DOI: http://dx.doi.org/10.19137/anclajes-2016-2022

ARTÍCULOS

 

UN DIÁLOGO CON LA TRADICIÓN CLÁSICA LATINA EN LA ARGENTINA DEL SIGLO XIX: CONTINUIDADES Y RUPTURAS

A dialogue with the Latin classical tradition in the Argentina of the 19th century: continuities and ruptures

 

María Carolina Domínguez
Universidad Nacional de La Pampa
carolina_dominguez74@hotmail.com

 

RESUMEN: A lo largo del siglo XIX, la lengua y la cultura latinas posibilitan a los grupos letrados rioplatenses legitimar, con modalidades diversas, las experiencias vernáculas y modelar un imaginario republicano en el proceso de formación del Estado-nación. Durante la primera mitad decimonónica, la enseñanza del latín no experimenta transformaciones importantes en cuanto al método o a los libros de textos generalmente empleados durante la etapa pre-independentista. En cambio, en el último tercio del siglo XIX, con la creación del moderno sistema de enseñanza secundaria, atribuido a Bartolomé Mitre, se introducen al país las nuevas orientaciones científicas de la Lingüística Histórica a través de profesores extranjeros contratados para cubrir las cátedras y publicar libros de texto para las materias específicas, entre ellos gramáticas latinas, de acuerdo con las exigencias del progreso en materia científica y técnica. En este recorrido, reflexiones teóricas procedentes de la Glotopolítica y de la Historia de la educación permiten contribuir al conocimiento de la configuración de las subjetividades nacionales y a la incidencia que en ese acontecimiento ha tenido la transmisión de “virtudes republicanas” ligadas a la tradición latina.

PALABRAS CLAVE: Latín; Tradición clásica; Educación; Argentina; Siglo XIX

ABSTRACT: Throughout the 19th century, Latin language and culture makes allowed the lettered classes of the River Plate region to legitimize, in a variety of ways, the vernacular experiences and to shape an imaginary republic in the process of forming a nation state. During the first half of the nineteenth-century, the teaching of Latin experience few significant changes in the methodology or textbooks generally used since the pre-independence period. However, in the last third of the nineteenth century, with the creation of the modern system of secondary education, attributed to Bartolome Mitre, new scientific directions in Historical Linguistics were introduced by hired foreign teachers hired to teach, administrate and publish textbooks for specific subjects, among them Latin grammars, conforming to the requirements of technical and scientific progress. In this article, theoretical reflections proceeding from Glotopolitics and from the history of education allow to examine the configuration of national subjectivities and the impact that in this event has had the transmission of “republican virtues” tied to the Latin tradition.

KEYWORDS: Latin; Classical tradition; Education; Argentina; XIXth century

 

El latín no es una asignatura neutral, con su objeto propio y definido.
Antecedentes sobre enseñanza secundaria 385

Esta declaración categórica, enunciada en 1891 por Juan Carballido, entonces Ministro de Instrucción Pública, frente a la Comisión designada por el Poder Ejecutivo para proyectar un plan de estudios secundarios en el que se solicita la exclusión de los estudios clásicos, pone de relieve una cuestión central que atravesó los procesos de configuración educativa y cultural en el Cono Sur durante el siglo XIX: ¿qué lugar ideológico ocupa el latín como dispositivo teórico-pedagógico en el marco de los procesos de creación histórica de los imaginarios nacionales sudamericanos?1 Como es conocido, en este período, se produce en Argentina la creación y expansión de la escuela media, que se estructura en torno a un curriculum humanista, cimentado en la concepción del republicanismo francés (Dussel Curriculum). Durante la primera mitad del siglo, caracterizada por el proceso independentista, la conformación del Estado y la necesidad de moldear una identidad política y cultural diferenciadora de la española, el conocimiento del latín forma el sustrato desde el cual la literatura ilustrada construye una representación de lo nacional en el marco de la corriente neoclásica. En efecto, la lengua y la cultura clásica latinas funcionan como claves de lectura desde las que, a través de la cita, la traducción y otros modos de reformulación, los grupos letrados legitiman, con matices diversos, las experiencias vernáculas y modelan un imaginario republicano. Ya en la segunda mitad decimonónica, anclada en el incipiente proceso modernizador, y frente a la amenaza que para los sectores dominantes representan la inmigración masiva, el mercantilismo y la pérdida de ciertos valores morales, un grupo de letrados defiende la permanencia del latín en el curriculum de la escuela media como un modo de preservar el humanismo clásico, al que veían como un reducto espiritual. Desde una perspectiva glotopolítica2, el análisis de ciertas producciones discursivas acerca del latín, particularmente manuales escolares y gramáticas latinas, permite examinar la incidencia de su valor simbólico en el imaginario de “comunidad nacional”.

“Escenas de un mundo nuevo”: el lugar del latín en la cultura rioplatense post-independentista

En el escenario (hispano)americano de la primera mitad del siglo XIX, la enseñanza del latín no sufre modificaciones considerables en cuanto al método o a los libros de textos empleados durante el período denominado colonial. Específicamente, en el contexto argentino, durante la etapa posterior a la Independencia, se suceden algunos intentos por darle un cariz republicano a la educación de tipo humanista que habían establecido las órdenes escolásticas, en especial los jesuitas3, aunque sin imprimir variaciones sustanciales en el curriculum4. La Revolución de 1810, además del inicio del proceso de ruptura con el orden colonial, significa la puesta en práctica de un plan de acción que los ilustrados rioplatenses habían comenzado a propagar a fines del siglo XVIII. Una vez concretado el quiebre con la metrópoli española y superadas las guerras y crisis políticas del primer decenio de vida independiente, los esfuerzos se orientan a la reorganización catastral del territorio y a su dominio en tanto espacio económico (Aliata 201), como así también a la creación de un pasado relevante, cuyo “almacén de materiales” –para usar la denominación de Eric Hobsbawn— fue la cultura clásica grecolatina, en particular la obra virgiliana. El Neoclasicismo rioplatense tiene en el contexto posrevolucionario un papel determinante en la selección intencional de una versión de “un pasado configurativo” desde un “presente configurado” (Williams 137) en aras de un proyecto común. La tendencia virgiliana no solo prevalece en las ficciones de identidad literarias, como se examinará a continuación, sino también en artículos periodísticos relativos a las actividades agrícola-ganaderas y comerciales, donde la “celebración de la naturaleza es también –como en las Geórgicas del poeta latino– un llamado hacia una política de fomento agrario” (Aliata 205). Las iniciativas de los ilustrados, cuyo programa incluye la enseñanza de la agricultura como ciencia y la aplicación de técnicas agraristas novedosas con el objeto de desmantelar las condiciones de trabajo propias del funcionamiento colonial, se manifiestan bajo la forma de “apelaciones virgilianas” concernientes a la exaltación de las labores rurales y a la ocupación del territorio (Aliata 205). También la presencia de Virgilio tiñe las cosmovisiones filosófica y literaria, tal como la generación romántica posterior dejaría asentado: “Pocos son los que están al cabo de la influencia Virjiliana en nuestra literatura poética, toda ella clásica y latina” (Gutiérrez “Estudio” II.7 409-410; el destacado es mío)5.
La figura faro que impulsa y refuerza el paradigma latino en el Plata es Juan Cruz Varela (Buenos Aires, 1794–Montevideo 1839), acerca de quien Juan María Gutiérrez vaticina en la Revista del Río de la Plata6: “Varela será el Virgilio de las generaciones remotas” (“Estudio” IV.13 39). Elevado por el grupo de los jóvenes románticos argentinos al rango de vate de la nueva nación, el poeta despliega una variedad de prácticas discursivas enroladas en la tradición clásica que resignifican su valor estético, didáctico y performativo. Esta filiación le vale, incluso, reconocimiento internacional, al punto que Marcelino Menéndez y Pelayo exalta su figura y lo sitúa como fundador del parnaso nacional: “antes de 1824 se habían hecho en Buenos Aires muchos versos, pero no había aparecido un verdadero poeta. El primero que entre los argentinos fué digno de este nombre, el que representó allí honrosamente la escuela clásica [...] fué Juan Cruz Varela” (343). Pero además de escribir poesía lírica, en la que se destaca el temprano poema de 1817 La Elvira y las odas, también Varela traduce a Virgilio y a Horacio, cultiva el género elegíaco e inaugura el teatro de “intertexto neoclásico” (Pellettieri) con las tragedias Dido (1823) y Argia (1824)7. Aunque, tal vez, el mayor mérito que Gutiérrez reconoce a Varela es la traducción de algunos versos de Eneida. La tarea comienza durante su expatriación en Montevideo, acaecida a mediados de 1829, y queda inconclusa debido a su muerte. En efecto, esta empresa comporta un alto valor simbólico pues resignifica una obra literaria fundacional de la tradición de Occidente. La Eneida, como lugar de memoria, provee, desde su materialidad, una dimensión funcional –asegura la transmisión de unos orígenes heroicos que, a su vez, se insertan en una genealogía mítica y prestigiosa como la latina– y proyección simbólica, en tanto construye una determinada representación de la epopeya independentista. En esa transición entre el orden colonial y la configuración de la república, la Eneida representaría el reservorio más adecuado para su conversión en un discurso performativo que promueva la identificación con ciertos hechos y valores distintivos del nuevo Estado. Al mismo tiempo, en esta primera etapa, la traducción se revela como una herramienta eficaz para expresar la diferencia respecto de España y, en consecuencia, marcar la particularidad de la nueva nación a través del adecuado uso literario de la lengua. En una carta a Gutiérrez, que incluye también copia autógrafa de una parte de la traducción de la Eneida, Varela expresa tal propósito de modo explícito: “cuando todas las naciones cultas tienen traducciones más ó menos célebres de la Eneida, en sus respectivos idiomas; cuando en la Francia hoy mismo se está traduciendo de nuevo á Virgilio, […]; solo los españoles no tienen de aquel poema una traduccion que merezca leerse” (“Estudio” II.7 406; el destacado es mío). Frente a tal diagnóstico se propone “ensayar en nuestra lengua, una traducción que, si no puede competir con las excelentes que ostentan los extrangeros, pueda al menos dar una idea del sublime original” (406-407). La revalorización de las versiones de Eneida inserta, además, un tópico que surge con la Revolución y será recurrente en la producción discursiva del primer Romanticismo rioplatense: la antítesis entre Francia, símbolo de la cultura humanista, la razón, la ciencia y el progreso, y una imagen de España ligada al pasado colonial, considerada retrógrada y condenada al atraso. Asimismo, tal como había ocurrido en el Renacimiento durante la primera etapa de consolidación de las lenguas romances y el intento de forjar una lengua literaria a partir de la imitación del modelo latino8, la traducción y adaptación dotan a la lengua usada en estas latitudes de dignidad pues, aunque herencia colonial, puede ser empleada con mayor destreza literaria. A la par del optimismo por constituir una literatura nacional que superara a la peninsular en la versión castellana de los clásicos latinos, se manifiesta una actitud que abreva en el tópico de inferioridad respecto de la riqueza formal y expresiva del latín, como había sucedido en las lindes del siglo XV: “en las muestras que vamos á dar se manifiesta don Juan Cruz dotado de una imajinacion viva, de un tacto esquisito para comprender la belleza y de una gran aptitud para vencer sérias dificultades al revestir con los recursos limitados de una lengua moderna las formas perfectísimas y desembarazadas de la latina” (Gutiérrez “Estudio” II.7 410; el destacado es mío).
En consecuencia, el desarrollo de una literatura y una retórica neoclásicas, imbuidas en los cánones del Iluminismo, y la profusión de traducciones de los clásicos –en especial, Virgilio y Horacio– responden al conocimiento del latín adquirido en los estudios preparatorios, presentes en el sistema educativo desde el siglo XVII. La Generación de Mayo recibe este aprendizaje a fines del siglo XVIII en el Colegio de San Carlos (“Estudio” II.7 404), fundado en 1783; en sus aulas, el manual privilegiado para la enseñanza del latín es la gramática de Nebrija:

Porque no son los cantos de Virgilio, ni las odas del amigo de Mecenas, los que inspiran á los poetas educados: los que hacen versos desde la clase, sienten dentro de sí la poesía, antes de comprender lo que se encierra en los preciosos y odiados libros, cuyo contenido no entra en la razón, sino por obra de Nebrija. El niño es esencialmente romántico, candoroso y simple, y hasta que no se dá cuenta de las formas artificiales que la cultura intelectual dá al sentimiento, apenas si vislumbra las bellezas que han de deleitarle más tarde (Gutiérrez “Estudio” I.1 25; el destacado es mío).

En el imaginario letrado, entonces, el conocimiento gramatical de la lengua latina se concibe como una herramienta indispensable en la configuración cultural de la nueva nación debido a su carácter bifronte: por un lado, permite acceder a la lectura de los originales latinos y, por otro, resignificar y resemantizar los materiales provistos por la tradición clásica conforme con los nuevos contextos socio-históricos y políticos. La producción literaria de los escritores neoclásicos, y en particular de Juan Cruz Varela, se adapta en la etapa post-independentista a la temática mitológica de molde clásico, convencional y didáctico, pues los paradigmas de la Antigüedad grecolatina proveen de tópicos, lugares comunes, imágenes y figuras retóricas para adecuar la materia histórico-política de acuerdo con los cánones épicos9. Si bien la aproximación de lo cotidiano a los paradigmas de la antigüedad grecolatina puede leerse como un “gesto escolar” (Barcia LXXVI), no es menos cierto que en ese momento bisagra entre un orden colonial y los ensayos de una incipiente nación, la trasposición, la traducción y la resignificación de un arquetipo prestigioso aprehendido y aceptado de modo universal tienen como propósito asentar sobre bases culturales sólidas la realidad acuciante. En tal sentido, el anclaje en un pasado virtuoso y la proyección simbólica a una predestinación grandiosa, mecanismos configuradores de la “invención de tradiciones” (Hobsbawm), se ejercitan de forma consciente y reflexiva en las operaciones culturales de la Generación de Mayo, cuyos autores, desde una cosmovisión ilustrada, traducen, adaptan y resemantizan los materiales provistos por la tradición clásica, en particular la latina, y, desde ese marco, prefiguran prácticas discursivas que versan sobre la novel situación socio-política y el sujeto (hispano)americano.
Una vez aquietada la conmoción por los abruptos cambios introducidos por la Revolución de Mayo, el grupo ilustrado hegemónico comienza a manifestar la necesidad de una concepción pedagógica que responda al nuevo orden político10. La profundización de medidas atinentes al ámbito educativo se lleva adelante a partir de 1821, durante el lapso que se conoce como “época de Rivadavia” (1821-1827), y, en general, los ilustrados se ponen al servicio del proyecto reformista. Su acción principal consiste en la secularización del sistema educativo; así, el colonial Colegio de San Carlos se refunda, bajo la égida de la Universidad inaugurada dos años antes, como Colegio de Ciencias Morales (1823-1830), pilar de la enseñanza secundaria de tinte humanístico. El primer plan de estudios de la Universidad, aprobado por decreto del 8 de febrero de 1822, establece que el Departamento de Estudios Preparatorios debe estar constituido por cátedras de latín, pero también de francés, filosofía, físico-matemática y economía política. La reorganización de los estudios implica, además, un cambio en el formato de los libros de texto, en los que predomina la estructura dialógica bajo el nombre de catecismos, cartillas o catones. Las lecciones se disponen por medio de preguntas y respuestas, tal como en los catecismos religiosos, y el aprendizaje consiste en la memorización de los contenidos. Los de mayor repercusión son los editados en Londres por Rudolf Ackermann (1764-1834), con la asistencia de exiliados españoles, para la educación elemental y preparatoria del público hispanoamericano11. La elaboración del Catecismo de gramática latina (1825) recae sobre el gaditano José Joaquín de Mora (1783-1864), quien desempeña un activo papel durante la presidencia rivadaviana –período en el que traba amistad con Juan Cruz Varela– y en el ámbito educativo del Cono Sur en general12. En un artículo de 1825 titulado “De los catecismos”, Mora expresa que para llevar adelante la educación de la juventud en la América hispana emancipada deben adoptarse “todos los medios que generalizan y difunden los conocimientos útiles y en breve se vera cuanto se extienden y fecundan estas semillas. Los libros elementales, breves, baratos, escritos con sencillez y con gusto contribuyen singularmente a un fin tan útil” (citado por Valera Candel 155). La existencia de este libro en el país queda registrada en el Catálogo de la Librería Argentina (1835) publicado por Marcos Sastre, patrocinador del “Salón Literario”. Con 518 asientos bibliográficos, este inventario suministra el “corte editorial de la época” (Parada 17, destacado en el original) y permite documentar la circulación de la cultura impresa y las redes comerciales del libro, no solo entre el Río de La Plata y el Viejo Continente sino con otros países del Cono Sur, tal como lo demuestra el asiento [222], que se reproduce a continuación: Gramática latina: dispuesta en forma de catecismo, adaptada al método de enseñanza mutua, y sacada de las mejores publicadas hasta ahora en Europa. Santiago de Chile: en la Imprenta Republicana, 1831. 138 p.
Se apunta, además, que tal vez el asiento se refiera a Gramática latina dispuesta en forma de catecismo… de Mora y que “se publicaron una gran cantidad de obras con estas características” (Parada 140). Los Catecismos de Ackermann, formulados sobre la base del sistema lancasteriano13, tienen un peso innegable en la formación de destacados políticos y personalidades de Hispanoamérica en general14. La concepción pedagógica que sustenta estos textos otorga preponderancia a la enseñanza del latín en la instrucción, incluso sobre el aprendizaje de la propia lengua, tal como Mora lo afirma en El Mercurio Chileno en 1829:

La base de las humanidades es y ha sido siempre, dice, la lengua y la gramática latinas, curso de estudios que abre las puertas a la literatura propiamente dicha. De ésta recomienda en primer lugar el estudio de las obras clásicas antiguas, porque la historia, las instituciones, el carácter y el influjo de Roma en especial, siguen actuando sobre los pueblos descendientes suyos. En cambio, la gramática de la lengua patria sólo debe estudiarse cuando se ha llegado a la edad de pensar por sí mismo (citado por Monguió 40-41; el destacado es mío).

Además de los catecismos, los numerosos ejemplares en lengua latina consignados en el Catálogo, muestrario de “la totalidad de los libros que disponían los porteños para sus lecturas en potencia” (Parada 17), dan cuenta del dominio que tienen de esa lengua los grupos letrados pues pueden acceder a la lectura directa de los originales. Más allá de los intentos educativos de los reformistas, el texto iniciático en el estudio de la lengua latina sigue siendo las Introductiones latinae de Nebrija; a modo de testimonio, puede citarse un pasaje de la “Autobiografía” de Juan Bautista Alberdi en el que relata cómo, con las lecciones del Arte de Nebrija, dio “principio a la carrera en que ha girado mi vida” (10). Asimismo Sarmiento, en Recuerdos de Provincia, rememora las horas de ocio “en que vagaba por los bosques con mi Nebrija en las manos” (139).
La revuelta contra el Iluminismo, proclamada por los románticos argentinos o Nueva Generación como se autodenominaron, toma la forma de una ruptura generacional. En el intento por construir una cultura nacional propia y, por ende, borrar toda referencia conectada a un pasado histórico colonial, el grupo de jóvenes conocido como la Generación del 37, bajo la égida del Romanticismo, se consagra a la búsqueda de un legado autóctono, que habría de calificarse como patrio. En este plano, se consideran los únicos actores legítimos para imponer un programa cultural distintivo y superar los errores de la generación iluminista predecesora, que, si bien había proclamado la autonomía política respecto de la metrópoli, se mantuvo apegada a las estructuras lingüísticas y culturales recibidas. Si la literatura era un instrumento al servicio de la acción emancipadora, la Generación del 37 debe pronunciarse contra la expresión en géneros y temas neoclásicos, en tanto parte del programa de independencia.
Sin embargo, ciertos elementos de la estética neoclásica adquiridos durante el paso por las instituciones reformistas de Rivadavia –el Colegio de Ciencias Morales y la Universidad de Buenos Aires– siguen perviviendo de forma residual en las producciones discursivas de la Nueva Generación Argentina. Respecto de Echeverría, organizador del movimiento romántico rioplatense, el historiador Jorge Myers realiza el siguiente diagnóstico:

Si su ideario político, como el de todos sus compañeros de generación, estuvo formado a partir del estallido de corrientes ideológicas que produjo la Revolución de Julio, su ideario literario parece haber seguido apegado, al menos en sus grandes líneas, a una matriz ideológica previa a la caída definitiva de los Borbones franceses. Esto, que puede parecer un mero sesgo menor, un matiz de poca importancia, era mucho más que eso, ya que implica que el suyo era un romanticismo que, pese a sus declamaciones retóricas a favor de un programa de ruptura, todavía mantenía fuertes lazos de continuidad con la estética clasicista de fines del siglo XVIII y principios del XIX (“Un autor” s/n; el destacado es mío).

En tal sentido, la cultura clásica sigue estando presente como un sustrato que se vuelve necesario abordar para comprender los implícitos políticos e ideológicos que subyacen en el proceso de construcción de una tradición.
A partir de 1831, Rosas inicia una campaña de homogeneización ideológica, que obliga a los referentes del Romanticismo a marchar al exilio. En el ámbito educativo, además de la cesantía de profesores que no comulgaban con el régimen, la reducción presupuestaria y la dependencia política de las instituciones que sobrevivieron –tal es el caso de la Universidad de Buenos Aires–, se produce un retorno al sistema y a los métodos de enseñanza anteriores a la Ilustración: una educación religiosa regentada por jesuitas. Según consta en el Registro Oficial del Gobierno de Buenos Aires, en 1836 Rosas decreta que los jesuitas están facultados para abrir en el Colegio de Ciencias Morales, ahora llamado San Ignacio, “aulas públicas de gramática latina” y “enseñar la lengua griega y la retórica” (164); aunque desavenencias políticas motivan prontamente una nueva retirada de los religiosos. El colegio vuelve a cambiar el nombre por el de Republicano Federal y cuenta con la dirección de Marcos Sastre y el ex jesuita Francisco Majesté (1807-1864). El plan de estudios se estructura en idiomas –latín y griego junto con otras lenguas modernas–, literatura y ciencias y bellas artes. Si bien tanto los liberales como el rosismo realizan una defensa pública del “Sistema Americano”, de la continuidad del ideario de Mayo y del régimen republicano, los primeros consideran la experiencia rosista un retroceso a tradiciones de gobierno y culturales de la época de la Colonia. Desde esta perspectiva, el tamiz que modela el gusto y el conocimiento de la lengua y la cultura latinas es, otra vez, la instrucción católica, asociada –en el imaginario de los liberales románticos– a la etapa colonial y al elemento español que buscan superar. Habrá que esperar a las postrimerías del siglo XIX para que el papel de la tradición clásica se resignifique en el nuevo escenario de configuración de una identidad territorial y estatal.

Disputas entre clásicos y modernos: acerca de las (in)conveniencias de la enseñanza del del siglo XIX

El período post-Caseros marca un cambio en la política y en las instituciones del país15. Una vez depuesto el rosismo, los exiliados románticos retornan al suelo patrio; en forma paradójica, el grupo comienza a disgregarse como movimiento16 al mismo tiempo que el sistema de ideas y literario “conquistaba una hegemonía indiscutida en todos los ámbitos de la cultura argentina” (Myers “La revolución” 395). En la tarea de construir la nación, además de la adopción de una ley suprema y una forma de gobierno –republicana, representativa y federal– enmarcadas en la Constitución de 1853, la élite criolla dirigente se ve compelida a realizar ciertas operaciones culturales, tales como la sistematización de una variedad lingüística común, la institución de ciertos símbolos y prácticas rituales identitarios –baluartes que Pierre Nora denominó “lugares de memoria”: actas, tratados, fiestas cívicas, archivos, conmemoraciones, monumentos, entre otros– , y la canonización de un pasado oficial articulado bajo la forma de relato histórico17. Cabe resaltar que tales acciones de identificación nacional se vehiculizan de modo privilegiado a través de la institución escolar. En congruencia con este proyecto político, bajo la administración de Bartolomé Mitre, se dispone extender un sistema educativo secundario estatal y, en el año 1863, se refunda el Colegio Nacional de Buenos Aires, dependiente de la Universidad, que se afianza como el establecimiento modelo de las demás instituciones de nivel medio del país. Sobre esta base, se crean seis establecimientos en igual número de capitales del interior. La educación secundaria tiene como finalidad formar a los sujetos para el ingreso a la universidad, los cargos administrativos-burocráticos o la actuación política. De algún modo, las instituciones escolares fomentan, como señala Hobsbawm (11), el sentido corporativo de superioridad de las élites, en particular cuando se incorporan sujetos que por nacimiento o adscripción no la poseían. En consonancia, la llamada escuela media constituye el principal instrumento del modelo liberal para mantener el statu quo de los grupos hegemónicos.
A partir de la creación de los colegios nacionales, se suceden varios episodios que van marcando la dialéctica entre la persistencia de la enseñanza del latín y su desplazamiento a favor de una concepción moderna de las humanidades. La disputa gira alrededor de la preeminencia de las humanidades greco-latinas o de las humanidades modernas, de orientación utilitarista y técnica. En 1865, en el Plan de Instrucción General y Universitaria se aconseja persistir y perfeccionar la enseñanza clásica. Durante la administración de Domingo Faustino Sarmiento y su ministro de Justicia e Instrucción Pública, Nicolás Avellaneda (1837-1885), se confirma la enseñanza del griego y el latín. Sin embargo, en 1870, Avellaneda mismo se precia de que, con el nuevo plan de estudios, ya ha sido puesto en práctica el propósito enunciado por el Ministro de Instrucción Pública de Francia, Jules Frances, de postergar en los liceos el estudio del latín a los últimos años (Antecedentes 151). Como materias, el griego y el latín persisten en la reforma al plan de enseñanza de 1879, que se realiza bajo el gobierno del ahora presidente Avellaneda (217). En 1881, los rectores de establecimientos de enseñanza secundaria elevan informes acerca del plan vigente y las críticas al latín y al griego se acentúan; abogan por su supresión citando el ejemplo de Chile que ha tomado tal determinación en 1880 (257). Así, la enseñanza de las lenguas clásicas se suprime en 1886 durante la primera presidencia de Julio A. Roca. Se restablece en 1888, con la reforma firmada por Filemón Posse, Ministro de Instrucción y Justicia de Miguel Juárez Celman. Las humanidades se restringen a la enseñanza del latín en 1891, mientras Carlos Pellegrini reviste como presidente y Juan Carballido, citado en el epígrafe, como Ministro de Instrucción Pública. Frente al informe de la Comisión encargada de proyectar un plan de estudios en correlación con la educación primaria, en el que se solicita eliminar el latín y aumentar la dedicación de las lenguas modernas y de las ciencias, Carballido, como integrante del Poder Ejecutivo, se expide por la negativa ya que considera que puede proseguirse con su estudio “sin menoscabo de las materias científicas más esenciales” (385; el destacado es propio). Como se observa, desde el discurso oficial, su permanencia se sostiene como instrumento de valor social y de prestigio frente a otras asignaturas de corte “utilitarista”, diferenciación que opera tácitamente en la distinción social (Bourdieu) de los individuos.
Durante la primera y segunda presidencias de Roca, los ministros de Instrucción Pública Osvaldo Magnasco y Joaquín V. González proponen en sus reformas la eliminación del plan, y la consecuente suspensión de la enseñanza del latín, aunque habrá marchas y contramarchas. En la Circular de Estudios Generales Secundarios de 1901, suscrita por Roca y Magnasco, se asevera que una “literaria obsesión” se ha revelado en las prolongadas disputas acerca del valor, dentro de las generalidades de la educación secundaria, de las lenguas clásicas, y especialmente del latín (Antecedentes 678-679)18. Esta apreciación explicita la tensión entre dos modelos pedagógicos en pugna: la orientación humanista, basada en el cultivo de la tradición clásica, y la denominada “utilitaria”, promovida por agentes culturales identificados con el Positivismo o “cultura científica”, como la denomina Osvaldo Terán para el Río de la Plata. En el marco de esta querella entre una y otra concepción, el centro del debate se focaliza en la orientación –clásica o moderna– de los colegios nacionales en los que se forma la élite dirigente. Los discursos de defensa o ruptura con los valores y creencias que sustentan las representaciones de la lengua latina constituyen, en realidad, un marcador del enfrentamiento ideológico entre los grupos letrados hegemónicos que se disputan un modelo de nación y los atributos de la identidad cultural que se busca afirmar.
Asimismo, en esa construcción de las subjetividades demandadas por el Estado liberal, tal como lo señala la perspectiva glotopolítica (Narvaja de Arnoux 10-20), el libro de texto cumple un papel preponderante para imponer ciertas representaciones y discursos relativos a una lengua estándar y a una identidad nacional con el fin de integrar a la población y formar a los ciudadanos. La reorganización en materia educativa posibilita que, como parte de las políticas de consolidación del ideal de Estado monocultural y monoglósico del liberalismo (Di Tullio 78), las gramáticas latinas, en interrelación con la variedad de español que se pretende estandarizar, creadas ad hoc para la circulación en los colegios secundarios estatales, incidan tangencialmente en los debates acerca de la cuestión nacional. Dentro de las iniciativas tomadas con este trasfondo político-cultural, y en el clima de constantes proyectos de reforma de la escuela secundaria y cambios de planes de estudio descriptos más arriba, durante el último tercio del siglo XIX se produce la llegada de profesores extranjeros convocados por el Estado argentino para cubrir cátedras e incorporar los progresos que, en materia científica, se encuentran en boga en Europa. Como parte de su labor pedagógica, muchos de ellos elaboran libros de texto para las cátedras en las que habían sido designados. Tal es el caso, en el ámbito del latín, del lingüista italiano Matías Calandrelli (1845-1919) o del francés Lucien Abeille (1859-1949), quienes comparten los presupuestos evolucionistas acerca del lenguaje e intervienen activamente, en particular el segundo19, de modo público en el debate acerca de la planificación y la selección de la variedad adecuada para enseñar el castellano en las aulas del secundario.
La necesidad de innovar tanto el método como la dirección de los estudios clásicos y proporcionales un carácter científico, acorde con los adelantos de la filología y el positivismo que sacudían los ámbitos lingüístico y literario, se observa de modo explícito en el diagnóstico que realiza Calandrelli, profesor en el Colegio Nacional y en la Universidad de Buenos Aires, acerca de que la enseñanza del latín en los estudios preparatorios y universitarios se hacía bajo los programas correspondientes a las materias consignadas en la gramática de Nebrija (La enseñanza de la filología 9-10). Según el mismo autor, esta situación solo cambia cuando el rector de la Universidad, Juan María Gutiérrez, “muy afligido” por el estado de los estudios clásicos, la ineficacia y calidad de los métodos usados y las gramáticas “con muchos siglos de existencia” (9-10), inicia su renovación.
A pesar de las innovaciones introducidas en la enseñanza de la cultura clásica, ya sea en los programas de estudios oficiales, en el plano metodológico y en los instrumentos metalingüísticos –gramáticas y diccionarios–, su permanencia en el nivel secundario no deja de ser un elemento conflictivo, pues la acreditación de su conocimiento comporta un valor simbólico que contribuye a diferenciar a los sujetos tanto en el dominio de las habilidades retóricas como en el orden letrado.

Consideraciones finales

De modo sucinto, durante el proceso de configuración de la “comunidad imaginada” que atraviesa el siglo XIX, la tradición clásica, y la lengua latina como código de acceso, juegan un papel importante en la legitimación política y social de los grupos hegemónicos, a través de ciertas prácticas culturales, entre las que resulta fundamental la educación. En este marco, los libros de texto, y en particular los destinados a la enseñanza de la lengua y la cultura latinas, se presentan como dispositivos privilegiados, pues aseguran la transmisión de contenidos culturales dominantes y, más tarde, con el afianzamiento del Estado liberal, su confección constituye una intervención estatal que persigue inculcar a los niños –futuros ciudadanos– una determinada idea de nación y los valores de la República como fundamento del sistema liberal y del orden moderno.

Notas

1 Las ideas y argumentos desarrollados en este artículo forman parte de la tesis Usos del latín en los procesos de configuración cultural y educativa del Cono Sur en el siglo XIX, defendida en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad Nacional de La Plata el 13 de agosto de 2013 para obtener el grado de Doctora en Letras.

2 Según indica Narvaja de Arnoux (Los discursos 11-12), la designación glotopolítica fue acuñada en 1986 por Jean Baptiste Marcellesi y Louis Guespin, fundadores de la escuela de Rouen. Se define como Glotopolítica “toda acción de gestión de la interacción lingüística en la que interviene la sociedad” (Guespin, citado por Narvaja de Arnoux, Los discursos 12).

3 Desde su llegada en 1572 hasta su expulsión en 1767 por orden de la “Pragmática sanción” emitida por Carlos III, la orden jesuítica se dedicó a la labor educadora a través del método de enseñanza denominado Ratio Studiorum, cuyo plan de estudios se estructuraba sobre una base humanística. La enseñanza del latín constaba de tres etapas: un primer nivel coloquial en el que se aprendían nociones elementales de morfología y sintaxis para interpretar discursos orales y escritos básicos, especialmente catequísticos; en una segunda instancia, sobre la base de algunos textos de escritores clásicos –primordialmente de Julio César y Cicerón– y de los primeros cristianos se perfeccionaba el aprendizaje gramatical y el comentario en latín; la tercera y última etapa concentraba el estudio, análisis y comentario de textos de estructura gramatical y contenido ideológico complejos, tanto de orden latino como teológico y, como corolario, los alumnos producían discursos y tesis en latín.

4 Durante la primera mitad del siglo XIX, el curriculum escolar estaba estructurado sobre la base de las facultades de artes medievales; comprendía la retórica y la gramática latina y española, griego, matemáticas, filosofía, física y, en la mayoría, religión; mientras que las lenguas modernas y el dibujo se ofrecían como optativas. Aun en 1853 la organización del tiempo en la escuela era similar a la jesuítica (Dussel Curriculum 17).

5 En todas las citas se respeta la ortografía de la fuente original.

6 En esta publicación, que fundó junto con Andrés Lamas y Vicente Fidel López, Gutiérrez, desde el primer número en 1871 hasta el cuadragésimo séptimo en 1876, confeccionó una sección dedicada al “Estudio sobre la obra y la persona del literato y publicista arjentino Don Juan de la Cruz Varela”.

7 Según señalan Aisemberg y Lusnich, a partir del movimiento revolucionario de 1810, se amplió la circulación, al menos en el sector culto, de ediciones de tragedias y comedias neoclásicas, como así también de impresiones y traducciones realizadas en el país, de obras de Voltaire, Alfieri, Goldoni, Racine y Corneille, entre otros.

8 En el período renacentista se genera una paradoja en lo que respecta a la relación entre el latín y las lenguas vernáculas europeas: en forma paralela a la normalización de dialectos romances, se forja la restitución de la latinidad clásica. Sin embargo, esta contradicción es aparente: el restablecimiento de la “verdadera” latinidad implica fijar la lengua latina en un estadio determinado –el período clásico, más concretamente en el paradigma ciceroniano– para preservarla de la corrupción a la que se veía sometida en el uso eclesiástico y medieval y, al mismo tiempo, dignificar las lenguas vulgares como una forma capaz de admitir los mismos contenidos que los expresados en los textos latinos mediante la vía de las traducciones. Cf. Ruiz Pérez.

9 El empleo de elementos poéticos, retóricos y estilísticos y tópicos de tendencia neoclásica para cantar los orígenes épicos de la nación tuvo lugar, con variantes diversas, en los distintos países hispanoamericanos. Cf. Shumway (“La nación hispanoamericana”), Achugar o Laverde Ospina.

10 En rigor, el primer plan de enseñanza secundaria luego de la emancipación es elaborado en 1813 por el Deán Gregorio Funes y aprobado por decreto del Supremo Directorio Nacional en 1815. Comprende dos años de cursos de Gramática y cuatro de Filosofía, los dos primeros dedicados al estudio de la Retórica. La lengua latina –según el Deán Funes, “idioma de las universidades”, “depósito universal de las ciencias”, “lengua que le ha dado origen” a nuestro idioma y forjador de “la disciplina mental á que acostumbra á los niños”– se enseña a través de Nebrija. Luego se accede al estudio de la lírica de Ovidio, Horacio y Virgilio, a ejercicios de composición en prosa y verso latino, a los exámenes públicos y las rivalidades entre alumnos. Este esquema de enseñanza clásica se modifica en 1818 y, a partir de 1820, se socava su existencia debido al clima anárquico que se vive en el país (Alcácer 68).

11 Este formato será adoptado en la elaboración de libros de texto publicados en el país y su uso masivo se prolongará hasta fines del siglo XIX. Un ejemplo célebre es el manual Lecciones de Gramática Castellana de Marcos Sastre, obra adoptada para las escuelas por la Comisión Nacional de Educación y el Consejo de la Provincia de Buenos Aires.

12 Mora había conocido a Rivadavia durante su estancia en Londres; incluso, también coincidió allí con el venezolano Andrés Bello. Convocado por Rivadavia, se establece en Buenos Aires en 1827, año en que dirige Crónica Política y Literaria y El Conciliador, publicaciones oficialistas. Depuesto el mandato de Rivadavia, se traslada a Chile en 1828, donde organiza El Liceo de Chile y funda El Mercurio Chileno; en 1831 es deportado a Perú.

13 El método lancasteriano o sistema de enseñanza mutua, desarrollado por el inglés Joseph Lancaster (1778-1838), consiste en una técnica pedagógica en la que los alumnos más avanzados enseñan a sus compañeros.

14 Además de Rivadavia, eminentes figuras hispanoamericanas, como Simón Bolívar, Francisco de Paula Santander o José Cecilio del Valle, se manifestaron en defensa de la circulación de las obras de Ackermann en el sistema educativo. También los testimonios autobiográficos de Domingo Faustino Sarmiento y el chileno José Victorino Lastarria –adolescentes en la época en que se dieron a conocer estos libros– destacan la influencia de estas publicaciones (Valera Candel 161).

15 La Batalla de Caseros se produjo en febrero de 1852, cuando el denominado Ejército Grande –alianza compuesta por fuerzas de Brasil, Paraguay y de las provincias de Entre Ríos y Corrientes–, al mando de Justo José de Urquiza, derrotó al de la Confederación Argentina y precipitó la caída del régimen federal (1829-1852) ejercido por Juan Manuel de Rosas.

16 Las diferencias ideológicas pueden ilustrarse con el cambio de actitud de Juan Bautista Alberdi respecto de la lengua y la Real Academia Española, que se pone de manifiesto en el intercambio con Gutiérrez, a raíz de la decisión de este último de rechazar públicamente su nombramiento como integrante de la Real Academia de la Lengua Española a principios de 1876.

17 Si bien se cuenta como antecedente temprano el Ensayo de la historia civil del Paraguay, Buenos Aires y Tucumán (1816-7) del Deán Funes, la práctica historiográfica en Argentina adquiere especificidad entre 1850 y 1880 con la edición de algunas obras históricas y de revistas. Pero el impulso decisivo surge a partir de 1880, cuando se publican gran número de textos significativos y memorias históricas.

18 En un proceso controvertido, las lenguas modernas fueron ganado lugar en el curriculum a expensas del latín (Dussel 27-28).

19 En Idioma Nacional de los argentinos (1900), el autor francés, a través de la afirmación de un idioma autóctono de los argentinos, sostiene la condición de la propia autonomía nacional.

 

Referencias bibliográficas

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Fecha de recepción: 03/08/2015
Fecha de aceptación: 08/03/2016