausente o deprimida, “muerta en vida” en manos de los “reanimadores profesionales” (25); la otra muere efectivamente pero, estando viva, actúa, consuela, arrulla o sabe leer el dolor en los hollejos de los dedos (123).
Esta doble figura materna reúne a los adultos en una sola mirada que acerca y contrapone al mismo tiempo. No hay adultos fiables en el relato del recuerdo de este niño, pero no todos reciben el mismo tratamiento: si el vecino militar engaña con su uniforme y su bigote postizo, sabe en cambio intervenir en el accidente del ventanal, entender el dolor, consolar o cuidar. Por el contrario, los padres están demasiado lejos o demasiado cerca, nunca a una distancia apropiada. Se encuentran sumergidos en su propio malestar, en la crisis de modelos familiares y amorosos heredados o en goces ambiguos que desamparan al niño: el protagonista se escapa de su padre; su madre lo deja solo en el pasillo a oscuras, esperando que la puerta del vecino se abra. Esta es una de las maneras en que la novela reúne y contrasta −a partir de la mirada infantil− la militancia radicalizada de los grupos armados, la transformación de modelos sociales o la moral sexual de la época.
Como en la adaptación cinematográfica que Ang Lee hace de la novela The Ice storm (1994) de Rick Moody, niños, adolescentes y adultos patinan constantemente en esta novela, siempre al borde de la ruptura o la caída estrepitosa. A los acontecimientos resignificados como traumáticos, vinculados a la serie política, a saber, la muerte de la comandante Silvia o la caída del gobierno de Salvador Allende, corresponden las catástrofes infantiles del accidente con el vidrio y el vómito pero también los derrumbes amorosos de la madre y las humillaciones narcisistas del padre. El protagonista niño es particularmente sensible a esta pasión de sus héroes: superhéroes de historietas, combatientes épicos pero también todos esos adultos desamparados que se le acercan a confiarle su malestar. Si algún aprendizaje se lleva a cabo en esta novela de educación es que los adultos, como los héroes favoritos, desfallecen, tomado este verbo en su doble acepción, moderna y arcaica, de perder las fuerzas pero también de faltar.
Poniendo a distancia las dos fuentes que legitiman la veracidad del testimonio anunciado en el subtítulo −la visión y la presencia− Historia del llanto exhibe, por otra parte, los mecanismos de la construcción de este tipo de relatos. Por eso renuncia a la inmediatez de la primera persona que caracteriza al género para preferir el recurso al monólogo narrativizado. El narrador en tercera persona muestra el trabajo de montaje de las secuencias narrativas a través del uso de corchetes que señalan la discontinuidad en el flujo del monólogo, la fragmentación y, de manera general, la disposición o la orquestación del material por una instancia discreta pero no invisible.
Otra de las formas en que se pone de manifiesto el artificio en la construcción del relato es la expansión hiperbólica del detalle. Si la época, el siglo, la década convocan a menudo un mundo completo y articulado8, las Historias de Alan Pauls se distancian de esta voluntad de representación de una totalidad para componer una suerte de anti-fresco. La entrada que se elige para la época se basa en el privilegio dado al detalle, la fragmentación y el aislamiento de una totalidad como rasgo propio del arte contemporáneo, en sus obras, actos o manifestaciones llamadas alternativamente inorgánicas, alegóricas o postauráticas.
Historia del pelo lleva a cabo esta operación de manera muy clara. De “los 70” aísla de manera experimental, por así decirlo, un elemento que crece hasta saturar el espacio narrativo y desplegar en el sintagma todas sus facetas: pelo, cabellera dorada, pelo perdido, símbolo político (Black Panters, Angela Davis), desecho orgánico, peluca reliquia, peluca ofrenda del propio pelo del protagonista, pelo prótesis o peluca “verdadera”. El detalle, a su vez, será un hilo conductor que migra, se independiza, se expande: la peluca reliquia de Norma Arrostito de Historia del pelo (185-186) funciona como cita del comunicado de Montoneros sobre el secuestro de Aramburu reescrito a la manera de un sueño en Historia del llanto y también como cita de Los rubios y de su proliferación de pelucas rubias Pauls (“El diablo en el pelo”, en línea). Este procedimiento se hace patente en la ilustración de tapa de la novela: si un detalle Ezeiza paintant inauguraba la lectura de Historia del llanto, el segundo volumen de la trilogía apela a una escultura, Crossingover, de Patrick Dougherty. Instalada en el espacio de un hall o de un salón y una escalera, la desmesurada escultura invade el espacio, semejante a una peluca o nido vacío de todo contenido o rostro que lo soporte.
Hay que señalar, por último, que estas operaciones que reducen escalas, afantasman la representación o amplían desmesuradamente el detalle producen, a su vez, un efecto de distancia en el lector. En estas novelas prima la búsqueda de conocimiento, de reflexión o de elucidación por sobre la búsqueda de empatía. Historia del llanto convierte la lectura identificatoria en objeto de reflexión metanarrativa. Más que hacer llorar, en efecto, la novela reflexiona profusamente sobre el llanto, sobre los efectos y el poder de los relatos en la sensibilidad de quien los escucha o lee: el veneno vertido en el oído por los adultos que se confiesan ante el protagonista o que simplemente lo agreden, como el oligarca torturado, el efecto que produce el ver llorar (el padre) o el hacer llorar (a la novia chilena); la ausencia de efectos también (el protagonista no logra llorar ante las imágenes de la caída de Allende y envidia las lágrimas de su amigo).
Historia del llanto describe también el goce ambiguo −la palabra que lo califica, “ardor”, pertenece tanto al campo léxico del amor como al del dolor− que el relato y las imágenes de la pasión de los héroes suscita en el protagonista. Con igual fascinación contempla a Superman vencido por la kriptonita en sus historietas, lee la historia de Hércules abrasado por la túnica envenenada de Neso en la enciclopedia Lo sé todo (118-119) y más tarde, siendo ya un adolescente, busca las necrológicas de los jóvenes mártires caídos de la Revolución en La causa peronista. Los efectos de esta lectura sumergen al protagonista en el “horno malsano y voluptuoso en el que empieza a consumirse” donde él quisiera “que leer fuera lo único que ocupara todo el espacio del presente, que todas las cosas que suceden en el planeta en un mismo punto del tiempo fueran de algún modo tragadas al unísono por la acción de leer” (121). A través de esta tematización de la lectura (com)pasional que reactiva figuras cristalizadas del heroísmo, las novelas de Pauls marcan, como lo hiciera en su momento Los rubios de Albertina Carri, su gesto voluntaria y sostenidamente brechtiano de distanciamiento.
Ezeiza paintant y las novelas de Alan Pauls que acabamos de analizar forman parte, decíamos al iniciar este artículo, de un corpus que se recorta dentro de la vasta producción artística, cinematográfica y literaria sobre los primeros años de la década de 1970. Lejos de constituir una evidencia, la época se vuelve un objeto problemático: una incógnita por despejar, un vacío que rodear, una hipótesis. El acceso a “los 70” está mediado por restos iconográficos, documentales, discursivos, que interfieren irremediablemente su aprehensión del pasado.
Por otra parte, y a contrapelo del “boom de la memoria” (Huyssen 17) o de aquella “memoria de supermercado” que deploraba Albertina Carri (“Esa rubia debilidad”, en línea), el foco está menos puesto aquí en el pasado mismo que en los usos políticos y estéticos de ese pasado en las narraciones memoriales de su presente: el distanciamiento y la desfamilizarización son herramientas tomadas de la tradición del arte experimental del siglo XX, aliadas de un combate contra realismos tardíos o con el recurso a la “imaginación melodramática” (Brooks).
Refiriéndose precisamente a la experimentación como modo privilegiado de irrupción de lo nuevo en el arte contemporáneo, Theodor Adorno recordaba dos de sus principales momentos o inflexiones. Si hasta los años 30 −afirmaba− el término había designado “el intento filtrado por la consciencia crítica en oposición a la repetición irreflexiva” (57), se añadió más tarde “la idea de que las obras de arte deben tener unos rasgos no previstos en su proceso de producción, que el artista debe ser sorprendido por sus propias obras” (57).
Estas dos facetas están presentes, de uno u otro modo, en las producciones de Marcaccio y Pauls. Son perceptibles en las apuestas de la prosa del novelista, en la que la voluntad de desmontar géneros (el testimonio) y discursos (el discurso progresista de la inmediata postdictadura) es visible en el despliegue de los procedimientos formales: la fragmentación, el montaje, la expansión del detalle son algunos de ellos. En cuanto a Ezeiza, el trabajo con fotografías de archivo digitalizadas, el collage de objetos y textos de la época, la descomposición de lo figurativo, la transformación de la foto por la pintura o el agregado de elementos escultóricos, aspiran por sí mismos a considerar la época desde un ángulo renovado, a producir una comprensión que no está basada, precisamente, en los sentidos construidos por los relatos de los medios. Y esto es algo que el artista reivindica para sus composiciones:
Cuando el dominio indicial de la fotografía −afirma− se ve fuertemente alterado por medios digitales, una narración de la historia arraigada en la abstracción es capaz de proporcionar una crónica analítica alternativa frente a los ataques permanentes y absurdos de la imagen en la arena de los medios” (Marcaccio, en línea; la traducción es nuestra).
Vemos así que la vocación heurística reclamada por el acercamiento al pasado reciente por el camino del distanciamiento y la desfamiliarización no es ajena a una voluntad de intervención en los debates del ágora. Concebidas en la primera década del 2000, las novelas y la composición plástica que aquí se han estudiado coinciden con un momento singular de la construcción de la memoria sobre la historia argentina reciente. Durante los primeros años de la postdictadura, “los 70” quedan relativamente silenciados en el marco de una narrativa memorial en la que domina el paradigma humanitario y la centralidad de la figura de las víctimas del terror de Estado, una centralidad que subsume la dimensión militante, y sobre todo la participación en la lucha armada, de muchas de entre ellas. A partir de los años 1990, en cambio, la visibilidad de esta dimensión militante se manifiesta tanto en la producción testimonial de los sobrevivientes como la producción creciente de la generación de los hijos. Frente a visiones relativamente mitificadas de la militancias radicales de los sesenta-setenta, diversas voces alertan sobre los riesgos de una cristalización de aquella experiencia política plural, piden “el atravesamiento de los mitos que forjaron la memoria de la izquierda” (Scavino en Blas de Santos 13), consideran que al ser aprehendido como mito, el pasado “no puede descomponerse ni analizarse” (Longoni 26) y entienden que la “repetición puntual de un mismo relato, sin variación, a lo largo de los años, puede representar no el triunfo de la memoria, sino su derrota” (Calveiro 11).
Las producciones novelescas y plásticas de Alan Pauls y Fabián Marcaccio contribuyen a esta empresa. No están solas, como se decía al comienzo de este artículo, forman parte de un conjunto más vasto en el que encontramos los trabajos de Albertina Carri, Jonathan Perel o Martín Kohan. A partir de otras operaciones y estrategias narrativas, Carlos Gamerro, Daniel Guebel, Rubén Mira o Federico Lorenz trabajan a su vez sobre la materia misma de los mitos, íconos y consignas de la narración política revolucionaria y desmontan a través de la farsa, el grotesco, la ucronía o la distopía ciber-punk, lemas como “la vida por Perón” o “seremos como el Che”. Contribuyen desde la literatura, también, a una experiencia de exploración de una lógica política9.
Dentro de esta zona de la producción cultural de la primera década de los 2000 que se acerca a los 70 desde la perspectiva de un atravesamiento de sus mitos, las obras de Alan Pauls y Fabián Marcaccio presentan una singularidad que este artículo se ha propuesto destacar: hacen dialogar las artes plásticas y la historia a partir de un principio según el cual “para ver las cosas, debemos mirarlas ante todo como si estuvieran totalmente desprovistas de sentido, como adivinanzas” (Ginzburg 21, la traducción es nuestra).
Notas
1 Pauls ha hablado, en efecto, de esta filiación de sus dos novelas: “Soy una especie de brechtiano militante −afirma en una entrevista realizada por Jorgelina Núñez− porque sigo pensando que producir distancia es producir pensamiento, posición, inspiración, es promover una cierta invención en el otro” (2010). Y también: “Es la gran lección de las vanguardias del siglo XX: sólo se puede empezar a mirar algo o a contarlo si uno vuelve extraño lo que ve, lo familiar (2010)”.
2 Cfr. entrevista a Fabian Marcaccio in Paintant Corporation (2013).
3 Pueden verse las distintas secuencias del paintant en la página oficial del artista, Paintant corporation, disponible en Paintant corporation, http://paintantscorporation.com/site/, consultado el 13/8/2016.
4 Sobre esta definición, veáse el inicio del apartado 1.
5 Agradezco esta última observación al referato anónimo del artículo.
6 Comentando el régimen de reactuación en Shoah de Claude Lanzmann, Jacques Rancière reflexiona: “el problema no reside en desterrar toda forma de representación sino en saber qué modos de figuración son posibles y, entre ellos, qué lugar puede ocupar la mímesis directa. Por eso Claude Lanzmann, que no ha representado ningún espectáculo de horror, hizo que los testigos repitieran ciertos gestos que marcan precisamente el devenir inhumano de lo humano: le pidió al peluquero que mimara el último rapado, al antiguo adolescente “judío de trabajo”, que cantara de nuevo, en una barca semejante a la de ayer, la canción nostálgica que les gustaba a los verdugos” (2012: 49).Encontramos aquí el régimen de la reactuación ˗no ya pedido al espectador, como en Ezeiza paintant, sino a los testigos de la Shoah. Su función es la de reactivar una percepción que las versiones acuñadas con el paso del tiempo habían obturado.
7 El cuadro tiene una primera versión de 1781. En ella el íncubo mira al espectador del cuadro y no a la durmiente. Esto nos lleva a pensar que el narrador se refiere a una de sus versiones posteriores, fechada entre 1790 y 1791, en la que el súcubo mira a la joven mientras la cabeza de caballo asoma entre las cortinas.
8 La Voluntad de Eduardo Anguita y Martín Caparrós puede considerarse, a diferencia de la propuesta de Alan Pauls, como el gran fresco de época que no se contenta con recoger lo que pasaba en las vidas del grupo de militantes sino que señala lo que pasaba en la cultura, en la moda, en el cine, en los medios, en el lenguaje. El gesto de Pauls es simétricamente opuesto a la monumentalidad de los tomos que componen esta historia de la militancia revolucionaria en Argentina.
9 Sobre este punto puede consultarse el artículo “Mitos, íconos y consignas de la militancia revolucionaria en la narrativa argentina del siglo XXI” (González, 61-86).
Referencias bibliográficas
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Fecha de recepción: 22/12/2015
Fecha de aceptación: 20/12/2016