DOI: http://dx.doi.org/10.19137/anclajes-2016-2026
RESEÑAS
Luis Contreras Villamayor nació en la localidad bonaerense de Lobos en 1876 y murió en la ciudad de Buenos Aires en 1961. Se ganó el apodo de “Gaucho” entre los amigos debido a que fue tropero en su juventud; trabajó también, entre otras muchas profesiones, como marino, comisario, administrador de la Asistencia Pública y, sobre todo, guardiacárcel. Autodidacta, supo escribir para la prensa escrita de gran tirada como el célebre Crítica y la revista Sherlock Holmes; en tales medios dio a conocer buena parte de sus textos y obsesiones. En 1914, por ejemplo, se sucedieron en el mencionado diario las sucesivas entregas de Los lunfardos. Psicología de los delincuentes profesionales. Modalidades y características que presenta el delito en la metrópoli, las cuales al parecer fueron concebidas para su reunión posterior en un volumen único, aunque nunca alcanzaron tal forma.
Sus libros, por lo tanto, se reducen a dos únicos títulos, el ensayo El lenguaje del bajo fondo y La muerte del Pibe Oscar.
Bajo el seudónimo de Canero Viejo, los primeros capítulos de la novela lunfarda La muerte del Pibe Oscar ocuparon las páginas de Sherlock Holmes durante 1913. Si bien no hay exactitud acerca de las fechas, el relato completo vio la luz como un volumen único hacia 1926, pero apenas sobrevivieron unos pocos ejemplares puesto que la edición casi completa fue destruida por un incendio en los talleres en los que fuera compuesta. Así, durante décadas se convirtió en una referencia perdida en algunas bibliografías de los especialistas, una ansiada pieza de colección y, a la vez, una leyenda escondida. Ahora, gracias al legado de José Gobello, el trabajo
de su comentarista y editor, Oscar Conde, y el soporte institucional de la Universidad Pedagógica, finalmente quienes quieran pueden acceder a la lectura de este escrito mítico.
La muerte del Pibe Oscar (célebre escrushiante) ocupa un lugar especial dentro del género de la literatura lunfardesca. A partir de la mención de investigaciones anteriores, en su prólogo Conde ya da por saldado el debate acerca del origen carcelario y delictivo del lunfardo; no es así, afirma, no se trata de un tecnolecto que se utilizó con el supuesto objetivo de un encriptamiento de los mensajes, sino de un rico vocabulario que, desde sus orígenes rioplatenses, siempre tuvo un extendido uso popular. Ofrece, en cambio, un fértil y sabroso puchero de italianismos, galicismos, españolismos, anglicismos, lusismos, brasileñismos, africanismos, más voces de las lenguas originarias americanas, como el quichua, el guaraní y el araucano. El lunfardo alcanzó sus brillos estéticos a través de las letras de tango, el sainete y otros tipos de representaciones teatrales, el cuadro de costumbres y el periodismo en la primera mitad del siglo veinte, hasta rozar las aguafuertes de Roberto Arlt, las viñetas de Last Reason y los poemas canyengues de Nicolás Olivari.
Vale la pena subrayar aquí que, si bien la novela de Villamayor se ubica en el centro de la tradición de un cierto tipo artístico popular bien delimitado, por otra parte su año de edición coincide con el de El juguete rabioso, El tamaño de mi esperanza, Don Segundo Sombra, El violín del diablo y La musa de la mala pata, además de la difusión de los primeros tangos de Enrique Santos Discépolo y Homero Manzi, “Qué vachaché” y “Viejo ciego”, respectivamente. Es decir que el desafío para historiadores y críticos resulta también de integrar la obra en un cuadro mayor, el del sistema literario y cultural argentino de su época.
El cuidado volumen que presenta Conde (miembro de número de la Academia Porteña del Lunfardo, además de profesor e investigador universitario) suma los treinta y dos capítulos del relato original acompañado por 1.243 notas al pie de página, aclaratorias del léxico lunfardo, una introducción al autor y su obra, una completa bibliografía específica, fotos del escritor, facsímiles e imágenes complementarias, un glosario de lunfardismos y argentinismos, un apéndice con otros escritos de Villamayor (media docena de secciones que incluyen, entre otros, los párrafos de apertura de “Pibes y canillitas” -capítulo inicial de Los lunfardos- y la versión de los primeros apartados de La muerte del Pibe Oscar según aparecieron en las páginas de Sherlock Holmes).
Queda para la discusión de los lectores si La muerte del Pibe Oscar es verdaderamente una novela. El punto se debe al carácter “de tesis”, pedagógico, que Villamayor le imprime a su escrito, y que lo alejan (y por momentos mucho) del relato de fantasía. Es evidente que la inspiración de Villamayor parte de sus experiencias personales en las cárceles y que sus preocupaciones alientan un afán reformista que busca intervenir en el debate acerca de los modos de funcionamiento el sistema penitenciario, sus objetivos en cuanto al tratamiento y la búsqueda de la reinserción de los presos, una visión humanitaria del castigo. Esta intencionalidad es explícita y manifiesta ya en la frase que abre el texto: “A propósito de lo que hemos hablado en “Pibes y canillitas” refiriéndonos a la forma como se corrompe la “purretada” en nuestra metrópoli, en especial aquella que es formada por hijos de gente obrera, vamos a dar algunos datos biográficos...” (63).
En ese sentido, el volumen reproduce una carta de salutación a la salida de La muerte del Pibe Oscar firmada por el general Luis J. Dellepiane, jefe de la policía de la Capital Federal entre 1909 y 1912, quien destaca su valentía testimonial.
Ni bien avanza la narración se percibe en ella la fábula que cuenta que el Pibe Oscar era en realidad un buen pibe. Es decir, si se permite el estereotipo folletinesco, un muchacho pobre de buen corazón y limitados recursos a quien la necesidad, la falta de reflexión, instituciones del Estado poco atentas y presentes y las malas compañías empujaron hacia el camino de la perdición, la cárcel recurrente y una muerte horrible.
En la estela de muchos tangos y los melodramas de la época dorada del cine argentino, la bondad de Oscar está enfatizada con una serie de escenas que se distribuyen estratégicamente a lo largo de la historia. Como el auxilio que brinda al niño que acaba de conocer pero que sabe que sin su ayuda será molido a golpes por el padre borracho, las figuras sufrientes de su mamá (“Amor de madre y cariño de hijo” se llama el primer capítulo) y de la compañera fiel y enamorada que permanece a su lado aún en los peores momentos.
En cuanto a los recursos formales a los que recurre Villamayor, ya alterna los propios de la literatura respecto de la presentación de personajes, las descripciones simbólicas, el narrador en tercera que ordena tiempo y espacio, las pausas y morosidades del suspenso, ya echa mano a las herramientas más frecuentes del periodismo. “Oscar solía decirnos...” (81): el comienzo del capítulo tercero coloca al narrador en el lugar del confidente-testigo, y alimenta de paso las interpretaciones de que el protagonista fue configurado a partir de un personaje histórico real, habitué de las cárceles argentinas. “...según sus propias declaraciones” (87) puede leerse un poco más adelante para apuntalar más aún el juego entre la ficción y la realidad.
Las cualidades estéticas, sin duda, en este caso ceden el primer plano al valor documental. Esa dimensión que está grabada en el centro de la tapa con el sello “primera novela lunfarda”, y que en las páginas iniciales, Oscar Conde convierte en un quizás más certero “primer folletín lunfardesco”.