DOI: https://doi.org/10.19137/la-aljaba-v291-2025-1
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ARTÍCULOS
“Siempre fueron hombres, escribiendo sobre hombres”[1]: Representaciones de
género en los campamentos militares de la frontera sur a finales del siglo XIX
"They Were Always Men, Writing About Men": Gender Representations in the Military Camps of the Southern Border in the Late 19th Century
Estrella Belén Iaconis Serraino
IIEG- FCH- UNLPam
Resumen
Este artículo examina las representaciones de género en la documentación y literatura de frontera del siglo XIX, con un enfoque particular en las mujeres en los campamentos militares. A través del análisis de relatos, cartas y testimonios de la época, se exploran los roles y las construcciones de género que se presentan en estos textos, y cómo estas representaciones reflejan las tensiones sociales, políticas y culturales del período. Se aborda la invisibilidad de las mujeres en las narrativas históricas convencionales. Este trabajo busca visibilizarlas y dar cuenta de cómo las representaciones de género moldearon la memoria histórica de la frontera argentina.
Palabras claves: Representaciones de género- Frontera- Mujeres- Campamentos militares
Abstract
This article examines gender representations in the 19th-century frontier documentation and literature, focusing on women in military camps. Through the analysis of period accounts, letters, and testimonies, it explores the roles and gender constructions presented in these texts, and how they reflect the social, political, and cultural tensions of the time. The article addresses the invisibility of women in conventional historical narratives and how, despite their marginalization, women played key roles in the daily life of military camps. This work aims to highlight the significance of women in these contexts and how gender representations shaped the historical memory of the Argentine frontier.
Keywords: Gender representations- Frontier- Women- Military camps
Sumario: Introducción. Metodología. Hegemonía y resistencia. Representaciones de género en documentos escritos. Conclusiones.
Recibido: 13/05/2025 | Aceptado: 25/06/2025
Introducción
En principio, cabe aclarar que el presente trabajo forma parte de mi tesis de Licenciatura titulada: ¿El fortín las hizo una? Género y militarización en la frontera sur de Córdoba a finales del siglo XIX. Cuyo objetivo fue analizar la militarización de las mujeres durante el Wingka Malon [2] en la frontera sur de Córdoba a finales del siglo XIX. Sin embargo, al abordar los registros históricos de la época se hizo evidente una ausencia fundamental: las voces de las mujeres involucradas. Sus huellas sólo pueden reconstruirse a través de relatos producidos por terceros —soldados, médicos, fotógrafos y religiosos- todos ellos hombres. Estas representaciones, lejos de ser neutrales, estuvieron atravesadas por los marcos ideológicos de la época y moldeadas por la hegemonía intelectual dominante. Por ello, el presente escrito tiene como objetivo analizar registros escritos y fotográficos referidos al Wingka Malón a finales del siglo XIX, para identificar y debatir los arquetipos construidos en entorno a las mujeres de las fronteras. En cada uno de estos casos, la imagen transmitida fue distinta, aunque siempre enmarcada en el lenguaje universalizado - masculino.
Históricamente, la visión predominante sobre la relación entre las mujeres y espacios bélicos ha estado influenciada por estereotipos de género que las relegaban a roles secundarios o pasivos en los conflictos armados. Este enfoque no solo invisibilizaba su agencia, sino que también perpetua una concepción esencialista que las vinculaba con una supuesta "naturaleza pacífica" basada en su rol de madres y cuidadoras. Años atrás, Pierre Bourdieu (2000) explicó que la dominación masculina conllevó la configuración de mecanismos estructurales que aseguraron la reproducción de la división sexual del trabajo y de las estrategias institucionales que perpetúan las relaciones de dominación entre sexos. Ivonne Wilches (2010) retomó este concepto y afirmó que todas las sociedades del mundo están atravesadas por ello. En algunas los estereotipos están más arraigados, con condiciones más cercanas a la igualdad que en otras, pero en todos los contextos, las diferencias entre mujeres y hombres generan desigualdades. Las relaciones de poder que la sociedad y la cultura – atravesadas por un sistema de dominación patriarcal- establecieron a lo largo de los años, calaron profundamente los espacios sociales de interacción. Un ejemplo de ello, entre tantos otros, es el ámbito social de la guerra, dónde de manera diferencial se configuraron imaginarios sociales y roles de género.
Nira Yuval-Davis (1997) expresó que “mientras los hombres han sido construidos como naturalmente vinculados a la guerra, las mujeres han sido construidas naturalmente vinculadas a la paz”. En el “ideal femenino” las mujeres son asociadas a conductas moderadoras de los conflictos y aparecen adornadas del velo de la paz mundial. Son excluidas del mundo público y político que representa la guerra, para promover valores domésticos del cuidado y la sensibilidad (p.146). Es desde esta perspectiva que volvemos sobre los registros históricos vinculados a las campañas militares en el sur de Córdoba: para interrogar no solo qué imágenes de lo femenino fueron reproducidas, sino también qué ausencias estructuraron ese relato.
Metodología
Se utilizó una estrategia metodológica cualitativa, basada en el análisis documental y fotográfico. Las fuentes escritas incluyen correspondencia fechada entre 1879 y 1885, conservada en el Archivo Histórico “Fray José Luis Padrós” del Convento San Francisco Solano (Río Cuarto, Córdoba), y otras recopiladas por Marcela Tamagnini (2011), que abarcan de 1868 a 1880. Estas cartas —escritas por franciscanos, obispos, autoridades civiles, indígenas y laicos— abordan cuestiones como rescates de cautivos, tratados, solicitudes de raciones y asistencia médica. Su análisis permitió describir el entramado de relaciones entre los franciscanos y diversos actores de la frontera, así como las representaciones que circulaban sobre las mujeres.
Para profundizar este aspecto, se recurrió a la observación documental crítica de diarios de comandantes y viajeros como Racedo, Gutiérrez, Ebelot y Prado. Estos registros aportaron numerosos datos sobre la vida militar en la frontera y las ideas imperantes del período, ofreciendo claves sobre las formas en que se construyeron las subjetividades y roles femeninos.
A su vez, se incorporó el análisis de representaciones visuales, reconociendo que las imágenes fotográficas constituyen una vía privilegiada para abordar los modos en que el poder construyó lo visible. Se analizaron catorce fotografías en blanco y negro de la colección “Alberto Meuriot”, conservada en la fototeca del Archivo Provincial “Fernando Arauz” (Santa Rosa, La Pampa), así como una serie de imágenes seleccionadas del álbum Soldados del Ejército Argentino 1848–1927.
El análisis de estas imágenes se realizó siguiendo los criterios propuestos por Magdalena Broquetas (2011), que sugiere en primer lugar situar el contexto de producción de las fotografías: si provienen de archivos públicos o privados, si están aisladas o forman parte de una serie, si son originales o reproducciones, y si están acompañadas por textos o epígrafes que también deben ser interrogados críticamente. Luego, se procedió a identificar el contenido representado —personas, lugares, eventos— y finalmente a interrogar el “cómo” de la imagen: planos, encuadre, luz, filtros y decisiones del autor que contribuyen a la construcción del sentido (p. 183).
Hegemonía y resistencia
Tiempo atrás, el teórico marxista Antonio Gramsci desarrolló en sus Cuadernos de la cárcel el concepto de hegemonía en toda su amplitud, entendiéndola como la dominación ejercida por un sector con poder que no solo opera en lo político y económico, sino también en lo moral y cultural. De esta noción surgió la idea de hegemonía cultural, según la cual el consentimiento al gobierno del grupo dominante se obtiene mediante la difusión de ideologías, creencias y valores a través de instituciones como las escuelas y los medios de comunicación. Así, quienes controlan estas instituciones controlan también la percepción de la realidad, ya que, una vez instaladas ciertas representaciones, los gobernados terminan por considerarlas condiciones naturales e incuestionables (Juan Carlos Portantiero, 1977). Si aplicamos este concepto a nuestro caso de análisis, observamos que los actores de la frontera estaban constantemente atravesados por los imaginarios hegemónicos que se buscaban imponer: civilización-barbarie, progreso-atraso, desierto-población, salvajismo-educación, mujer de la frontera-mujer de la ciudad, entre otros.
Sin embargo, la existencia de una hegemonía no era totalmente inmutable y determinista, al contrario. Gramsci propuso también el término de contra-hegemonía para referirse a las alternativas de resistencia, experiencia y lucha que podían generar la desestabilización de lo establecido. En la actualidad, María Celia Bravo, Fernanda Gil Lozano y Valeria Pita (2008) desarrollan una idea similar desde una perspectiva de género. Las autoras entienden que la hegemonía es la forma de dominación activa que continuamente debe ser recreada, defendida y modificada, y que, a su vez convive con operaciones de resistencia que la limitan, alteran y desafían. En este sentido, el cuerpo es un medio y un símbolo de protesta y resistencias, y sus representaciones operan sintomáticamente como el mecanismo mediante cual se refuerza y naturaliza la violencia de la dominación. Así las autoras plantean que:
…la violencia física, la coerción pueden bastar para instituir nuevas relaciones sociales, pero no parece ser suficiente cuando se trata de que estas nuevas relaciones sociales se reproduzcan de manera duradera. Sería más acertado pensar en que tanto la violencia como el consentimiento se asocian en una relación compleja, no excluyente sino complementaria (p. 305)
Tal perspectiva se puede vincular con la reflexión de Gisela Bock (1991) sobre la construcción social del género y las relaciones de poder que hemos seleccionado en nuestro marco teórico. La autora sostiene que las relaciones de género no son estructuras fijas e inmutables, sino construcciones históricas que se reproducen continuamente a través de representaciones y prácticas que refuerzan la dominación masculina. En este sentido, tanto Bock como las autoras mencionadas coinciden en que la hegemonía masculina no se mantiene únicamente mediante la violencia física o la coerción, sino también por medio una aceptación, muchas veces tácita, de los roles de género impuestos. Este consentimiento no es un acto pasivo, sino parte de una relación compleja entre dominación y resistencia, como lo señalan Bravo, Gil Lozano y Pita (2008).
En el contexto de la perspectiva de género de Bock, las representaciones del cuerpo se convierten en un campo clave para entender cómo las estructuras de poder se imponen. El cuerpo, como medio y símbolo de protesta, es entendido por Bravo, Gil Lozano y Pita (2008) como un mecanismo a través del cual se refuerzan y naturalizan las violencias de la dominación, lo que se alinea con la crítica de Bock (1991) a cómo las mujeres han sido históricamente ubicadas en roles subordinados. Estas construcciones de género no solo afectan a las mujeres, sino que también son parte de un sistema normativo que limita la diversidad de sus experiencias y formas de agencia. La noción de que la hegemonía masculina convive con resistencias que la desafían se correlaciona con la idea de Bock (1991) de que las estructuras de género están marcadas por tensiones y contradicciones, en las que la subyugación puede coexistir con actos de resistencia, incluso en sus formas más limitadas o alteradas.
La hegemonía masculina es una construcción dinámica y compleja, en la que la dominación y las resistencias a la misma, aunque condicionadas, siempre están presentes. Los escritos de la época, justamente, fueron de utilidad para reforzar la hegemonía masculina. Como se mencionó en la introducción, las representaciones construidas desde una perspectiva masculina han tendido a encasillar a las mujeres en un rol pasivo y emocional, restringiéndolas al ámbito privado. Esta visión contribuyó a la reproducción de estereotipos que simplificaron y distorsionaron la diversidad de sus experiencias y formas de agencia. Por ello, en el presente capítulo se pretende analizar y revisar tanto los registros escritos como fotográficos de la época, con el fin de develar y debatir los arquetipos construidos en entorno a las fortineras, la chusma, las chinas, etc. En cada uno de estos casos, la imagen transmitida fue distinta, aunque siempre enmarcada en el lenguaje universalizado - masculino.
Las experiencias de estas mujeres no sólo fueron divulgadas a través de esas ideas, sino que además estuvieron imposibilitadas de contarlas ellas mismas, mayoritariamente analfabetas; sus historias nos fueron transmitidas a través de voces y discursos también masculinos. En otras palabras, las mujeres de nuestra historia no tuvieron voz propia. Los textos que originalmente las mencionan —particularmente los inscriptos en la denominada Literatura de Frontera— han sido producidos por hombres, generalmente de ascendencia europea, que pertenecían social y/o ideológicamente a los sectores dominantes (María Cristina Ockier, 2020).
Representaciones de género en documentos escritos
En la obra de Eduardo Racedo (1965) las mujeres aparecen mencionadas en las primeras páginas, luego de detallar la composición de los cuerpos de línea. Son agrupadas bajo el término “familias”, en referencia a las esposas e hijos de los soldados. El propio comandante admite que la presencia de estas familias en campaña tiene sus desventajas, pero las considera necesarias para el bienestar emocional de su tropa:
máxime en campañas tan largas y penosas como la que íbamos a efectuar, en que el soldado no tiene distracciones y en las que se hace necesario proporcionarle algo siquiera que amengüe un tanto a monotonía de su vida en tan apartados lugares y nada más eficaz que la compañía de su familia. (p. 12).
En este fragmento, surge una representación de lo que Luis Pedro Taracena Arriola (1998) denominó el arquetipo de la buena mujer: “aquella que es obediente, prudente, moral y buena esposa, enmarcada en el papel sublime de la maternidad y el sufrimiento” (p. 5). Racedo (1965) vio en ellas figuras que se entregaban a las adversidades de la vida en la pampa para acompañar a sus esposos, mostrando una devoción absoluta:
Estas mujeres tan solicitas para sus esposos, son injustamente juzgadas por el criterio de la generalidad, que no pueden apreciar en lo que vale su sublime y absoluta consagración a los seres a quienes han vinculado su existencia y son a la vez madre de sus hijos, con quienes comparten, llenas de la más admirable resignación, las fatigas y privaciones que parecen ser de soldado argentino. (p.12)
Aquí, Racedo no sólo reconoció los sacrificios y esfuerzos compartidos entre soldados y mujeres, sino que también destacó la dedicación femenina como fundamental, aunque en un marco limitado a su rol maternal y de cuidadoras. Estas mujeres realizaban múltiples tareas vitales en los campamentos: cocinar, lavar, acarrear agua y leña, mantener la ropa de la tropa y arrear las caballadas durante los desplazamientos. Estas labores reflejan una división sexual del trabajo, donde los roles masculino y femenino estaban estrictamente delimitados dentro del binomio público/privado.
Ockier (2008) también identificó este arquetipo en los escritos de Ebelot, quien describió a las mujeres como abnegadas compañeras y madres: “La mujer del soldado era un "tipo interesante a pesar de sus defectos, generoso y abnegado”. De este modo, se construía una imagen de la "buena mujer" que también se entrelazaba con la figura de la heroína, aquella que lo dejaba todo para seguir a los soldados en la campaña. Este discurso se evidencia en el relato recuperado por Pichel (1994) de Eduardo Nougues[3], quién no fue contemporáneo a los actores que aquí se presentan, pero también hace alusión al rol de las mujeres expresando:
Dediquemos un justiciero recuerdo a las que constituyeron la valiente legión de las cuarteleras, que sin joyas que ofrecer a los ejércitos de la independencia (…), una infusión de hierbas milagrosas, una dorada torta frita y ¿por qué no? Un beso, que en ocasiones y para el soldado en campaña, proporcionaba más calor que un grueso poncho. ¡Gloria a ellas, estoicas, generosas cuarteleras!. (Nougues en Pichel, 1994, p. 157).
La difusión de estos relatos servía para consolidar un mito útil en la construcción del sentimiento nacional, donde las mujeres fueron purificadas y glorificadas como madres y compañeras de soldados. Este proceso fue clave en la narrativa del Estado, ya que las fortineras, como explica Ockier (2012), accedían al panteón de los héroes anónimos de la gesta oligárquica: “purificadas como compañeras y madres de soldados, las fortineras accedían al panteón de los héroes anónimos que la gesta oligárquica reivindicaba para sí” (p. 317). Sin embargo, ese heroísmo no estaba exento contradicciones. La mujer heroica no sólo fue aquella que lo dejó todo por acompañar a su esposo, sino que también aquellas que mostraron una “bravura propia de hombres” (Ockier, 2015). Este es el arquetipo que Taracena A. (1998) describió como “mujer fuerte”, a quien se le atribuyen comportamientos “varoniles” a causa de participar en enfrentamientos y el uso de la violencia, patrones de comportamiento que correspondían al género masculino.
Las crónicas de época no son la única fuente que nos permite develar las representaciones construidas en torno a las mujeres de los campamentos. Las producciones artísticas tales como las canciones son dignas de analizar al respecto. En este caso recurrimos a la letra de la canción “La fortinera” escrita por Carlos Rodrigo[4]. Aunque su creación dista de ser contemporánea a su protagonista es útil para evidenciar la reproducción del arquetipo mencionado. Esta zamba es dedicada a Carmen Orozco, fortinera de la tropa de Racedo - muchas veces confundida con la sargento Carmen Ledesma del Regimiento 2 de caballería del Coronel Lagos–:
Brava Sargento Carmen / en el combate / con coraje de macho / te destacaste.
Carmen Orozco, negra sonrisa blanca / los fogones supieron de tus hazañas.
Cuenta la historia pampeana, que Carmen Orozco, fue Sargento Mayor de la Comandancia de Victorica.
Moreno rostro tenso, caballo overo / Carmen Orozco avanza por el desierto / uniforme azul lino y en torno al cuello el rojo de verbena de su pañuelo / colorado su quepi y sus galones.
Sargento fortinera, de las mejores…
Años después de la campaña, la descripción de la fortinera siguió atada a los roles de géneros asignados. Carmen es asociada a una imagen varonil, brava y con coraje de macho. Aunque no se le quita mérito por sus hazañas, su figura esta moldeada a partir del androcentrismo. Otro ejemplo de esta representación es el conocido relato de Gutiérrez sobre Carmen Ledesma. Luego de que la columna marchara en una de sus correrías, ella quedó al cuidado del campamento junto al resto de las mujeres, a quienes vistió con las ropas de la tropa. Y no sólo debieron vigilar, sino también hacer frente al ataque de un grupo de indios. Allí, Ockier (2008) señala dos aspectos vinculados a la mirada masculina. Primero, la necesidad de utilizar vestimentas portadas por los varones como única manera de auto-imbuírse de autoridad y lo excepcional que resultan ser estos los actos de arrojo. De hecho, incluso el título de dicha narración, ‘Un regimiento de espartanos’, les otorga un carácter excepcional y heroico. También se puede interpretar que la utilización del uniforme tenía como objetivo engañar la vista de los indígenas, haciéndoles creer que habían quedado soldados en el campamento. De todos modos, hay una marca de género, dado que, sin la presencia del uniforme masculino, el lugar es considerado desprotegido.
Por otro lado, en este episodio también se mencionan a dos mujeres más cuyos nombres no sabemos dado que se las nombra como “la mujer de…”:
Los dos soldados tenían su carabina con su dotación de tiros, otra carabina mama Carmen y otras dos tenían la mujer del sargento Romero y la mujer del trompa Martinone, conocido por el alias de Martineta (…).
La despersonalización de las mujeres fue una constante en estos escritos. Aunque en ocasiones se les reconoció en relación con un hombre, también se les asignaron apodos que reflejan una mirada moralista y patriarcal sobre su sexualidad y su rol social. En relación con ello, Pichel (1994) señalaba que estas mujeres una vez que ingresaban a los fuertes y fortines perdieron sus nombres para responder a apodos caprichosos como: “Polla Triste”, “Botón Patrio”, “Pastelera”, “Poca Pilcas”, “Pecho e’lata’”, “Cacho Mocho”; “Cama Caliente”, “Vuelta Yegua”, “Mamboretá”, “Siete Ojos”. Aunque estos sobrenombres parecieran arbitrarios, no eran enteramente caprichosos; respondían a un imaginario social sobre ellas. La vida sexual de estas mujeres era cuestionada, dado que la frontera, como espacio marginal, facilitaba la flexibilización de las prácticas sexuales y morales. Estos apodos las asociaban al tercer arquetipo: el de “la mujer peligrosa, la que es instintiva, desordenada, pasional y seductora” (Taracena A., 1998, p. 5), un arquetipo que también estaba relacionado con las prostitutas. Este vínculo reflejaba no solo sus características personales, sino también una mirada moralista sobre ellas. Un ejemplo claro de este arquetipo se encuentra en la zamba escrita a Carmen Funes, quien fue apodada por sus congéneres como la “Pasto Verde”:
Mil soldados te quisieron / pero la tierra te quiso más (…)
Quien te llamó Pasto verde, fresquita / Tal vez tu aroma sintió…
El arquetipo de la mujer peligrosa también encierra una contradicción: seductoras y útiles para mantener al soldado en la frontera, pero a su vez peligrosas por romper con los valores cristianos de la sociedad y por ser las culpables de los males que acechaban en los campamentos. No sólo la viruela deambulaba por estos sitios sino también otras enfermedades como la sífilis. En este sentido, el Dr. Dupont, en un informe enviado al coronel Racedo, expresó: “los soldados reconocidos enfermos tienen que declarar dónde han contraído a infección, a fin de curar y aislar a las mujeres denunciadas, y de impedirles así de propagar el mal” (1965, p.194). Esta idea no era nueva, ya que anteriormente Ramos Mejía[5] también había hecho responsable a las mujeres de gran parte de los males que aquejaban a los ejércitos (Ockier, 2015). Desde su enfoque médico, Mejía veía a las mujeres como seres dominados por la emoción y la histeria, lo que encajaba con las visiones de la época sobre el rol femenino en la sociedad. En el contexto de la Campaña del Desierto y la vida en los fuertes, sus ideas podían usarse para justificar el control sobre ciertos sectores de la población, incluidas las mujeres y los grupos indígenas, considerados elementos "peligrosos" o "degenerados" dentro del orden social.
Así, las vidas de estas mujeres se ajustaban a uno u otro arquetipo, dependiendo de sus características, acciones y comportamientos. A menudo, estos arquetipos se superponían, especialmente los relacionados con los valores de reproducción y maternidad. Por ejemplo, el caso ya mencionado de la Sargento Carmen Ledesma, a quién se destacó por su bravura, pero también por rol como madre del cabo Ledesma. Igualmente podemos mencionar a María Albornoz que perteneció al escuadrón de Racedo y a quién la Revista Caras y Caretas (1910) apodo como “veterana del 9 de caballería”. Este apodo resalta su papel como parte de la tropa, pero el artículo se limita a mencionar sus tareas como lavandera y cantinera, para luego llamarla “la petiza Albornoz” y concluir con un relato que pone en duda su memoria.
Ockier (2008) destacó que la circulación de estos apodos en los cuarteles reflejaba la vigencia de códigos de género implícitos y compartidos, ya sea de manera consciente o inconsciente, independientemente del rango o la clase social. Pero ¿por qué centrarse en estos nombramientos? Estas mujeres eran mencionadas, pero desde voces de terceros, bajo los lentes masculinos y el dedo acusador de la moralidad. El poder también está en el lenguaje, en los nombres. En su diario, Racedo hizo escasas menciones a las mujeres de su división. un breve párrafo inicial para destacar su valentía y abnegación, seguido de oraciones dispersas que relatan el botín de guerra y el número de mujeres indígenas tomadas prisioneras. En las listas de revistas sólo se mencionaban los nombres de mujeres que forman parte de las “familias” de los indios amigos y algún caso individual de alguna que tiene el cargo de Cabo o Sargento. De este modo, algunos nombres eran dignos de ser mencionados y otros, como el de estas mujeres, no. En contraste, Racedo llena sus páginas con menciones a soldados rasos, coroneles, etc. Hay nombres destinados a ser recordados, y otros, como los de estas mujeres, que simplemente no lo fueron.
La asimetría en la representación de las mujeres nos obliga a conocer el imaginario masculino que las configura. Por lo tanto, es preciso revisar críticamente el discurso del informador, tanto en sus referencias directas o indirectas hacia las mujeres. Tal revisión debe hacerse bajo la perspectiva de género, perceptiva a identificar los valores y representaciones sociales masculinas que guían ese sistema de representaciones.
Representaciones visuales de las mujeres en la frontera
Susan Sontag (2005) definió a la fotografía como una interpretación de lo real y un vestigio material de un hecho real. Es también adquisición, dado que nos permite la posesión subrogada de una persona u objeto, y entablar una relación de consumo con los acontecimientos. Pero a su vez, dicho vínculo de consumo no se reduce solamente a la estética y reproducción de las imágenes; las fotografías también constituyen un medio para adquirir información, en tanto que nos permiten integrar sucesos de diversas temporalidades a nuestras experiencias.
Lejos de ser una participación pasiva de mera observación, la adquisición de una imagen también implica un proceso de interpretación. Este, a su vez, debe lidiar con diversas capas ocultas del trabajo fotográfico. Justamente, Sontag (2005) expresó que la fotografía no sólo depende de su creador, sino que hay diversas variables que interfieren en su creación, sobre el todo el medio social. Según Butler (2010), existen marcos que encuadran a las fotografías, estos funcionan como estructuras que determinan cómo se presentan y perciben las imágenes[6].
Las fotografías de las expediciones también estuvieron condicionadas por marcos regulatorios impuestos por el naciente Estado. Los fotógrafos que acompañaron a las distintas divisiones tenían la obligación de registrar y documentar el avance del “progreso” sobre la “barbarie”. De este modo, las imágenes generadas ofrecían una “ilusión de verdad” con valor de archivo y estética documental (Rodríguez Aguilar, 2017).
Entre los fotógrafos que registraron estas campañas, el encargado de documentar la línea 3 fue Alberto Meuriot. Al igual que otras colecciones de época -como las de Antonio Pozzo, Carlos Encina y Evaristo Moreno– la suya no contiene escenas de batallas o enfrentamientos. Las fotografías reflejan paisajes de la columna, del camino recorrido, los campamentos y a sus protagonistas. Sin embargo, la ausencia de tales actos en las imágenes no implica que atrás de la cámara no hayan sucedido, o que no puedan ser visibles las desigualdades de poder y la violencia estructural.
De 14 fotografías de la colección, seis son paisajísticas y muestran la gran extensión de llanura. El resto retrata los campamentos, a los soldados y a los "indios amigos", pero solo en una aparecen mujeres (Imagen 1°). En esta fotografía, el paisaje es protagonista: los médanos y el jagüel (una pequeña fuente de agua dulce) en Las Recinas representan la geografía de la frontera, una vasta llanura que simboliza no solo la extensión del territorio sino también la "tierra conquistada" tras las campañas militares. La amplitud de la llanura puede leerse como un símbolo del poder estatal que buscaba controlar estos espacios inhóspitos y hostiles, asociándolos con la "barbarie", en contraposición a la "civilización" que las fuerzas militares pretendían imponer. No obstante, la imagen contiene múltiples capas de significado, que reflejan tanto las dinámicas de poder como las representaciones de género y etnicidad.
En la parte inferior derecha de la imagen, vemos a cuatro mujeres jóvenes con ropas sencillas, lo que sugiere su condición social y su papel subordinado. Es probable que formen parte de los "piquetes de indios amigos", reforzando la idea de que la presencia indígena en los campamentos estaba supeditada al rol asignado por los comandantes. Sus ropas homogéneas y austeras indican no sólo su extracción social sino también el impacto de la "civilización" y el intento de occidentalización que se les imponía. La mirada de dos de ellas hacia la cámara sugiere una conciencia de la presencia fotográfica, lo que indica que la imagen no es accidental ni completamente espontánea.
La actividad que desarrollan –recolectar agua– refuerza la división sexual del trabajo: mientras los hombres se ocupaban de tareas militares, las mujeres quedaban relegadas a labores domésticas. Su vestimenta, además, sugiere una adaptación forzada a normas occidentales que pretendían modificar sus costumbres y convertirlas en sujetos funcionales al nuevo orden social y cultural impuesto por el ejército y el Estado.
En contraste, en la parte superior izquierda, sobre una loma, se encuentran seis hombres, vestidos con uniformes militares. Su postura, de espera y vigilancia, refuerza la distinción entre el rol activo y bélico de los soldados y el rol pasivo y doméstico de las mujeres indígenas. La ubicación elevada de los soldados no es casual: visualmente, refuerza la jerarquía de poder. Los militares, representantes del Estado y la "civilización", observan desde una posición de superioridad, tanto física como simbólica.
La composición visual nos habla de un orden jerárquico y racializado. Los hombres, armados y en posición de dominio, ocupan la parte superior de la imagen, mientras que las mujeres, desarmadas y dedicadas a tareas de servicio, aparecen en la parte inferior. Esta disposición resalta el control que los hombres blancos, en su papel de soldados y "protectores" de la frontera, ejercían no solo sobre el territorio sino también sobre los cuerpos indígenas, tanto masculinos como femeninos.
En la misma línea interpretativa, abordamos la fotografía titulada "Custodia a las soldaderas" (Imagen 2°) del álbum Soldados, que presenta una escena que muestra a cuatro personas en un ambiente rural, propio de un campamento militar aislado. El título de la imagen establece, de manera inmediata, un contexto de vigilancia y control, sugiriendo una jerarquía entre los hombres y la mujer presente.
En el lado derecho de la imagen se encuentra la soldadera, con ropas sencillas, mirando hacia abajo mientras una niña pequeña sostiene su falda. El gesto de la mujer trasmite una desconexión con los otros personajes masculinos de la escena, lo que se interpreta como una forma de aislamiento o rechazo de su entorno militarizado. Su posición de perfil y su aparente desinterés hacia los hombres refuerzan esta lectura. La niña, de pie junto a la soldadera, parece buscar protección o seguridad, lo cual sugiere la dependencia y vulnerabilidad que afectaba tanto a las mujeres como a los niños en estos contextos. La figura de la niña añade una dimensión emocional a la escena, mostrando que las soldaderas no sólo no solo cumplían con el rol de compañeras de los soldados, sino también de madres o cuidadoras dentro del campamento, enfrentándose simultáneamente a sus obligaciones maternales y a las duras condiciones de vida en la frontera.
A la izquierda de la imagen, hay dos figuras masculinas que representan el poder militar. Uno de ellos está montando a caballo, sonriendo directamente a la cámara, mientras que el otro está de espaldas. El hombre a caballo simboliza la autoridad, el control y el poder del ejército, lo que queda reforzado por su expresión confiada y relajada. En contraste, el hombre de espaldas, vestido de blanco, se encuentra en una postura de vigilancia o espera. El color blanco de su atuendo es significativo, pues era utilizado por los piquetes de "indios amigos", como una señal de pureza y aceptación de las normas cristianas y del progreso. Este uso del color refuerza la idea de un proceso de asimilación y sumisión de los pueblos indígenas, cooptados para participar en las campañas militares.
El concepto de "custodia" al que hace referencia el título de la imagen sugiere una relación de vigilancia y control hacia las soldaderas. Esta vigilancia puede interpretarse en dos niveles. En primer lugar, la mujer podría estar siendo vigilada para evitar una posible fuga. En capítulos anteriores se mencionó que las desertoras, junto con sus familias, eran una preocupación constante para el ejército. Racedo (1965) comenta un caso de este tipo en su diario: “Del Batallón 3 de línea desertó en la noche anterior un soldado, llevándose a si familia. El capitán Andrade, con una pequeña partida salió en su persecución” (p. 48). Este tipo de situaciones también puede haber ocurrido con los "indios amigos", quienes, al estar bajo circunstancias similares, podrían haber buscado escapar de la vida precaria y las tareas impuestas por el ejército. La "custodia" refleja, entonces, no solo la vigilancia física, sino también el control social y cultural al que estos grupos indígenas eran sometidos.
Por otro lado, es plausible que la "custodia" estuviera relacionada con asegurar que la mujer cumpliera con sus tareas dentro del campamento. A los pies del caballo se observa un cúmulo de ropa, lo que refuerza la idea de que las soldaderas tenían la responsabilidad de labores como lavar la ropa de los soldados, cocinar y cuidar a los heridos. La fotografía podría estar capturando un momento en que la mujer había dejado de cumplir con sus obligaciones, ya sea por cansancio o como una forma de resistencia pasiva ante las duras condiciones y la falta de reconocimiento.
La imagen pone de manifiesto las profundas desigualdades a las que estaban sometidas las mujeres en los campamentos militares. Tal como señala Ockier (2020), las mujeres de los campamentos no recibían salario ni vestimenta adecuada, y sus raciones de alimentos eran frecuentemente reducidas. Sin embargo, no estaban exentas de la disciplina militar, y podían ser castigadas si no cumplían con las expectativas del ejército. El caso relatado anteriormente finalizó con el envío de ambos ante el Consejo de Guerra para que definieran su destino. La posterior sumaria sólo se impuso al soldado, pero previo a ello “los soldados del 10 de Infantería destacados en el Médano Colorado los habían aprehendido y se los entregaron al oficial”.
La imagen 3° ("Campamento de mujeres") presenta un interesante contrapunto a las representaciones más habituales de los campamentos militares durante la Campaña del Desierto, ya que centra la atención en la vida cotidiana de las mujeres. A diferencia de otras fotografías, en las que la presencia masculina y militar es evidente, en esta imagen no aparecen armas ni soldados. Esta ausencia es significativa, pues refuerza la idea de que, aunque las mujeres formaban parte de los campamentos, su espacio estaba separado del frente de batalla. No obstante, el entorno sigue siendo inequívocamente militar, con elementos como las tiendas de campaña, cacerolas y leña, que son característicos de la vida en los campamentos.
Cinco mujeres protagonizan la escena, con una variedad de posturas y actividades que reflejan su participación en las labores domésticas y en la vida diaria del campamento. La primera mujer, que parece descansar, intenta protegerse del sol con su mano mientras observa algo en la distancia. Su postura relajada sugiere un momento de pausa, una imagen que contrasta con la dureza de las tareas que seguramente debía realizar a diario. La segunda, sentada y con un pañuelo que cubre su rostro, mira hacia un costado con los brazos cruzados. La ausencia de expresión facial (debido al pañuelo) puede interpretarse como una forma de resguardar su intimidad frente a la cámara. Su actitud también parece tranquila, quizás en espera de alguna tarea por hacer o disfrutando de un momento de calma en un entorno donde probablemente pocas veces podía relajarse.
La tercera mujer, con un bebé en brazos, muestra otra faceta de la vida de estas mujeres: el cuidado de los hijos. Este elemento añade una capa de complejidad a la imagen, ya que revela el carácter familiar de estos campamentos. A pesar de ser espacios principalmente destinados a la guerra, cómo ya se mencionó, también eran lugares donde las mujeres continuaban con su rol tradicional de madres y cuidadoras. Su ligera inclinación hacia la cámara puede interpretarse como una señal de consciencia de la presencia del fotógrafo. Por último, las dos mujeres de pie al fondo refuerzan la idea de la dualidad entre lo público y lo privado en el espacio de los campamentos. Una de ellas mira hacia la cámara, mientras que la otra permanece de espaldas. Ambas están de pie, lo que sugiere que podrían estar en medio de alguna tarea o movimiento, aunque en este preciso momento la fotografía las ha capturado en un momento de quietud.
El hecho de que no haya armas visibles en la escena y que los objetos presentes estén relacionados con la cocina y el lavado refuerza el papel de las mujeres como encargadas de las tareas domésticas. A pesar de estar en un entorno militar, continúan con su rol tradicional de "amas de casa", adaptando sus actividades a las condiciones del campamento. Aunque alejadas de sus hogares, conservaron consigo las responsabilidades y el trabajo que la sociedad les había asignado. El campamento militar, se convirtió en una extensión del hogar, y las mujeres, aunque físicamente más cercanas a los soldados y a la guerra, fueron vistas y tratadas como encargadas de las labores domésticas.
En la Imagen 4°, titulada "Convoy del ejército en marcha - mujeres de los soldados", captada durante la Expedición al Río Negro, se retrata una escena diferente a las otras fotografías. Lo más destacado de esta fotografía es la perspectiva desde arriba, que permite capturar un amplio rango de personajes en un solo plano, creando un efecto similar al de un "gran angular". Esta técnica no solo nos permite observar a las mujeres con sus hijos, sino también una parte de la caravana, los caballos y las carretas que formaban parte del convoy militar.
En el centro de la imagen, observamos a las mujeres con pañuelos blancos, un elemento que se repite en otras fotografías de la época. Este pañuelo puede haber tenido un propósito funcional para protegerse del sol y el polvo durante las largas jornadas de marcha, pero también funciona como un símbolo visual distintivo que las separa del resto de los participantes de la caravana. Algunas mujeres comparten el caballo con sus hijos pequeños.
Una característica notable de esta imagen es que, a diferencia de muchas otras en las que las mujeres aparecen en posiciones subordinadas o relegadas a un segundo plano, en esta ocasión están representadas al mismo nivel que los hombres. No se percibe una jerarquía clara en la posición física de las mujeres dentro de la fotografía, lo cual puede ser una decisión deliberada del fotógrafo para mostrar a todos los miembros del convoy como partes iguales en esta difícil travesía. A pesar de esto, los roles diferenciados entre hombres y mujeres se mantienen, ya que en la parte posterior de la imagen se distingue una hilera de carretas, donde muy pocos hombres están mezclados con las mujeres.
Este detalle visual sobre la posición de las mujeres en el convoy concuerda con las disposiciones militares de la época. Según las órdenes citadas por Pichel (1994), en 1876 se estableció en el artículo 42° que las familias no podían moverse de los fortines hasta que el resto de la guarnición se levante. Esto implica que las mujeres y niños, aunque formaban parte del ejército y marchaban junto con los soldados, lo hacían al final de la caravana, y eran acompañadas por unos pocos hombres que las vigilaban o escoltaban. La posición de las mujeres en la parte trasera del convoy refleja su rol dentro del ejército: no eran combatientes, sino el apoyo logístico y doméstico. Aun así, su presencia era fundamental para el funcionamiento diario de la expedición.
De las 58 fotografías tomadas por Antonio Pozzo durante su viaje con la columna que atravesó Carhué, esta es la única en la que aparecen mujeres. Esto podría ser un reflejo de la percepción limitada que se tenía de la importancia de las mujeres en las expediciones militares, donde su contribución se invisibilizaba o se minimizaba a tareas secundarias. En este sentido, es notable que la fotografía ofrezca una representación más equitativa de las mujeres, mostrándolas al mismo nivel físico que los soldados y, en muchos casos, compartiendo las mismas condiciones de viaje. Esto nos permite repensar el papel de las mujeres dentro de las expediciones militares: aunque no participaban en las batallas, eran una parte integral de la operación logística que mantenía al ejército en marcha.
Resulta interesante plantear que la fotografía no sólo es un registro, un vestigio material de lo ocurrido en algún momento de la historia. Es la eternidad de una escena, pero también es reflejo de lo que allí se ausenta. Tal como expresaba Peter Burke (2001), estas dan testimonio de las formas estereotipadas y cambiantes en que un individuo o un grupo de individuos ven el mundo social (incluido el de su imaginación). Las mujeres, así como contaron con pocas menciones en los documentos escritos, también cuentan con pocos registros fotográficos. Ello nos invita a reflexionar también sobre los silencios, las ausencias, sobre aquello que no se quiere mostrar o no había interés por resaltar.
Las ausencias también tienen algo para contarnos. Boaventura de Sousa Santos (2006) explicaba justamente que “una sociología de las ausencias permite mostrar que lo que no existe es producido activamente como no existente, como una alternativa no creíble, como una alternativa descartable, invisible a la realidad hegemónica del mundo” (p. 12). La falta en la escena no es natural: hay una voluntad implícita de que así sea que se vincula con un paradigma colonial europeo y patriarcal de época. Sabemos que las fortineras eran un colectivo heterogéneo. Unas terminaron a allí a causa de las medidas de control social; hubo mujeres indígenas convertidas en botín de guerra y repartidas entre los soldados por las jerarquías militares, y madres, compañeras y/o hijas de los reclutados que “elegían” seguir a sus hombres cuando éstos eran convertidos en forzados reclutas de la guerra fronteriza. Pero las escasas fotografías existentes no nos permiten ver esas diferencias de clase y etnia que circulaban por los campamentos. Al contrario, sólo se muestran mujeres que en todo caso encuadran con el arquetipo de abnegadas que era útil para usar en discursos de heroicidad.
Conclusiones
El análisis de las representaciones de género en la literatura y fotografía de frontera del siglo XIX permite visibilizar cómo las construcciones de género y los discursos militares se interrelacionan para marginalizar, pero también para dar espacio a formas complejas de agencia femenina.
Las nociones sobre las estructuras de poder y la hegemonía han sido cruciales para entender cómo las representaciones de las mujeres en los relatos de frontera no solo reflejan las tensiones bélicas, sino también las estructuras de dominación cultural y social. Asimismo, al poner énfasis en las relaciones de género y el poder en contextos de conflicto, se puede realizar un análisis más profundo de cómo el control de las mujeres se ve también reflejado en el espacio militar y fronterizo. Las reflexiones de Bravo, Gil Lozano y Pita (2008) sobre el control de los cuerpos y las estructuras de poder, han facilitado conectar las representaciones históricas con las dimensiones contemporáneas de la violencia estructural de género.
El enfoque de género permite entonces, comprender cómo estas mujeres fueron parte activa de la narrativa de la frontera, aun cuando su presencia fuera minimizada o distorsionada en los relatos oficiales. Además, se evidencia cómo los discursos hegemónicos construyeron roles de género que influyeron en la militarización de la sociedad y en la consolidación de una cultura de guerra. Este artículo pone de relieve la necesidad de una mirada crítica hacia la historia oficial, que a menudo ha dejado en el olvido las voces y los roles desempeñados por las mujeres en la historia militar y fronteriza.
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Notas
[1] Fragmento de cita: “Sin embargo... siempre han sido hombres escribiendo sobre hombres, eso lo veo enseguida. Todo lo que sabemos de la guerra, lo sabemos por la voz masculina.”. En Svetlana, Alexiévich. (2022). La guerra no tiene rostro de mujer.
[2] Denominación mapuche para designar a la Campaña del “Desierto”.
[3] Eduardo Nougues fue un escritor argentino, que se desempeñó también en el ámbito militar y diplomático. Sus textos son sobre las guerras de independencia de Argentina y se presenta una visión idealizada de la figura del soldado y la mujer, con un énfasis en el sacrificio y la valentía.
[4] No se halló año de creación. Pero el poema y la canción se encuentran disponibles en: https://la-pulperia.wixsite.com/la-pulperia/fortinera
[5] José María Ramos Mejía (1849-1914) fue un médico, historiador y sociólogo argentino. Se destacó por sus estudios sobre psicología social y el comportamiento de las masas en la Argentina del siglo XIX. Su obra más conocida, Las multitudes argentinas (1899), analiza el papel de la psicología colectiva en la historia del país, con una mirada influida por el positivismo y el determinismo biológico.
[6] En su trabajo Butler (2010) retoma y reformula las reflexiones de Sotang sobre las fotos de torturas a los presos de la cárcel de Abu Ghraib en Irak. Si bien refiere a aspectos de nuestro presente varios aspectos teóricos son de utilidad a los fines de este trabajo. La guerra siempre será un acto de violencia cargado de inhumanidades.